28.10.10

musicalizá.







Los rayos del sol descendían desde lo alto, dando de lleno en mi cara. Hacía meses que no sentía esa hermosa sensación de calor, que no deja espacio a otras emociones. Meses atrás, pérdida tras pérdida, hubiera sido imposible relajarse. Bañarse, al menos un poco, de la tranquilidad solar.
—Encontramos a Julia. Está en el hospital —dijo Margarita, casi en susurro, tras darme las malas noticias—. ¿Vamos a verla?
Asentí suavemente, esbozando una sonrisa.
Una leve brisa se acercó, trayendo consigo el olor de las hojas, de las flores nacientes, de la tierra humedecida. La primavera se mostraba, en aquel lugar, como en ninguna otra parte. El canto de los pájaros, nunca interrumpido. El caminar lento de alguna abuela, de algún abuelo, esperando sentirse, quizá, un poco menos solos. La risa triste del niño, cargada de inocencia; cargada de nostalgia. La primavera se mostraba triste, pero cálida. Triste, pero esperanzada. Triste, pero llena de vida, a pesar de todo.
—¿Cómo está?
—Grave; sigue inconsciente. Fue muy golpeada —explicó el médico—, y su cuerpo necesita mucha fuerza para recuperarse.
Presioné los labios, conteniendo las lágrimas.
—No puedo creer que hayan pasado dos meses —murmuré.
Alejandro lanzó un suave suspiro, levantando la vista. Me observó durante unos segundos, en silencio.
—El tiempo nunca se detiene, Ele —comentó, y su voz lo cubrió todo—. Ni en la lucha cotidiana, ni en la tristeza de la muerte, ni en alegría del triunfo, ni en el silencio del recuerdo. El tiempo siempre pasa.
Me abrazó con fuerza. Me presionó contra ella, transmitiéndome todo su calor, toda su energía.
—No pudo verme, Marga —susurré, apoyando mi cabeza en su hombro.
Presionó más, y el abrazo ocupó todo el vacío, toda la nada que avanzaba a través de mi cuerpo, cubriéndolo lentamente.
—No es necesario —dijo, dulcemente—. No es necesario ver para sentir.
Alejandro rodeó mi espalda con su brazo, empujándome suavemente hacia adelante, y sacó la flor marchita del pequeño recipiente de vidrio.
—¿Vamos? —preguntó—. No querrás llegar tarde.
—No. Pero me hubiese encantado que ella estuviese ahí, que lo conociera conmigo —murmuré, dejando escapar una lágrima contenida.
Coloqué un lilium amarillo, acariciando sus pétalos. Y comenzamos a caminar hacia la salida, a paso lento. Me miró, y el brillo en sus ojos fue suficiente para comprender lo que estaba pensando.
Julia siempre iba a estar ahí.

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