5.8.10






Los ojos me pesaban como si fuesen dos pelotas de pool. Dos pelotas de pool gigantescas. Nunca antes había llorando tanto. Nunca. Pero tenía esa necesidad, esa maraña de sufrimiento en el pecho que necesitaba escaparse de mi cuerpo. Nunca me había sentido peor. Nunca, jamás, se me había hecho tan imposible respirar.
Golpeé la puerta. Unos segundos más tarde, Ramona me recibió con una sonrisa tímida, comprensiva: ya lo sabía.
Caminamos en silencio hasta el sillón del living y nos sentamos. Lisandro se asomó por la puerta de la cocina. Se quedó observándonos un momento, agachó la cabeza y volvió a lo suyo.
Cerré los ojos, intentando relajarme. La bola de dolor se deslizó hasta la garganta, pero era demasiado grande como para escaparse por la boca. Estaba allí, estancada en mi cuerpo. No había forma de deshacerse de ella.
Las lágrimas no dejaban de caer. Una tras otra, poco a poco, iban deshidratándome. Pero el gigantesco nudo no aflojaba. Estaba contenido, apresado, completamente adherido a mis tejidos.
Apreté los dientes, desesperada. Quería sacarlo. Quería alejarlo para siempre.
—Marga —dijo Ramona—. Va a estar todo bien. Se va a pasar, no te preocupes —hablaba dulcemente, como una madre a su bebé.
—Vi cómo el miedo —comencé, con la voz entrecortada por mis temblores—, la llenaba por completo. Se volvió miedo…
Tosí.
Me acarició el pelo suavemente. Fue una caricia hermosa, cálida, llena de energía. Pero no sirvió de nada.
—La primera vez que le apunté a una persona me sentí tan mal que tuve que pegarle a Mariano —comentó—. Fue la mejor trompada que di en mi vida —se rió.
La miré, esbozando una sonrisa completamente débil.
Acercó su boca a mi oreja.
—Descargate —susurró.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Ascendió rápidamente desde los pies hasta la garganta, y se dejó escapar.
Grité. Grité fuerte. Grité agudo. Fue un grito largo, profundo, desgarrador.
Lisandro corrió hacia donde estábamos y se puso de cuclillas frente a mí.
Ramona me abrazó, presionándome a su cuerpo.
Yo seguí gritando.

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