29.4.10





Federico entró a la cocina. Noté cómo se disculpaba con la mirada, disimuladamente. Avanzó hasta la heladera y sacó una gaseosa.
—Una milanesa con papas fritas —comentó—. Clásico.
—¿Por qué estás atendiendo? —preguntó de mal modo Helena.
Lisandro y él se quedaron en silencio. Solamente se escuchaban los golpes del cuchillo de Cristián sobre la tabla de madera, mientras picaba cebolla.
—Es que a Lisandro le bajó la presión —mentí—. Estaba encargado de varias mesas, así que le pedimos ayuda porque nosotras también estamos ocupadas.
—Vamos —interrumpió Federico, agarrándome del brazo.
—Van a explicarme —le dije en cuanto nos alejamos—. Todo.
—Bueno, digamos que eso no depende completamente de mí. Pero gracias por tu ocurrencia, recién. Te aseguro que era necesaria.
—¿Quién es? —susurré, al ver que Clara se acercaba.
—Es complicado. Y repito, no depende de mí.
—Tenemos una pareja que quiere cazuela. Helena va a matarme, ¿por qué están todos tan exquisitos hoy? —interrumpió mi compañera—. ¿Y Lisandro?
—Le bajó la presión —dijimos a coro.
—Y sí, va a matarte —agregó él, y se alejó a paso rápido.
Clara puso los ojos en blanco y se dirigió a la cocina. Yo recorrí una a una mis mesas, preguntando si hacía falta algo. Renové algunas paneras, llevé cuentas y levanté platos. Después, me paré atrás de la barra y me serví un vaso de agua.
—Mirá qué lento que come —me susurró Federico con nerviosismo.
—Debe sospechar —comenté—. No se quiere ir.
—¿Y qué hago?
—Nada, dejalo comer. En algún momento va a terminar.
Suspiró.
—¿Una hora va a estar Lisandro con la presión baja? Además tengo que ayudar en la cocina, Helena tiene una cara que espanta.
—Andá, no te preocupes. Yo me encargo de él.
Cuarenta minutos más tarde ya había vaciado su plato. Me acerqué.
—¿Algún postre? —sonreí, siguiendo el protocolo, pero intuyendo lo que diría.
—Sí, ensalada de frutas, ¿puede ser?
—Por supuesto —asentí, cortante, y caminé hasta la cocina—. Tenemos un cliente bien clásico. Ahora quiere ensalada de frutas —me burlé.
—Está en la heladera —murmuró Federico, entendiendo mi indirecta.
Tomé una compotera, la llené hasta el tope, coloqué una cuchara de metal y se la llevé a ese hombre que había cambiado mi día.
—La casa invita —dije, con un dejo de odio. Sonreí.
Me devolvió el gesto.

2 comentarios:

  1. Ese día pasé demasiados nervios. Lo último que quería era que te enterases de todo.
    Te lo dije, ya, ¿no?

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