Entré
a la sala en silencio. Ramona y Verónica me recibieron alegremente mientras
Matías descansaba en los brazos de su madre.
—¿Todo
bien? —preguntó la primera.
Respiré
profundamente, y fue suficiente para que notara que algo iba mal.
—Ayer
a la noche Federico me llevó a casa. Nos siguió un auto, la patente está en la
lista de Mariano. Tuvimos que perderlo y entrar a un bar. Le conté todo, no
sabía qué mentira inventar. No se me ocurría nada…
—Eso
no importa. Lo importante es que estás bien, y que no te encontraron.
Me
quedé en silencio.
—¿Qué
pasó? —se asustó Ramona.
—Hoy
al mediodía un hombre fue al bar. Está en las fotos de Mariano. Por suerte pude
esconderme a tiempo y Federico me ayudó. Pero Margarita se dio cuenta de lo que
estaba pasando y quiere saber. Tengo que contarle, no me queda otra opción.
Asintió
en silencio, comprensiva.
—Mariano
no tiene que saber nada. Al menos, por unos días, hasta que todo se
tranquilice. Y por favor, cuidá a tus amigos. Sabiendo, corren peligro —agarró
la bandeja de metal que descansaba sobre la mesa de luz—. Me tengo que ir, acá
soy Irina la enfermera, así que mejor me pongo a trabajar —dijo, y salió del
cuarto.
Me
senté en una silla, al lado de la cama, mirando Matías. Se había despertado y
movía los brazos suavemente. Sus ojos observaban todo con sorpresa.
—Es
precioso —susurré. Estiré mi brazo y toqué su nariz con mi dedo índice.
Verónica
me sonrió.
—Ey
—dijo, jugando con su hijo—. Ey, acá está tu tío. Él es tu tío.
Me
reí.
—Gracias
—agregó.
—No
hay nada que agradecer. Más bien yo debería agradecerte —comenté, y me quedé
observando al bebé. ¿Qué hubiera sido de él si algo hubiese salido mal? No
quería pensarlo, pero era inevitable. La pregunta se repetía una y otra vez en
mi cabeza. Pero ahí estaba, justo frente a mí. Y era precioso.
—Hola
Matías —dije, hablando enérgicamente. Por alguna razón, cuando uno le habla a
los bebés lo hace enérgicamente.
Verónica
lanzó una débil carcajada.
—No
se llama Matías, Lisandro —explicó—. Era un nombre inventado, como toda la
historia. Yo tampoco me llamo Verónica, no sé si sabías.
Tenía
sentido. Así, si surgía cualquier sospecha en el hospital, no había peligro
alguno. Nunca encontrarían a Verónica, ni a Matías.
—¿Y
cómo se llama? —pregunté.
—Alan.
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