2.10.10






Tiramos un colchón en el living para que Alejandro durmiera, aunque nos quedamos hasta tarde hablando sobre los últimos meses. En Roca todos creían que seguía en España y que había decidido no comunicarme por seguridad. Y no estaban tan equivocados, en realidad, más allá del país en el que me encontrara.
Yo le conté absolutamente todo. Desde el primer día en Capital, cuando subí al taxi incorrecto y Pablo se encargó de rescatarme. Hasta la muerte de Ramona, el día anterior. Sin perderme de ningún detalle. Sin olvidarme de Verónica, de su hijo Alan. Sin olvidarme de mis días como tío, ni de mis días en Juno. Sin olvidar las discusiones con Helena, la complicidad de Federico, la intriga de Margarita. Sin olvidar la presión al ver mi pistola por primera vez, dentro de la caja. Sin olvidar la culpa por incitar a Margarita a apuntar con la suya. Sin olvidar el sonido del disparo, la sangre sobre el pasto. Sin olvidar el llanto. Sin olvidar el ardor en la garganta. Sin olvidar ningún detalle, ninguna sensación.
Al día siguiente nos levantamos a las dos de la tarde. Julia y yo cocinamos tarta de atún y Alejandro compró helado. Nos sentamos a almorzar casi una hora más tarde. Mi celular sonó mientras servía la comida.
Era Patricio. Lo saludé, sorprendido.
—Hoy vino una mujer preguntando por Alan Ferrari —comentó; un escalofrío recorrió mi espalda—. Nos mostró una foto de un chico muy parecido a vos.
—¿Y qué le dijeron? —me asusté.
—Que vos trabajabas acá, pero que habías renunciado. Nos dijo que te conocía, que eras el primo de Alan.
Sonreí.
—Sí, soy su primo. Nos parecemos mucho —mentí—. Les debe plata y se fugó a algún lugar del país. Pero, sinceramente, ni yo lo sé.
—Me dijeron que iban a hablar con vos.
Cerré los ojos, intentando relajarme. La tensión avanzaba lentamente, desde los pies hacia las rodillas. Respiré profundamente.
—Ya me llamarán —comenté—. Tengo que cortar, Patricio, saludos.
Dejé el teléfono al lado del plato y me quedé en silencio, mirando la tarta. Durante meses habíamos conseguido sostener la mentira. Había pasado un día desde mi renuncia, y todo se había desmoronado.
—¿Qué pasó, Ele? —preguntó Julia.
—Me están buscando —comenté—. Y es muy probable que me encuentren. Escuchen bien: si me pasa algo; si no aparezco, o si aparezco… mal —hice una pausa—. Necesito que vayan a lo de Mariano. Vayan a su casa y hablen con él.
Me levanté, busqué un anotador y escribí en dos hojas la dirección y el celular de Mariano. Le di una a Alejandro y otra a Julia.
Ojalá nunca lo hubiera hecho.

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