21.9.10






—¡Lisandro! —escuché.
Abrí los ojos. A mi alrededor, el mundo comenzó a tomar forma nuevamente. El pasto, humedecido por el rocío de madrugada. El cielo, aclarando. La casa de Vanzini, los árboles. Los cuidadores, con las armas preparadas.
El cuerpo de Ramona.
Pablo sostenía su pistola firmemente con la mano derecha. Tenía la izquierda levantada, dando a entender que no pretendía disparar. Se acercaba caminando lentamente, sin bajar la mirada.
—Lisandro, llevala al auto, por favor.
Las lágrimas no dejaban de deslizarse a través de mis mejillas. Mi cabeza parecía punto de estallar: dolía de una forma indescriptible. Desde el centro del cerebro. Desde allí se expandía el dolor. Punzante. Constante. Desgarrador.
Me incorporé, con la intención de ponerme de pie. Y en cuanto lo hice, el click del seguro de dos pistolas me detuvo. Contuve la respiración, mirando a Pablo con ojos desesperados. Asintió con la cabeza.
—Solamente queremos llevárnosla antes de que llegue la policía —explicó—. Es lo mejor. Para ustedes y para nosotros.
Los dos hombres dudaron. Uno de ellos se acercó un handie a la boca y murmuró algo que no alcancé a escuchar, pero supuse que estaba intentando contactarse con Vanzini.
—Tengo que hablar con el dueño de la casa —dijo, tras unos segundos, dando un paso hacia delante—. Van a tener que esperar unos minutos.
Pablo me observó detenidamente. Percibí algo extraño en su mirada: intentaba comunicarme algo que no lograba descifrar. No podía pensar en nada. En mi mente sólo había lugar para Ramona.
Bajé la vista. Allí estaba su rostro, todavía lleno de furia. Sus ojos, vacíos de sentimientos. Su ropa enchastrada en sangre. Su cuerpo inerte.
Pablo avanzaba lentamente, sin dejar de apuntar.
Las sirenas de un patrullero sonaron cerca. Se acercaba.
Alcé a mi amiga con firmeza. Era liviana y su cuerpo cedía suavemente a mis movimientos. Me puse de pie.
—Rápido —sentenció uno de los hombres.
Di un paso hacia atrás, desconfiado, pero nadie disparó. Mi corazón aceleraba cada segundo. Dudé un momento, pero no había tiempo.
Corrí. Corrí como lo había hecho unos minutos antes. Pero esta vez nadie me detuvo. Ni los disparos, ni los brazos de Pablo. Corrí. Corrí hasta el auto, abrí la puerta trasera y me subí, llevando a Ramona conmigo.
Pablo me siguió, sin bajar el arma, y se sentó en el asiento del conductor.
Aceleró.

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