26.6.10





Mi celular sonó.
Abrí los ojos y lo busqué con el brazo, desganado, sin levantarme. Era Julia.
—Hola —atendí, disimulando mi voz dormida.
—Hola, Li —dijo—. ¿Cómo estás?
—Bien.
—Disculpame por lo de ayer. No sabía nada del accidente… si me hubieses dicho algo… no sé.
—Está bien —murmuré—. No es nada. Me hizo bien hablar con vos. Me hizo darme cuenta de algunas cosas —dudé—. Estoy bien, en serio.
—A la noche voy, ¿querés?
—Dale —asentí.
—Nos vemos después. Un beso —finalizó.
Dejé el teléfono sobre la cama, a mi lado, y me quedé acostado. Quería descansar: me ardían los ojos y me dolía la cabeza. Todavía faltaban unas horas para volver a Juno, así que tenía tiempo.
Llamame.
Hacía casi tres meses que debería haber llegado a España. Hacía casi tres meses que tendría que haber llamado a Alejandro. Pero no lo había hecho. No había podido hacerlo, porque Alan se había ocultado. Había dejado de existir completamente.
Ahora, sin embargo, las cosas habían cambiado. Yo había cambiado. ¿Cómo podía definirme? ¿Quién era?
¿Quién era ese nuevo yo?
Me incorporé y busqué en el cajón de la mesa de luz mi viejo celular. No podía utilizarlo. Era muy probable que pudiesen descubrir mi ubicación si lo hacía. Era demasiado peligroso. Lo encendí.
Copié los números de mis viejos amigos al nuevo teléfono, el que Mariano me había dado: estaba protegido, no podía ser espiado.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando comencé a escribir el mensaje de texto. Un escalofrío cargado de energía positiva. Sonreí. No llegué a enviarlo; recibí una llamada antes de poder hacerlo. Era de Margarita.
—Ele —dijo, sin saludar—. Andá a lo de Mariano. Hay noticias.
—¿Noticias? —me sorprendí.
—Sí —respondió, cortante—. Muchas.

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