12.8.10





—¿Qué pasó? —pregunté con desesperación, tras saludar a Pablo, avanzando rápidamente por el pasillo que conducía al living.
Emanuel estaba sentado en una silla, con los codos sobre la mesa y la frente apoyada sobre sus brazos. Mariano, parado del otro lado del cuarto, dándome la espalda, mirando por la ventana. Sobre el sillón, acostado y tapado con una manta, Federico parecía completamente inconsciente. Estaba completamente inconsciente.
Los tres se quedaron en silencio.
—Pablo —insistí, elevando el tono: mi paciencia se había ausentado esa noche, dando lugar a sentimientos desconocidos. Sentía un terrible ardor en cada músculo, como si el cuerpo quisiera hacerme notar que había llegado a su límite. Habían sucedido demasiadas cosas. Y no había habido tiempo para superarlas.
—Lo descubrieron y lo siguieron… nos llamó hace un rato, muy asustado. Nos dijo que fuéramos a su casa. Pero cuando llegamos…
—Tiene dos disparos —intervino Emanuel.
La habitación dio una vuelta a mi alrededor.
Me aferré al respaldo de una silla y me senté, lentamente, mientras cada objeto iba volviendo a su lugar. Cerré los ojos, intentando relajarme.
—¿Lo descubrieron? —indagué, sin entender.
Se miraron, dudosos. Pablo suspiró.
—Nunca dejó de ir al Congardi V —explicó, mientras el ardor iba cobrando más y más intensidad—. Se hacía pasar por ciego, entraba e investigaba. Quería descubrir un nombre importante… —hablaba con voz triste, cargada de culpa.
—No iba todos los días, pero cada tanto —agregó Emanuel—. Nos avisaba, para que estuviésemos preparados por si pasaba algo.
Un escalofrío me atravesó el cuello.
—¿Siempre supieron que estaba yendo al Congardi V? —pregunté, temerosa de haber entendido bien. No podía creerlo—. ¿Me están tomando el pelo?
No respondieron.
—Mariano, ¿te das cuenta…? —casi grité, enloquecida.
—Me doy cuenta, Margarita —me interrumpió, lleno de calma.
Su tono suave y despreocupado triplicó mi desesperación.
—¿Y no vamos a hacer nada? ¡Hay que un llevarlo a un hospital!
—No podemos llevarlo a un hospital, Margarita —sentenció, enfadado, mirándome a los ojos por primera vez esa noche—. No podemos. Pero si es necesario, voy a traer un hospital a mi casa —finalizó, y volvió a darme la espalda.
—¿Es todo lo que vas a decir? —lo desafié.
—Voy a esperar a que lleguen todos —murmuró—. Tengo tanto para decir que preferiría no repetirlo.

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