11.3.10





Los rayos del sol se filtraban por la ventana del colectivo, dando de lleno en mi cara. Hacía meses que no sentía esa hermosa sensación de calor que no deja espacio a otras emociones. Increíblemente relajante, incluso en la situación que estaba viviendo.
Mis padres habían desaparecido hacía dos meses. Y durante esos dos meses, no había hecho otra cosa que lamentarme.
Pero una tarde había llegado a mi casa y había notado que alguien había entrado, que alguien había revisado cada cajón, cada estante, cada rincón de las habitaciones. Esa misma tarde, casi por instinto, había decidido irme. Irme por el mayor tiempo posible, lo más lejos posible. Para olvidar, tal vez. Para protegerme. Para buscar una nueva vida.
No lo sé. Pero rápidamente me vi viajando en colectivo hacia la Capital, con un pasaje de avión a Madrid en mi mochila. Y estaba allí, sentado, recibiendo el intenso calor del sol, cuando mi celular sonó.
—¿Hola? —atendí.
—Alan, no tomes ese avión —respondió un hombre. Y me paralizó.
—¿Quién es?
—Si pudiese decir mi nombre por teléfono, seguramente no estarías hablando conmigo. Pero por favor, no tomes ese avión. Cuando llegues a Capital, va a haber alguien esperándote en Retiro. Andá con él.
—¿Y por qué confiaría en un extraño que me llama por teléfono? ¿Por qué dejaría de tomar el avión?
—Por varias razones, Alan. Principalmente, porque puedo protegerte —hizo una pausa—. Además, porque conocí a tus padres. Porque sé que el rojo es tu color favorito. Porque sé que sos alérgico a las nueces. Y, sobretodo, porque sé cómo te llamaba tu mamá.
Me quedé en silencio, esperando. Las razones no sólo eran más que suficientes, sino que además me aterrorizaban.
—Sé que Ana te decía Alí.
Y entonces mi desconfianza desapareció por completo. Mi miedo pareció trasladarse a algún lejano recoveco del colectivo, mientras el sol seguía acariciando mis mejillas.
—Nos vemos pronto —dije, sorprendiéndome a mí mismo.
—Me alegra saberlo —susurró el extraño.
Y cortó.

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