Mariano
tamborileaba con sus dedos sobre una botella vacía de agua mineral, esperando a
que llegara Emanuel. Todavía no lo conocía, pero sabía que trabajaba con
nosotros y que había ayudado en la investigación de Espinoza. Ramona, Pablo y
yo estábamos sentados en el sillón; y junto a la computadora de Mariano había
una mujer de unos treinta años, Natalia. Tenía el pelo lacio y brillante, de
color caoba, largo hasta la cintura.
—¿Podés
pararla con la botellita? —se alteró Ramona.
Mariano
la miró con un gesto de desconcierto. Le dedicó una sonrisa y apoyó la botella
sobre la mesa de madera, alejándola de sus manos. El silencio no duró más de un
minuto, porque enseguida comenzó a golpear uno a uno sus dedos sobre el roble
perfectamente barnizado.
—No
puedo creerlo —se quejó la otra, poniéndose de pie rápidamente.
La
puerta de entrada se abrió. Un hombre alto y delgado, con el pelo rubio enmarañado,
se acercó a paso ágil.
—Al
fin —comentó Natalia—. Vamos al grano, estoy impaciente —agregó, buscando el
archivo en la pantalla.
—No
sos la única —se burló Pablo, y luego nadie dijo nada más, porque de los
parlantes emergió la voz de Espinoza, casi como un fantasma.
—Acaba de nacer. Todos los análisis
salieron perfectamente.
—Bien —respondió una voz suave y dulce; la voz de una mujer—. Preparen todo para esta noche, entonces. A
las diez Alberto va a estar esperando en la puerta.
—Mónica ya tiene todo listo, solamente
falta declarar su muerte.
—Muy bien. Procedan cuanto antes.
—Perfecto.
—Llamame ante cualquier circunstancia.
—Por supuesto —fue lo último que se oyó de Espinoza. Luego, vacío.
Nadie
dijo nada. Nos quedamos en silencio, mirándonos. Nos mirábamos fijamente, como
intentando descifrar en los ojos del otro las palabras exactas para decir en
ese momento.
Mariano
tenía los ojos bañados en lágrimas. Era la primera vez que oía la voz de una de
las personas a las que había buscado durante casi tres décadas.
Pablo
y Emanuel estaban serios, como siempre los había visto, pero en sus rostros
podía distinguirse un dejo de angustia fuera de lo común.
Natalia
se había quedado mirando la pantalla de la computadora, y su mano descansaba
sobre el mouse.
Ramona
fue la primera en hablar, tras lanzar un profundo suspiro.
—Bueno,
conocemos una nueva voz —susurró, e hizo una pausa—. ¿Y ahora?
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