20.5.10







Federico estacionó el auto justo frente a la puerta de la casa de Mariano. Eran pasadas las doce de la noche. Nos habíamos ido temprano de Juno, aprovechando que no había sido una noche con mucho movimiento.
Bajamos y avanzamos con paso decidido. Pero nos detuvimos justo antes de tocar el timbre. Habíamos ido allí sólo para eso, y sin embargo era algo tan difícil de decidir. Una simple acción que podía cambiar absolutamente nuestra forma de pensar, de vivir, de entender la realidad.
—No puedo —murmuré.
Él me dirigió una sonrisa y apretó el timbre.
—Espero que no esté durmiendo —bromeó.
Alguien abrió la puerta unos segundos más tarde. Era un hombre alto, de pelo corto y ondulado. Tenía una leve rasgadura en sus ojos almendra brillantes. Tendría unos cincuenta años.
—¿Sí?
—¿Mariano? —preguntó Federico.
—Soy Margarita Garelli. Él es Federico Álvarez —hice una pausa—. Somos amigos de Lisandro. De Alan.
Nos miró con desconfianza. Alguien se acercó a él, una mujer de pelo corto, castaño oscuro. Había algo en su rostro que llamó mi atención: reflejaba frescura, alegría. Parecía nunca poder deprimirse.
Nos sonrió.
—Lisandro nos contó todo… esto —explicó Federico, nervioso—. Vinimos a esta hora porque sabemos que él no está. No queremos que sepa…
—¿Y por qué les contaría un secreto como este? —quiso saber Mariano.
—Un auto nos persiguió cuando lo llevaba a su casa —siguió mi amigo—. Y al día siguiente un hombre fue a comer al bar y preguntó por Alan Ferrari.
—Yo lo atendí —me sumé.
La mujer respiró profundamente y puso su mano sobre el hombro del otro.
—Creo que vamos a tener que explicarte varias cosas —le dijo, resignada—. Creímos que era mejor ocultártelo por unos días, pero parece que no salió como esperábamos —hizo un ademán con la cabeza—. Vamos, entren.
Caminamos por un pasillo hasta llegar a la sala principal. Era una habitación grande, con dos sillones, una mesa pequeña con cuatro sillas y varios escritorios con computadoras. Había un hombre sentado en uno de los sillones, tomando café.
—Siéntense —sonrió la mujer—. Por cierto, soy Ramona.
Asentí con la cabeza.
—Mucho gusto —respondí.

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