—No
puedo creerlo —repitió Federico por enésima vez, mientras revisaba una de las
tantas carpetas, sacándole fotos a todas las páginas—. No puedo creerlo.
Allí
estaba todo. Todo lo que hubiésemos podido imaginar. Y todo lo que jamás
hubiésemos imaginado. Nombres, direcciones, fotografías, teléfonos,
identificaciones. De médicos, de psicólogos, de abogados, de ginecólogos, de
enfermeros, de diputados, de ministros. De padres engañados. De bebés robados.
Era
demasiada información. No podía recopilarse en unas horas de trabajo. Se
necesitaban días enteros. Allí estaba todo. Todos los días, todos los meses,
todos los años. Absolutamente toda la información.
La
computadora tenía una clave y, a pesar de que lo habíamos intentado durante
varios minutos, no habíamos dado con la correcta.
—Es
trabajo para Natalia —había dicho mi amigo. Y desde entonces nos habíamos
dedicado a revisar distintos ficheros, distintas carpetas.
—No
puedo creerlo —volvió a decir—. No puedo creer que todo esto esté acá, sin
ningún tipo de custodia. ¡Con la puerta abierta! ¡Sin cámaras! —hizo una
pausa—. ¿Te das cuenta, Marga?
Me
daba cuenta, sí. Y tampoco lograba encajar en mi cabeza. Solamente había una
razón por la que todo aquello podía estar tan descuidado: que nadie tuviera en
cuenta la posibilidad de que un extraño descubriera esa habitación.
Sin
embargo, con puertas abiertas y pasillos mal escondidos, me resultaba
completamente ilógico que allí descansara la información más importante. La
información clave.
Seguí
pasando las páginas en silencio, fotografiándolas una por una. El tiempo pasó
rápido: cuando miré la hora, había pasado más de media hora. Guardé la cámara y
me volví hacia Federico.
—¿Vamos?
—pregunté—. Estoy segura de que va a venir alguien.
—Esperá
—dijo él, concentrado en una carpeta—. No vas a poder creer lo que acabo de
encontrar —murmuró por lo bajo.
Me
acerqué, curiosa, y leí el título de la página:
Joaquín Dubois. 15-09-83.
—¿Qué
tiene?
Federico
me miró atónito. Sentí que sus ojos me acusaban por no entender.
—Leé
bien.
Lo
miré, extrañada, y comencé a leer. Y entonces supe a qué se refería. Y mi
garganta se estrujó, se enroscó y los ojos se me empaparon de alegría. Y de
odio, y de impotencia, y de una increíble energía.
Hijo de Ana Pascual y
Guillermo Ferrari.
Marco.
"Seguí pasando las páginas en silencio, fotografiándolas una por una. El tiempo pasó rápido: cuando miré la hora, había pasado más de media hora. Guardé la cámara y me volví hacia Federico."
ResponderEliminarEstuve reiterativa hoy.
Disculpen la falta de cohesión.
esto cada vez se pone mejor
ResponderEliminar