19.10.10






—Creí que el tema de tu novia había quedado claro —comentó Vanzin¡, soberbio, al verme atravesar la puerta de su casa.
Sonreí.
—No vengo por Julia —dije con voz firme.
Estaba nervioso. Una retorcida sensación recorría mi cuerpo, contorsionando cada músculo, enredando cada tendón, trenzando cada vena. Enloqueciendo cada célula. En todas direcciones, constante, el nerviosismo avanzaba, crecía, se reproducía. Pero no moría.
Tenía que disimularlo. Era la única forma de que el plan funcionara. De que todo saliera bien. De que todo terminara, de una vez por todas. Me soné la espalda y me llevé una mano a la cadera, sintiendo el frío metal entre mis dedos.
—Esta vez vengo a ponerle fin a todo —dije, levantando hacia adelante el brazo con el que sostenía la pistola—. Pero antes quiero saber una cosa.
Vanzini retrocedió lentamente, con cautela. Me creía. Creía que era capaz de matarlo. Sus ojos se enfrentaron a los míos, amenazantes. A pesar de todo, no había perdido ese dejo de superioridad característico.
—¿Dónde está mi hermano? —pregunté.
Ya sabía la respuesta, por supuesto. Pero necesitaba información. Debía sacarle la mayor cantidad de información posible. Presioné la mandíbula, nervioso.
—Seguimos a los niños que entregamos durante cinco años —murmuró, orgulloso de sí mismo—. Y aunque el suyo es un caso especial, hace mucho tiempo que no tengo noticias de él.
—¿Caso especial? —me interesé.
—¿Tengo que explicarte todo, Ferrari? —sonrió—. Cuando supimos que tus padres estaban investigándonos, pensamos instantáneamente en Joaquín —hizo una pausa—. Las cosas se complicaron y tuvimos que tomar otro tipo de medidas.
Contuve la respiración. La angustia se había concentrado en mi garganta. Pinchaba, pellizcaba, quemaba. No había forma de detener el dolor.
—No somos asesinos —aclaró—. Intentamos solucionar nuestros problemas de otras formas, pero a veces se vuelve imposible.
Supongo que notó mi inestabilidad. Supongo que algo en mis ojos, en mi rostro, en mi postura, le advirtió que no estaba tan decidido como parecía. Supongo que el dolor cubrió mi cuerpo por completo, porque lo que hizo a continuación fue algo completamente inesperado.
—Ahora, bajá el brazo —ordenó, sacando una pistola de la parte trasera de su pantalón—. Lo siento mucho, pero las cosas volvieron a tornarse imposible con tu familia —ironizó, torciendo levemente la cabeza.
Me quedé en silencio, esperando.
—¿Algo para decir? —preguntó.

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