—Creo
que serías una mamushka —bromeó
Federico, mirándome atentamente—. No, no. A ver… uno de esos patos que tiene la
cabeza colgando.
Me
reí.
—Yo
podría ser una lechuza de cerámica, supongo —continuó—. O esos ratoncitos
hechos con caracoles. ¡Por favor, son tan feos!
Estábamos
caminando bajo el sol otoñal. Eran alrededor de las cuatro de la tarde; hacía
unas horas habíamos terminado el turno en Juno. Seguíamos a Lisandro
atentamente, a media cuadra de distancia, cuidándonos de no perderlo de vista.
—¿Por
qué un ratoncito? —quise saber.
—Ni
idea. ¿Realmente pensás que lo que estoy diciendo tiene algún sentido lógico, o
algo así? —lanzó una carcajada.
—Tenés
cara de ratón —me burlé.
Me
empujó suavemente con su hombro, sonriendo. Yo me concentré en Lisandro, que se
había detenido. Me deslicé hacia la entrada de un edificio, escondiéndome detrás
de la pared. Federico hizo lo mismo.
—¿Es
ahí? —preguntó, susurrando.
Me
fruncí de hombros y asomé la cabeza, espiando. Habían abierto la puerta.
Un
escalofrío me recorrió la espalda.
Federico
sacó un anotador y copió la dirección en la que nos encontrábamos.
—Vamos
—me dijo, caminando a paso firme.
Nos
paramos frente a esa puerta que pronto nos sería más que familiar. Una puerta
de madera, pintada de color marrón oscuro. Tenía una pequeña ventana de vidrio
opaco, de color grisáceo. Fácilmente reconocible.
La
miramos en silencio durante largos segundos. Larguísimos segundos en los que mi
cerebro no hizo más que repetir una y otra vez, como un eco imparable, las
palabras que Lisandro había pronunciado dos noches atrás.
Noté
cómo mis ojos se llenaban de lágrimas. Lágrimas de euforia, de ansiedad, de
miedo, de emoción, de alegría, de tristeza. Lágrimas completamente híbridas.
—Bueno,
ahora solamente tenemos que encontrar el momento adecuado para venir,
presentarnos y esperar un buen recibimiento —murmuró Federico, casi en susurro,
e inhaló profundamente.
Yo
no dije nada. Di media vuelta y comencé a caminar, volviendo sobre mis pasos.
Teníamos la dirección. Teníamos el lugar exacto en donde trabajaba Mariano, en
donde Lisandro había conocido su verdadera vida. Y en donde había comenzado su
nueva vida. Sabíamos qué puerta golpear.
Sólo
teníamos que golpearla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario