24.6.10





Me tiré en la cama boca arriba. Los rayos del sol otoñal, que daban de lleno en mi rostro, ya no calentaban tanto, pero de todas formas la sensación era igual de placentera. No dejaba espacio a otras emociones. Era completamente relajante, incluso en la situación que estaba viviendo.
Hacía más de dos meses que no hablaba sobre mis padres. Que no recordaba tan profundamente a mis padres. Les había contado a Margarita y a Federico, sí, pero había sido una narración superficial. Una simple mención.
Con Julia, sin embargo, no lo había logrado. Me sostuve en mi mentira, un accidente de tránsito, y dejé salir a toda mi tristeza. Dejé salir a Alan por completo hacia el exterior. Un Alan que extrañaba, que sufría, que cargaba con todo lo que Lisandro se había desprendido. Un Alan que sabía la verdad y no parecía capaz de enfrentarla. ¿Cómo enfrentar la desaparición de dos padres que buscaban un hijo robado? ¿Cómo enfrentar el peligro constante? ¿Cómo enfrentar la existencia de un hermano del que no había pistas?
Había una forma de lograrlo: Lisandro. Lisandro era la fortaleza de Alan. Mi fortaleza. Pero ya no quería ser solamente Lisandro. Necesitaba unirlos, fusionarlos, vincularlos de alguna manera. Ni A, ni L. Ambas a la vez.
Cerré los ojos e invoqué a mis recuerdos. Las calles de General Roca, la fachada de mi casa, justo en frente de la plaza. El olor a jazmín del comedor, los ventanales de la cocina. El suave canto de mamá, tarareando músicas inventadas. La voz grave de papá, hablando por teléfono en su oficina, quizá con Mariano, en alguna de sus largas conversaciones de las que nunca había sabido hasta hacía tan poco tiempo.
Me voy a Madrid.
El llanto de Lara. El abrazo de Verónica. El de Fabricio. La mirada triste de Alejandro mientras asentía suavemente con la cabeza.
Llamame.
Sonreí, dejando escapar una lágrima. Había evitado a Alan durante más de dos meses. Era consciente de él, pero no lo sentía. No formaba parte de mí. Sin embargo, sabía que estaba ahí. Sabía que, después de todo, Lisandro era un simple invento. Sabía que yo era Alan. Siempre sería Alan.
Ya no era suficiente. No me consolaba. Necesitaba identificarme, dejar de sentirme uno dividido en dos. Necesitaba unirlos.
Entonces comprendí a Ramona. Comprendí su duelo. Y mis recuerdos fueron como una avalancha que avanzaba desde mi cabeza hacia mi garganta. Y los ojos me ardieron. Y las manos se tensaron. Y lloré. Lloré por todo lo que había perdido. Por todo lo que había ganado. Lloré por todo lo que era y había sido.
Lloré por Alan. Y lloré por Lisandro.
Era mi duelo.

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