20.3.10






—Marco nació el 15 de septiembre de 1983 —explicó Mariano. Seguíamos en la cocina, pero había pasado casi una hora en silencio. Recién entonces le había pedido que me contara la historia—. Ana y Guillermo nunca lo conocieron, porque les dijeron que había muerto. Ella lo vio cuando nació, pero los médicos dijeron que necesitaba atención urgente. Y ellos les creyeron, ¿quién no lo haría?
Tenía un hermano. Un hermano mayor. ¡Y tenía nombre! Marco. Marco Ferrari. Hijo de Guillermo Ferrari y Ana Pascual. Mi hermano.
—Cuando volví a Argentina, cerca de noviembre, y me enteré de la historia, comencé a tener dudas. Les pedí que me dieran los estudios previos al parto. Soy médico —hizo una pausa bastante larga. Parecía no saber por dónde empezar—. Marco no tenía ningún problema. Al menos, no en la panza. Podría haber sucedido algo durante el trabajo de parto, pero Ana insistía en que todo había sido muy sencillo. Y empezamos a investigar.
»En junio de 1984, me contaron que ella estaba embarazada de vos. Y tres días más tarde, descubrimos que en los registros de bebés del hospital en el que Marco había nacido no figuraba su muerte. En cambio, sí se había registrado el día en que había dejado el hospital.
»Desde entonces, desde que nos cercioramos de que está vivo, no dejamos de investigar. El grupo creció. Ya no somos sólo nosotros tres. Hay mucha gente acompañándonos. Y hay muchos padres que sufren los mismos engaños y acuden a nosotros. Se unen a nosotros.
»Marco fue entregado a uno de los grupos de tráfico de bebés más grande del país. Después de que nacieras, nuestra preocupación no fue tanto encontrar a tu hermano sino descubrir a los líderes de esta agrupación. Gente de dinero. Gente con mucho poder.
»Ana y Guillermo avanzaron muchísimo en los últimos años. Por eso no pasaban tanto tiempo en tu casa. Y entonces… supongo que tenían demasiada información. Tal vez datos demasiado importantes. O tal vez habían dado con los nombres correctos.
Dejó escapar unas lágrimas y se quedó callado. Yo miraba fijamente a la mesa de madera, llorando y procesando toda la información. Era demasiado para digerir.
— No lo sé —murmuró—. Creo que nunca lo sabré realmente.

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