Me
tiré en la cama boca arriba. Los rayos del sol otoñal, que daban de lleno en mi
rostro, ya no calentaban tanto, pero de todas formas la sensación era igual de
placentera. No dejaba espacio a otras emociones. Era completamente relajante,
incluso en la situación que estaba viviendo.
Hacía
más de dos meses que no hablaba sobre mis padres. Que no recordaba tan
profundamente a mis padres. Les había contado a Margarita y a Federico, sí,
pero había sido una narración superficial. Una simple mención.
Con
Julia, sin embargo, no lo había logrado. Me sostuve en mi mentira, un accidente
de tránsito, y dejé salir a toda mi tristeza. Dejé salir a Alan por completo
hacia el exterior. Un Alan que extrañaba, que sufría, que cargaba con todo lo
que Lisandro se había desprendido. Un Alan que sabía la verdad y no parecía
capaz de enfrentarla. ¿Cómo enfrentar la desaparición de dos padres que
buscaban un hijo robado? ¿Cómo enfrentar el peligro constante? ¿Cómo enfrentar
la existencia de un hermano del que no había pistas?
Había
una forma de lograrlo: Lisandro. Lisandro era la fortaleza de Alan. Mi
fortaleza. Pero ya no quería ser solamente Lisandro. Necesitaba unirlos,
fusionarlos, vincularlos de alguna manera. Ni A, ni L. Ambas a la vez.
Cerré
los ojos e invoqué a mis recuerdos. Las calles de General Roca, la fachada de
mi casa, justo en frente de la plaza. El olor a jazmín del comedor, los
ventanales de la cocina. El suave canto de mamá, tarareando músicas inventadas.
La voz grave de papá, hablando por teléfono en su oficina, quizá con Mariano,
en alguna de sus largas conversaciones de las que nunca había sabido hasta hacía
tan poco tiempo.
Me voy a Madrid.
El
llanto de Lara. El abrazo de Verónica. El de Fabricio. La mirada triste de
Alejandro mientras asentía suavemente con la cabeza.
Llamame.
Sonreí,
dejando escapar una lágrima. Había evitado a Alan durante más de dos meses. Era
consciente de él, pero no lo sentía. No formaba parte de mí. Sin embargo, sabía
que estaba ahí. Sabía que, después de todo, Lisandro era un simple invento. Sabía
que yo era Alan. Siempre sería Alan.
Ya
no era suficiente. No me consolaba. Necesitaba identificarme, dejar de sentirme
uno dividido en dos. Necesitaba unirlos.
Entonces
comprendí a Ramona. Comprendí su duelo. Y mis recuerdos fueron como una
avalancha que avanzaba desde mi cabeza hacia mi garganta. Y los ojos me
ardieron. Y las manos se tensaron. Y lloré. Lloré por todo lo que había
perdido. Por todo lo que había ganado. Lloré por todo lo que era y había sido.
Lloré
por Alan. Y lloré por Lisandro.
Era
mi duelo.
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