14.9.10

musicalizá







Bocinazo.
Pablo giró el volante rápidamente hacia la derecha y el auto dio una vuelta brusca, haciéndome perder el control sobre mi cuerpo, incluso sentado, y obligándome a apoyarme en la baulera.
Un coche frenó repentinamente detrás nuestro y volvió a tocar bocina.
—La puta madre —murmuró Pablo, sin perder de vista al Peugeot rojo que avanzaba delante, a toda velocidad.
—¡Acelerá! —me desesperé.
—No puedo, Lisandro, estamos en el medio de la ciudad, ¿qué querés que haga? —respondió, enfurecido, hablando a una velocidad casi ininteligible.
—¡No sé, algo! —grité, enfatizando la última palabra—. ¡Pero tenemos que pararla! ¡Como sea!
—¡Ya sé, Lisandro! —estalló.
Sus manos presionaron con fuerza. Dio otro volantazo, que provocó más bocinas. El auto de Ramona avanzaba rápidamente; zigzagueando, doblando. Estaba haciendo lo posible para perdernos.
—¿Dónde mierda vive este tipo?
—A cinco cuadras —contestó cortante, pero con calma. No despegaba los ojos del Peugeot.
Enderecé la espalda, nervioso, y me incliné hacia adelante, en un esfuerzo vano por ayudar a las ruedas; en lograr que giraran con más velocidad.
—En una casa enorme, que parece de mentira, con un jardín gigantesco y lleno de plantas —continuó Pablo—. Custodiada por dos hombres que rotan al mediodía y a la medianoche —hizo una pausa—. Aquella de allá.
Fijé mi vista en una casa que se correspondía perfectamente con la descripción. Noté cómo nos acercábamos. Vi los ladrillos. Vi las rejas. Vi los detalles barrocos grabados sobre las rejas. Vi las plantas, secas por el frío invernal. Vi los árboles, vacíos de hojas. Vi a los guardias.
Avanzábamos rápidamente. Estábamos en la esquina. Cerca. Muy cerca.
El Peugeot se detuvo y Ramona bajó con un movimiento sutil.
Pablo suspiró. Presionó el acelerador levemente: semáforo rojo.
Ella cruzó la calle. Gritó algo que no alcancé a escuchar.
Verde. Las ruedas chirriaron y el auto aceleró de golpe, empujándome hacia atrás. Media cuadra. Apreté los dientes, conteniendo los nervios.
Atravesó las rejas. Los guardias la observaron, alertas.
Otro chirrido de llantas en cuanto Pablo frenó. Abrí la puerta y me bajé.
Ella sonrió, alzando su brazo hacia delante. Tenía la pistola.
—¡Ramona! —grité, corriendo.
Disparo.

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