Federico
entró a la cocina. Noté cómo se disculpaba con la mirada, disimuladamente.
Avanzó hasta la heladera y sacó una gaseosa.
—Una
milanesa con papas fritas —comentó—. Clásico.
—¿Por
qué estás atendiendo? —preguntó de mal modo Helena.
Lisandro
y él se quedaron en silencio. Solamente se escuchaban los golpes del cuchillo
de Cristián sobre la tabla de madera, mientras picaba cebolla.
—Es
que a Lisandro le bajó la presión —mentí—. Estaba encargado de varias mesas,
así que le pedimos ayuda porque nosotras también estamos ocupadas.
—Vamos
—interrumpió Federico, agarrándome del brazo.
—Van
a explicarme —le dije en cuanto nos alejamos—. Todo.
—Bueno,
digamos que eso no depende completamente de mí. Pero gracias por tu ocurrencia,
recién. Te aseguro que era necesaria.
—¿Quién
es? —susurré, al ver que Clara se acercaba.
—Es
complicado. Y repito, no depende de mí.
—Tenemos
una pareja que quiere cazuela. Helena va a matarme, ¿por qué están todos tan
exquisitos hoy? —interrumpió mi compañera—. ¿Y Lisandro?
—Le
bajó la presión —dijimos a coro.
—Y
sí, va a matarte —agregó él, y se alejó a paso rápido.
Clara
puso los ojos en blanco y se dirigió a la cocina. Yo recorrí una a una mis
mesas, preguntando si hacía falta algo. Renové algunas paneras, llevé cuentas y
levanté platos. Después, me paré atrás de la barra y me serví un vaso de agua.
—Mirá
qué lento que come —me susurró Federico con nerviosismo.
—Debe
sospechar —comenté—. No se quiere ir.
—¿Y
qué hago?
—Nada,
dejalo comer. En algún momento va a terminar.
Suspiró.
—¿Una
hora va a estar Lisandro con la presión baja? Además tengo que ayudar en la
cocina, Helena tiene una cara que espanta.
—Andá,
no te preocupes. Yo me encargo de él.
Cuarenta
minutos más tarde ya había vaciado su plato. Me acerqué.
—¿Algún
postre? —sonreí, siguiendo el protocolo, pero intuyendo lo que diría.
—Sí,
ensalada de frutas, ¿puede ser?
—Por
supuesto —asentí, cortante, y caminé hasta la cocina—. Tenemos un cliente bien
clásico. Ahora quiere ensalada de frutas —me burlé.
—Está
en la heladera —murmuró Federico, entendiendo mi indirecta.
Tomé
una compotera, la llené hasta el tope, coloqué una cuchara de metal y se la
llevé a ese hombre que había cambiado mi día.
—La
casa invita —dije, con un dejo de odio. Sonreí.
Me
devolvió el gesto.
Ese día pasé demasiados nervios. Lo último que quería era que te enterases de todo.
ResponderEliminarTe lo dije, ya, ¿no?
Mil veces.
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