24.4.10





—Espinoza hizo otra llamada —susurró Ramona—. Suponemos que canceló la operación, pero nada es seguro. Andá a tu casa, relájate un rato. Yo te tengo al tanto. Mañana a la tarde nos vemos en lo de Mariano —sonrió.
Fui al departamento y me bañé, sin poder sacar de mi cabeza el llanto del bebé, los ojos de Espinoza, la sonrisa de Verónica. ¿Cómo se suponía que me relajara? Estaba a punto de ir a trabajar cuando me llegó un mensaje de texto.
Salió todo bien. Mañana vení al hospital.
Jamás me había sentido tan bien. Tan relajado, tan alegre y tan satisfecho como me sentí al leer las palabras enviadas por Ramona. Esa noche, en el bar, todo pasó velozmente, como si las horas estuviesen avanzando más rápido de lo normal para permitirme ver a Matías lo antes posible.
Federico y yo tuvimos que quedarnos a limpiar, así que nos fuimos media hora más tarde y cerramos el local. La noche estaba tranquila, estrellada y silenciosa.
—Hoy dejé de fumar, increíble —murmuró, guiñándome un ojo, mientras cerraba el candado—. Vamos, te llevo.
Nos subimos al auto y comenzamos a andar. Tuvimos que detenernos en esa misma esquina por la luz roja. Otro coche frenó detrás. Éramos los únicos en la calle.
Íbamos hablando de películas. Federico era fanático del cine español y me recomendó varios títulos. Sin embargo, mi mayor atención estaba puesta en aquel auto que no dejaba de seguirnos. Doblábamos, doblaba. Frenábamos, frenaba.
—Doblá —dije, cortante, cuando llegamos a la esquina anterior a mi cuadra. Me miró con sorpresa, pero me hizo caso.
—Nos sigue —murmuró, cuando se dio cuenta de lo que sucedía—. ¿Qué hago? ¿Qué hago? —volvió a doblar, y así lo hizo nuestro persecutor.
Estaba a punto de decirle que intentara perderlo y fuese a mi casa, pero me detuve. Había visto la patente del auto. Había reconocido la patente del auto. Estaba en la lista que Mariano me había dado.
—Hay que perderlo. Y después, ir a un bar. ¡O a donde sea! —casi grité, totalmente alterado —. ¡Pero no vayamos a mi casa! ¡Ni a la tuya!
—¿Qué pasa? —se sorprendió ante mi reacción—. ¡Lisandro! ¿Qué te pasa?
Yo estaba completamente agitado. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Era evidente que no estaba nervioso por una simple persecución.
—Vamos a un bar —comencé, sin poder creer lo que estaba por decir—. Tengo que contarte algunas cosas —hice una pausa—. Varias.
Esa noche develé por primera vez toda la verdad acerca de mí. Acerca de Alan, acerca de Lisandro. Le hablé de mis padres, de mi hermano. De Mariano, de Ramona. De lo que había pasado esa tarde. De la grabación que escucharía al día siguiente. Le conté absolutamente todo, con el mayor detalle.
Y le hice prometer que lo mantendría en secreto.

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