Cuando
Ramona abrió la puerta y vio mi cara de desesperación, me hizo ir directamente
al living y me sirvió un vaso de agua. Me senté en el sillón, justo frente a la
computadora apagada de Mariano. Ella se acomodó a mi lado.
—No
soy un asesino —dije, monótonamente.
Me
miró con ojos dulces durante unos segundos. Me miró, sonrió y tomó mi mano
fuertemente.
—Nunca
maté a nadie —susurró—. Pero te juro que no podría contar la cantidad de veces
que use un arma. Que clavé un cuchillo. Que golpeé con un palo. Que apreté un
gatillo.
Yo
simplemente me observaba las zapatillas. La puntera de goma, manchada con
alguna salsa del bar. Y la cabeza me pesaba; sentía una cabeza de plomo.
—Sabés
que esto es peligroso, Lisandro. Ninguno de nosotros quiere que dispares esa
pistola. Pero no podemos asegurarte que no tengas que hacerlo.
No
dije nada. No sabía qué decir. No estaba enojado, ni preocupado, ni triste. No
podía definirlo, simplemente. Me pasaba algo. Esa pistola había producido un
efecto demasiado extraño en mí. Era un ruido. Un disturbio.
—Lo
importante es que memorices los rostros y las patentes. Todos los rostros.
Todas las patentes. Si podés retenerlos, vas a poder esquivarlos. Y entonces,
no vas a tener que disparar —sonrió Ramona.
Yo
suspiré.
—¿Y
Mariano? —pregunté—. ¿Mató a alguien?
Volvió
su vista al suelo y dudó.
—Me
consoló mucho saber que no había tenido otra opción.
—Eso
es un sí —murmuré.
Asintió
en silencio.
—Pablo
dejó a tu secuestrador en plaza Libertador después de dormirlo con una
inyección. Antes, simplemente los soltaban. Eso nos ponía en mayor peligro y
debíamos defendernos con mayor frecuencia.
Hizo
una pausa, sonriendo.
—Hace
años que la cabeza de Mariano sólo piensa en cómo lograr que muera la menor
cantidad de personas posibles.
Yo
también sonreí.
—No
te preocupes —dijo, poniéndose de pie—. Si hay algo que no pretendemos de vos,
es que aprendas a disparar.
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