11.5.10






La luz del sol se dejaba entrar por las enormes ventanas del bar. Era una luz tan intensa, tan cálida, tan brillante, que no parecía otoñal. Margarita suspiró, al lado mío. Casi todas las mesas estaban ocupadas y parecía que el día iba a ser complicado.
—Si no se nubla, te juro que me voy a largar a llorar —murmuró.
La miré y lancé una carcajada suave. Era cierto; el hecho de tener que estar todo el día en el bar cuando el clima invitaba a ir a la plaza a tomar mate, parecía una pesadilla.
—Al menos no hay ningún traficante almorzando —comentó en tono burlón, y se alejó a paso rápido, entrando a la cocina.
Me quedé de pie, con la vista fija en la calle. Apenas había dormido, porque me había quedado hasta tarde hablado con Margarita y con Federico. No solamente de Alan, de mi hermano y de Mariano. Habíamos tocado diversos temas. Había sido una de nuestras conversaciones más largas e interesantes.
La puerta del bar se abrió. Julia y su amiga entraron; yo avancé hacia ellas mientras elegían una mesa.
—¿Cómo estás? —me sonrió Julia al tiempo que se sentaba.
—Muy bien —contesté—. ¿Qué quieren comer?
—Una ensalada para dos. Decile a Federico que elija los ingredientes él. Pero que, por favor, no mezcle tomate y berenjenas como la otra vez.
Le dirigí una sonrisa tímida y fui directo a la cocina.
—Una ensalada para dos —repetí, hablándole al cocinero—. Elegí los ingredientes, pero no mezcles tomate y berenjenas.
—Está hermosa hoy —murmuró Margarita espiando por la puerta—. Creo que es el día perfecto para que la invites a salir.
La miré con un gesto desaprobador.
—Claro, voy y la invito mientras come su riquísima ensalada. Hermoso.
Federico se rió. Se puso de pie y sacó dos bocaditos de nuez de la heladera.
—Tengo una idea —acotó, ignorando el suspiro quejoso de Helena—. Tenés que dejarle un mensaje adentro del bocadito. Y, por supuesto, no confundirte de bocadito cuando se lo des.
Margarita dejó el plato que estaba a punto de llevar hacia la sala principal y sacó de su bolsillo una lapicera y un anotador.
—Muy bien, manos a la obra —dijo, decidida.
Y dos horas más tarde, cuando terminó el turno día, yo llevaba en mi bolsillo un pequeño papel que decía de un lado: Mañana, a las 21:00, en Jaya. Lisandro.
Y del otro, con letra redondeada y prolija:
Nos vemos.

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