18.3.10






Esperé dos semanas a que mis padres aparecieran. Tenía la esperanza de que estuviesen de vacaciones y no me hubiesen avisado. O que hubiesen tenido un accidente y nadie pudiese contactarse conmigo.
Después, hice la denuncia. Que por supuesto, no llegó a nada. Fueron dos meses esperando. Dos meses repletos de miedo e impaciencia.
Pasaron dos días. Entonces, me subí a un taxi que me llevó hasta la casa de Mariano García. Era casa y oficina a la vez. Y hospital, ahora que lo recuerdo. En ocasiones, también era hospital.
Mariano era un hombre de unos cincuenta años. Un poco menos, tal vez. Tenía el pelo corto y ondulado, castaño oscuro. Ojos almendra, levemente rasgados. Solía usar jean con alguna camisa de colores suaves. Y un cinturón blanco que le había regalado mamá.
Cuando me vio por primera vez, me saludó con un abrazo.
—En las fotos parecés más petiso —se rió. Me sirvió un vaso de agua y me hizo sentarme en la mesa de la cocina—. Tenés la nariz de Ana. Y los ojos de Guillermo —hizo una pausa y me mostró una sonrisa triste—. Soy Mariano. Conocí a Guillermo en el 83, en España. Tuvo que viajar a Argentina de urgencia, porque Ana estaba a punto de dar a luz…
Dudé. Por un momento, creí que me estaba engañando. Creí que era el mismo hombre que se había llevado a mis padres. Pero esos ojos brillantes, sinceros, me hicieron confiar. Al menos, confiar un poco.
—Nací en el 85… —murmuré.
—Sí, claro que sí… y esa es la cuestión —comenzó él. Y lo que siguió fue tan repentino, tan inesperable, que sentí cómo atravesaba mis oídos y avanzaba rápidamente hasta el centro de mi pecho. Una punzada intensa, constante, ardiente. Una punzada que dolía pero a la vez me hacía sentir vivo—. En el 83, Alan, nació Marco. Tu hermano mayor.

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