Apagué el despertador y me senté en la cama. Sabía que
era la única forma de levantarme; si me hubiese quedado acostado seguramente me
hubiese dormido.
La habitación estaba débilmente iluminada por la luz
solar que se filtraba a través de la persiana cerrada. Era suficiente para
distinguir los contornos: la cama, la mesa de luz, el placard…
Bostecé, prendí el velador y me destapé. Un escalofrío
recorrió mi espalda. Salí de la cama, caminé hasta la ventana, subí la persiana
y me dirigí al baño, un poco molesto por la repentina luz diurna.
“Alan Ferrari…”,
pensé mientras me miraba al espejo. “Casi”.
Me lavé los dientes y entré a la ducha. Canté con
entusiasmo mientras limpiaba mi pelo y mi cuerpo, relajándome. Sin embargo, la
idea de un hermano mayor no podía alejarse de mi cabeza. No podía sacarla de
ahí.
Salí de la bañera y me cubrí con el toallón. El vapor
había calentado el baño, así que no pasé frío. Me sequé, me vestí y volví a
mirarme al espejo, que seguía un poco empañado.
Me puse el lente derecho y me observé durante unos
segundos. ¿Quién era ese? ¿Quién era esa mezcla? ¿De quién eran esos ojos? Un
marrón y un verde que no significaban absolutamente nada. No identificaban a
nadie.
Me puse el lente izquierdo y volví a observarme. Sonreí,
negando con la cabeza. Ahí estaba yo. O, al menos, el nuevo yo. Con pelo oscuro
y ojos verdes.
Lisandro Borromeo.
En mi habitación, sonó el celular. Resoplé y fui a
atenderlo, sin poder creer que a las nueve de la mañana Mariano ya me estuviera
llamando. Tomé el teléfono y busqué con la vista el botón adecuado: todavía no
me acostumbraba al nuevo artefacto que me habían dado, obviamente para proteger
a Alan.
—Mariano —saludé luego de ver su nombre en la pantalla.
—Lisandro —obtuve por respuesta. Sí, Lisandro—. Necesito
que vengas, ¿estás ocupado?
—Entro a trabajar en media hora. Termino el primer turno
a las dos y media.
—Muy bien, te espero a esa hora. Necesito hablar con vos
de algo importante. ¿Ayer leíste algo de lo que te di?
Suspiré. Era una pregunta más que esperada.
—Un poco… —dudé—. Muy poco. Me costó.
—Bien… —hizo una pausa—. Hoy va a ser un día difícil,
entonces. A las cinco tengo unos invitados, y me gustaría que los conocieras.
—¿Quiénes?
—Perdón, pero no puedo contarte todo por teléfono —se
disculpó, con tono misterioso—. La intriga es un elemento clave en mi
personalidad —se burló.
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