23.9.10






Esa misma noche velamos a Ramona y Federico. Juntos, como merecían estarlo. Fue un día largo, vacío y horrible. Las horas, interminables y punzantes.
Llegué a mi departamento alrededor de las once. Me senté en el sillón, con los ojos hinchados y doloridos. No había hablado en todo el día. No había emitido sonido. No había pronunciado ninguna palabra.
Me senté, dejé caer una última lágrima, y me quedé dormida.
En los días siguientes apenas salí de mi casa. Apenas me moví del sillón. Renuncié a Juno, sin previo aviso, como también hizo Lisandro. Me desconecté por completo del mundo real, como también hicieron Mariano, Natalia, Emanuel y Pablo.
El dolor era demasiado fuerte como para soportarlo. Necesitábamos estar solos. Necesitábamos el silencio, la quietud, la oscuridad. Necesitábamos ese duelo. Necesitábamos esa desconexión.
No nos vimos. No nos hablamos. No nos escribimos.
Durante cuatro días.
Sólo me comuniqué con una persona: Joaquín. Marco.
Hablaba con él durante horas, por chat. Nuestro vínculo había crecido mucho y éramos contactos de MSN. Le dije que dos grandes amigos habían muerto en un accidente de autos. Le mentí. O me mentí a mí misma, quizá: no era lo suficientemente fuerte como para asumir la verdad.
Nos habían arrebatado a Federico. Nos habían arrebatado a Ramona.
Y no habíamos hecho nada. Porque no había nada que hacer. No había forma de saldar sus muertes. No había forma de justicia. Al menos, no por el momento.
Y nos conformamos con el duelo. Nos fue más que suficiente.
Esa ausencia, esa completa soledad. Ese silencio, ese ahogo, ese alivio. Fueron lo único que nos pudo hacer salir adelante. Porque sabíamos, lo teníamos muy en claro, que nuestros abrazos, nuestras miradas ardientes, nuestros ojos rojos e hinchados, nuestras palabras de apoyo, nuestras caricias, nuestros silencios, no servían de nada. El dolor compartido sólo dañaba más.
Raspaba sobre la herida. Raspaba, porque estando allí, juntos, pasivos, sólo conseguíamos culparnos más a nosotros mismos. Sólo conseguíamos más dolor. Más sufrimiento. Más tortura mental.
La desconexión duró cuatro días. Podría haberse prolongado por meses, pero los hechos se nos adelantaron. De pronto, otra bomba cayó. Y nos dimos cuenta enseguida: teníamos menos tiempo del que creíamos. Siempre habíamos tenido menos tiempo del que creíamos.
Lisandro me visitó, como si nada. Con los ojos igual de hinchados que la última vez que lo había visto. Con la cara empapada de tristeza. Temblando.
Completamente desesperado.
—Secuestraron a Julia —dijo.

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