Por
el hall de entrada del edificio iban y venían hombres con traje y mujeres
elegantes. Las puertas de los ascensores se abrían y cerraban constantemente,
dejando a la vista una cabina espejada y luminosa, custodiada por un guardia.
Era imposible que toda esa gente se dedicara al tráfico de bebés. Era imposible
que en todo aquel edificio funcionara, a escondidas, un negocio tan macabro.
—Vamos,
ya pensaremos algo —dijo Lisandro.
Lo
agarré del brazo, deteniéndolo.
—Esperá.
Tiene que haber una forma de entrar y averiguar algo más. No sabemos nada,
absolutamente nada.
—Sabemos
que es grande, lujoso y extremadamente seguro —continuó—. Pero lamentablemente
no creo que podamos… —se detuvo, fijando su mirada en el edificio contiguo.
—¿Qué
pasa? —quise saber.
Sonrió.
—Vení
conmigo.
Entramos
rápidamente y nos dirigimos al mostrador en donde los guardias registraban a
los ingresantes. Nos miraron, en silencio, con dos caras completamente
inexpresivas. Contuve una sonrisa socarrona.
—¿Qué
tal? —saludó Lisandro—. Venimos a ver al señor Ángel Demichel.
—¿Piso?
—preguntó uno de ellos.
—No
sé, es la primera vez que vengo.
El
hombre suspiró profundamente, negando suavemente con la cabeza. Sacó una
carpeta, que contenía cientos y cientos de nombres ordenados alfabéticamente.
Buscó la letra “D”.
Derregueira,
Liliana. De Giusto, Carlos. Del Compare, Guillermo.
Grabé
esos nombres en mi mente. Sería suficiente.
—No
encuentro ningún Demichel, señor.
Lisandro
golpeó el mostrador suavemente. Hasta yo me lo creí.
—¿Cómo
que no? —preguntó con indignación—. Me dijo que trabaja en el Ciudad de la Paz
Office Center.
Sonreí
por dentro, haciendo un increíble esfuerzo por mantenerme seria. Era,
sencillamente, un genio. Jamás se me hubiese ocurrido algo así.
—Este
es el Congardi V, señor. El Office
Center es el de al lado —explicó el guardia, cordialmente.
—Disculpe
—se lamentó Lisandro—. Es que tanto edificio me marea. Muchas gracias —se
despidió y comenzó a caminar hacia la salida.
Lo
seguí.
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