13.7.10





Margarita cerró la puerta de la cocina con el rostro cargado de espanto. Helena y Cristián se volvieron hacia ella, sin entender qué sucedía. Federico ni se inmutó, en un forzoso intento por disimular.
—¿Pasó algo? —preguntó la cocinera, preocupada.
—Nada —respondió la otra instantáneamente, pero me lanzó una mirada de advertencia. Era evidente: había pasado algo.
Dejé cuidadosamente la bandeja sobre la mesada y me acerqué a ella. Federico carraspeó: estábamos siendo demasiado obvios, pero ¿qué podíamos hacer?
—A ver, chicos —se enojó Helena—. Si vienen a trabajar cada mediodía y cada noche. Si todos los días de todas las semanas hacemos exactamente lo mismo… explíquenme, por favor, ¿por qué están en la cocina cuando deberían estar en el comedor, llevando las bandejas con la comida que nosotros preparamos?
—No pasó nada —repitió Margarita, remarcando cada sílaba.
Federico se puso de pie.
—¿Se pueden ir a trabajar, por favor? —casi gritó, sorprendiéndonos a todos. Cristián lo miró con un gesto de desagrado.
—Tampoco es para tanto —murmuró, desganado.
—No, sí —se enojó todavía más la cocinera—. Tiene razón: yo me paso el día acá atrás, por poco sin poder ir al baño, y los señoritos pueden ir y venir por el restaurant bailando y saltando como faunos, ¿qué…?
La interrumpió el sonido de un portazo: Margarita había dejado la habitación. Durante la distracción, había alcanzado a susurrarme al oído qué era eso que la preocupaba tanto. Federico siempre tenía una salida para esas situaciones.
—Creo que no pasaba nada —me reí, inocentemente.
Mi amigo me miró, expectante. Le respondí asintiendo suavemente con la cabeza: era eso que pensaba. Estaba sucediendo, otra vez. Parecía que seguían nuestros pasos atentamente. Cada vez que avanzábamos, estaban allí, dispuestos a mostrarnos que sabían por dónde caminábamos, a qué información accedíamos, cómo nos comportábamos.
—¿No vas a llevar la bandeja? —preguntó Helena, con esa sarcástica dulzura que siempre utilizaba y que tanto odiaba.
—No —dije, cortante—. Voy a tomar aire.
Caminé rápidamente hacia el pequeño patio trasero, lleno de cajas, botellas y bolsas de basura. Me apoyé contra la pared y respiré profundamente. Otra vez me buscaba alguien. Otra vez buscaban a Alan Ferrari. La última vez no los habíamos engañado: sólo esperaban confundirnos y descubrir nuestra mentira. Por suerte, todo había salido bien.
Cerré los ojos durante unos segundos, intentando relajarme.
Mi celular sonó.

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