1.6.10






Saludé a Margarita y a Federico en la puerta de Juno, y desde el interior Patricio me dedicó una sonrisa. Eran las dos y diez y, a pesar de que el sol nos daba de lleno, hacía un frío entumecedor.
—Les contamos que ayer anduviste de parranda —rió Federico—. Y también les comentamos que venís a la noche, no te preocupes.
—¿No les dijeron nada a ustedes? —quise saber: se habían ausentado casi una hora para ir a lo de Mariano esa mañana.
—No, avisamos cuando llegamos que íbamos a irnos y adelantemos un poco del trabajo —explicó Margarita, ajustándose la bufanda violeta— ¿Vamos?
Nos despedimos de Federico, que se subió a su auto, y caminamos hasta la parada de colectivo. Iríamos al barrio Belgrano, calle La Paz, entre Echeverría y Sucre. Sin saber con qué nos íbamos a encontrar.
—Julia preguntó por vos —me dijo, mientras esperábamos—. Le dije que tenías que hacer trámites, así que no metas la pata. ¿Son algo?
Dudé. ¿Éramos algo?
—Creo que no —reí—. O al menos no oficialmente.
Puso los ojos en blanco, resignada, y hurgó en su billetera buscando monedas. El colectivo estaba llegando, así que nos pusimos de pie.
—Mejor le pregunto a ella —murmuró, desafiante.
Le di un golpe suave en el hombro y subimos al colectivo. Estaba lleno de gente, pero ya me había acostumbrado al apretujamiento, así que me deslicé entre los cuerpos hasta llegar al fondo.
—Se dieron unos besos, ¿y nada más? —siguió profundizado Margarita.
—Nada más. Hoy voy a la librería antes de entrar a Juno.
—Algo más —me contradijo—, perfecto.
—Creí que te referías a otra cosa.
Me miró con un gesto soberbio.
—Siempre tan mal pensado.
Llegamos luego de unos quince minutos. Bajamos, caminamos dos cuadras y nos detuvimos frente a la dirección que habíamos memorizado: La Paz 1951. Un edificio de unos 20 pisos, completamente vidriado. El hall central, que podía verse desde el exterior, era muy lujoso: una habitación grande, con paredes y piso blancos, amoblado con sillones, mesas y sillas de diseños simples y modernos. Grandes espejos, luces en techo y suelo, y paredes delgadas decoradas con bellísimos cuadros originales.
Margarita carraspeó y me señaló un mostrador de la sala con un movimiento de su cabeza. Había dos hombres de seguridad: todo aquel que entrara debía registrarse y al salir, parecía que debía firmar algo.
—Va a ser bastante difícil —murmuró, aflojándose la bufanda.

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