—Espinoza
hizo otra llamada —susurró Ramona—. Suponemos que canceló la operación, pero
nada es seguro. Andá a tu casa, relájate un rato. Yo te tengo al tanto. Mañana
a la tarde nos vemos en lo de Mariano —sonrió.
Fui
al departamento y me bañé, sin poder sacar de mi cabeza el llanto del bebé, los
ojos de Espinoza, la sonrisa de Verónica. ¿Cómo se suponía que me relajara? Estaba
a punto de ir a trabajar cuando me llegó un mensaje de texto.
Salió todo bien. Mañana vení al
hospital.
Jamás
me había sentido tan bien. Tan relajado, tan alegre y tan satisfecho como me
sentí al leer las palabras enviadas por Ramona. Esa noche, en el bar, todo pasó
velozmente, como si las horas estuviesen avanzando más rápido de lo normal para
permitirme ver a Matías lo antes posible.
Federico
y yo tuvimos que quedarnos a limpiar, así que nos fuimos media hora más tarde y
cerramos el local. La noche estaba tranquila, estrellada y silenciosa.
—Hoy
dejé de fumar, increíble —murmuró, guiñándome un ojo, mientras cerraba el
candado—. Vamos, te llevo.
Nos
subimos al auto y comenzamos a andar. Tuvimos que detenernos en esa misma
esquina por la luz roja. Otro coche frenó detrás. Éramos los únicos en la calle.
Íbamos
hablando de películas. Federico era fanático del cine español y me recomendó
varios títulos. Sin embargo, mi mayor atención estaba puesta en aquel auto que
no dejaba de seguirnos. Doblábamos, doblaba. Frenábamos, frenaba.
—Doblá
—dije, cortante, cuando llegamos a la esquina anterior a mi cuadra. Me miró con
sorpresa, pero me hizo caso.
—Nos
sigue —murmuró, cuando se dio cuenta de lo que sucedía—. ¿Qué hago? ¿Qué hago?
—volvió a doblar, y así lo hizo nuestro persecutor.
Estaba
a punto de decirle que intentara perderlo y fuese a mi casa, pero me detuve.
Había visto la patente del auto. Había reconocido la patente del auto. Estaba
en la lista que Mariano me había dado.
—Hay
que perderlo. Y después, ir a un bar. ¡O a donde sea! —casi grité, totalmente alterado
—. ¡Pero no vayamos a mi casa! ¡Ni a la tuya!
—¿Qué
pasa? —se sorprendió ante mi reacción—. ¡Lisandro! ¿Qué te pasa?
Yo
estaba completamente agitado. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Era evidente
que no estaba nervioso por una simple persecución.
—Vamos
a un bar —comencé, sin poder creer lo que estaba por decir—. Tengo que contarte
algunas cosas —hice una pausa—. Varias.
Esa
noche develé por primera vez toda la verdad acerca de mí. Acerca de Alan,
acerca de Lisandro. Le hablé de mis padres, de mi hermano. De Mariano, de
Ramona. De lo que había pasado esa tarde. De la grabación que escucharía al día
siguiente. Le conté absolutamente todo, con el mayor detalle.
Y
le hice prometer que lo mantendría en secreto.
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