Mi
celular sonó.
Abrí
los ojos y lo busqué con el brazo, desganado, sin levantarme. Era Julia.
—Hola
—atendí, disimulando mi voz dormida.
—Hola,
Li —dijo—. ¿Cómo estás?
—Bien.
—Disculpame
por lo de ayer. No sabía nada del accidente… si me hubieses dicho algo… no sé.
—Está
bien —murmuré—. No es nada. Me hizo bien hablar con vos. Me hizo darme cuenta
de algunas cosas —dudé—. Estoy bien, en serio.
—A
la noche voy, ¿querés?
—Dale
—asentí.
—Nos
vemos después. Un beso —finalizó.
Dejé
el teléfono sobre la cama, a mi lado, y me quedé acostado. Quería descansar: me
ardían los ojos y me dolía la cabeza. Todavía faltaban unas horas para volver a
Juno, así que tenía tiempo.
Llamame.
Hacía
casi tres meses que debería haber llegado a España. Hacía casi tres meses que
tendría que haber llamado a Alejandro. Pero no lo había hecho. No había podido
hacerlo, porque Alan se había ocultado. Había dejado de existir completamente.
Ahora,
sin embargo, las cosas habían cambiado. Yo había cambiado. ¿Cómo podía
definirme? ¿Quién era?
¿Quién
era ese nuevo yo?
Me
incorporé y busqué en el cajón de la mesa de luz mi viejo celular. No podía
utilizarlo. Era muy probable que pudiesen descubrir mi ubicación si lo hacía.
Era demasiado peligroso. Lo encendí.
Copié
los números de mis viejos amigos al nuevo teléfono, el que Mariano me había
dado: estaba protegido, no podía ser espiado.
Un
escalofrío me recorrió la espalda cuando comencé a escribir el mensaje de
texto. Un escalofrío cargado de energía positiva. Sonreí. No llegué a enviarlo;
recibí una llamada antes de poder hacerlo. Era de Margarita.
—Ele
—dijo, sin saludar—. Andá a lo de Mariano. Hay noticias.
—¿Noticias?
—me sorprendí.
—Sí
—respondió, cortante—. Muchas.
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