10.10.10





Observé cómo se acercaba, atravesando la plaza. Sus rasgos eran todavía imperceptibles, pero supe que era él en cuanto divisé su forma de caminar; cada movimiento lo delataba.
Me acomodé en el banco de madera: estaba nerviosa. Pero era una sensación placentera. Nervios placenteros. Iba hacer algo que había planeado durante varias semanas. Y no podía evitar que se me retorciera el estómago.
Se acercaba, con su particular andar. Idéntico al de su hermano. Joaquín; Marco. Era como ver a Lisandro.
Me puse de pie y caminé hacia él, sonriendo. Saludó con la mano, desde lejos.
—¿Cómo estás? —pregunté, cuando lo tuve en frente. Era bastante más alto que yo. Y más alto que su hermano. Tenía el pelo castaño claro y los ojos de color almendra brillante.
—Bien —dijo—. Raro. Es raro verte en persona.
—Te lo pedí porque quiero darte algo —comencé; quería terminar con eso lo antes posible—. Una especie de regalo.
Me miró extrañado. Hurgué en mi mochila y saqué una carpeta con tapas rojas. La sostuve contra mi pecho durante unos segundos y luego se la di.
—No la mires acá —me apresuré a decir—. Esa carpeta tiene todo lo que vas a necesitar para creerme.
Frunció el ceño
—¿Creerte qué?
Respiré profundamente, pensando en cómo contarle toda la verdad.
—Mañana va a terminar todo, Joaquín; toda la mentira. Y mi relación con vos es parte de esa mentira. Tu nombre es parte de esa mentira. Tus padres, tu familia. Es una mentira enorme, indescriptible. Pero mañana, al fin, se va a acabar todo. Y no puedo esperar hasta mañana para que sepas la verdad. No puedo permitir que te llegue desde otro lado. Necesito decírtelo. Necesito contártelo. Pero necesito que tengas las pruebas para creerme.
No dijo nada. Simplemente me observaba, expectante. Esperando a que me atreviera a pronunciar su verdadero nombre. Esperando a que le dijera que tenía un hermano. Esperándolo, aunque no lo supiera.
—Leela, por favor. Esa —indiqué, señalando la carpeta—, es tu verdad. Tu vida, Joaquín: no la deseches. Por favor, cuando estés en tu casa, leela. Y cuando me creas, cuando estés preparado, avisame —me detuve, pensativa—. Pero no me hables antes, por favor. Solamente cuando estés preparado para conocerlo.
Sus ojos lucían preocupados. Algo en ellos me perturbaba.
—¿Qué pasa, Margarita? —preguntó, asustado.
Asentí suavemente con la cabeza. No había más que explicar.
—Tenés un hermano. Soy su amiga —hice una pausa—. Y te llamás Marco.

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