—Yo me encargo —dije con seriedad, agarrándome la
cabeza, que presionaba hacia el interior del cerebro. Dolía; dolía mucho.
Sentía cómo el aire empujaba, buscando algún poro para filtrarse y enfriarlo
todo.
Estábamos afuera de Juno. Los demás se habían ido
después de hacer una limpieza rápida, como todas las tardes. Lloviznaba, y las
oscuras nubes anunciaban una tormenta peligrosa.
—¿Vos qué pensás? —preguntó, pensativo—. ¿Podremos
contarle?
—No —sentencié rápidamente—. Siento que no está
preparada para saber. Me da la sensación de que la destrozaría por dentro… la
veo tan frágil, tan ingenua…
Suspiró.
—¿Y entonces?
—No sé —murmuré—. Sinceramente, Lisandro, no tengo idea.
Lo único que se me ocurre es pedirle que deje de trabajar con nosotros. Que se
vaya de Juno…
—¿Y si eso la hace investigar más?
Lancé una risita.
—No. Clara nunca se involucraría por su cuenta.
Frunció el ceño y se rascó la nunca. Hizo silencio
durante unos segundos, observando a los autos que avanzaban por la calle.
Respiró profundamente y se volvió hacia mí.
—¿Y cómo le pensás pedir que renuncie? —se interesó,
preocupado.
Lo miré, negando con la cabeza: no tenía la menor idea.
Sabía que no iba a servir de nada pedírselo como amiga; ni siquiera éramos
amigas. No. Tenía que ir allí con alguna razón. Y después de lo sucedido con
Silvia Méndez, era obvio que iba a necesitar un argumento contundente. Muy
contundente.
—Porque a mí se me ocurrió una cosa, pero creo que no te
va a gustar.
Me quedé callada, esperando a que me contara. Dudó, como
si tuviese miedo de continuar, como si temiera a las palabras.
—¿Mariano te dio una pistola? —preguntó.
La presión en mi cabeza se propagó por todo el cuerpo.
¿Qué estaba insinuando? No podía pedirme que disparara a Clara. No podía ser
posible.
Tardé en responder.
—Sí —susurré, finalmente.
Y, por alguna extraña razón, la sensación de asfixia
desapareció por completo.
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