4.5.10






Mariano tamborileaba con sus dedos sobre una botella vacía de agua mineral, esperando a que llegara Emanuel. Todavía no lo conocía, pero sabía que trabajaba con nosotros y que había ayudado en la investigación de Espinoza. Ramona, Pablo y yo estábamos sentados en el sillón; y junto a la computadora de Mariano había una mujer de unos treinta años, Natalia. Tenía el pelo lacio y brillante, de color caoba, largo hasta la cintura.
—¿Podés pararla con la botellita? —se alteró Ramona.
Mariano la miró con un gesto de desconcierto. Le dedicó una sonrisa y apoyó la botella sobre la mesa de madera, alejándola de sus manos. El silencio no duró más de un minuto, porque enseguida comenzó a golpear uno a uno sus dedos sobre el roble perfectamente barnizado.
—No puedo creerlo —se quejó la otra, poniéndose de pie rápidamente.
La puerta de entrada se abrió. Un hombre alto y delgado, con el pelo rubio enmarañado, se acercó a paso ágil.
—Al fin —comentó Natalia—. Vamos al grano, estoy impaciente —agregó, buscando el archivo en la pantalla.
—No sos la única —se burló Pablo, y luego nadie dijo nada más, porque de los parlantes emergió la voz de Espinoza, casi como un fantasma.
—Acaba de nacer. Todos los análisis salieron perfectamente.
—Bien —respondió una voz suave y dulce; la voz de una mujer—. Preparen todo para esta noche, entonces. A las diez Alberto va a estar esperando en la puerta.
—Mónica ya tiene todo listo, solamente falta declarar su muerte.
—Muy bien. Procedan cuanto antes.
—Perfecto.
—Llamame ante cualquier circunstancia.
—Por supuesto —fue lo último que se oyó de Espinoza. Luego, vacío.
Nadie dijo nada. Nos quedamos en silencio, mirándonos. Nos mirábamos fijamente, como intentando descifrar en los ojos del otro las palabras exactas para decir en ese momento.
Mariano tenía los ojos bañados en lágrimas. Era la primera vez que oía la voz de una de las personas a las que había buscado durante casi tres décadas.
Pablo y Emanuel estaban serios, como siempre los había visto, pero en sus rostros podía distinguirse un dejo de angustia fuera de lo común.
Natalia se había quedado mirando la pantalla de la computadora, y su mano descansaba sobre el mouse.
Ramona fue la primera en hablar, tras lanzar un profundo suspiro.
—Bueno, conocemos una nueva voz —susurró, e hizo una pausa—. ¿Y ahora?

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