29.7.10







—Yo me encargo —dije con seriedad, agarrándome la cabeza, que presionaba hacia el interior del cerebro. Dolía; dolía mucho. Sentía cómo el aire empujaba, buscando algún poro para filtrarse y enfriarlo todo.
Estábamos afuera de Juno. Los demás se habían ido después de hacer una limpieza rápida, como todas las tardes. Lloviznaba, y las oscuras nubes anunciaban una tormenta peligrosa.
—¿Vos qué pensás? —preguntó, pensativo—. ¿Podremos contarle?
—No —sentencié rápidamente—. Siento que no está preparada para saber. Me da la sensación de que la destrozaría por dentro… la veo tan frágil, tan ingenua…
Suspiró.
—¿Y entonces?
—No sé —murmuré—. Sinceramente, Lisandro, no tengo idea. Lo único que se me ocurre es pedirle que deje de trabajar con nosotros. Que se vaya de Juno…
—¿Y si eso la hace investigar más?
Lancé una risita.
—No. Clara nunca se involucraría por su cuenta.
Frunció el ceño y se rascó la nunca. Hizo silencio durante unos segundos, observando a los autos que avanzaban por la calle. Respiró profundamente y se volvió hacia mí.
—¿Y cómo le pensás pedir que renuncie? —se interesó, preocupado.
Lo miré, negando con la cabeza: no tenía la menor idea. Sabía que no iba a servir de nada pedírselo como amiga; ni siquiera éramos amigas. No. Tenía que ir allí con alguna razón. Y después de lo sucedido con Silvia Méndez, era obvio que iba a necesitar un argumento contundente. Muy contundente.
—Porque a mí se me ocurrió una cosa, pero creo que no te va a gustar.
Me quedé callada, esperando a que me contara. Dudó, como si tuviese miedo de continuar, como si temiera a las palabras.
—¿Mariano te dio una pistola? —preguntó.
La presión en mi cabeza se propagó por todo el cuerpo. ¿Qué estaba insinuando? No podía pedirme que disparara a Clara. No podía ser posible.
Tardé en responder.
—Sí —susurré, finalmente.
Y, por alguna extraña razón, la sensación de asfixia desapareció por completo.

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