29.6.10





Ocho, siete, seis, cinco.
Estábamos por llegar al primer piso. A sólo unos cuantos escalones de la planta baja. Y, si nuestros cálculos habían sido correctos, muy cerca del entrepiso oculto.
Cuatro, tres, dos, uno.
Las escaleras funcionaban como una habitación aislada del resto del edificio. Cada piso tenía una enorme puerta que se mantenía cerrada, por lo que no había visibilidad directa. Es decir, nadie podía vernos desde los pasillos.
—Este es el primer piso, por lo que la próxima puerta tendría que llevarnos al entrepiso —murmuré, agitada.
Estaba realmente cansada, y parecía que Federico también. Habíamos bajado muchos escalones. Demasiados. Y sólo nos habíamos tomado un respiro, a mitad de camino.
—O a la planta baja —objetó—. No creo que el acceso sea tan sencillo.
Suspiré.
—Ya sé.
Bajé rápidamente la escalera que me separaba de la sala principal del Congardi V. Llegué hasta el final y los ruidos provenientes del otro lado de la puerta me revelaron que estaba en el piso más bajo.
El acceso no iba a ser tan sencillo.
Volví a subir, pero esta vez no se me pasó un detalle importante: había un armario en la columna central de esas escaleras. Un armario que habíamos visto ya más de diez veces, entre cada piso. Pero que habíamos abierto sólo en una ocasión.
—Fede —dije, con voz esperanzada. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Abrí la puerta de madera con cuidado. Y no me encontré con una pequeña cámara llena de ficheros y papeles desordenados, como me había pasado decenas de escalones arriba. En su lugar había un largo y oscuro pasillo. Y, como siempre, el brillante interruptor.
Lo presioné.
—No hay nadie —se sorprendió mi amigo cuando me alcanzó—. ¿Cómo puede ser que no haya nadie cuidando este lugar? ¿Y cómo puede ser que el armario no esté cerrado con llave?
No le contesté: no tenía respuestas. No había respuestas posibles.
Atravesé el pasillo a paso rápido. Y cuando llegué al final y miré a mi izquierda, mis ojos no pudieron entender lo que estaban percibiendo.
Una gran habitación. Una mesa de vidrio, con cuatro sillas. Un suelo brillante. Luces blancas, intensas. Un gran sillón azul. Una computadora. Y las paredes, repletas de estantes. Estantes llenos de ficheros. Llenos de papeles. Llenos de información.
Sonreí.

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