Alzó su brazo, extendiéndolo
hacia adelante. La pistola se dejó ver, imponente y amenazante. Sonrió con
dulzura, pero cargada de odio.
—¡Ramona! —grité, dando un
portazo.
Corrí. Mi cuerpo se concentró
sólo en correr.
El sonido de un disparo abrumó
mis oídos y retumbó en cada uno de mis huesos, expandiéndose por mis células.
Pablo me seguía, intentando
tomarme por la muñeca. Corrí.
Las rodillas de Ramona
golpearon el suelo fuertemente, dañándome los ojos, que se encendieron,
ardieron como nunca antes habían ardido. Me quemaban por dentro y el agua que
se acumulaba en ellos no era suficiente.
Me aferraron por la espalda,
impidiéndome continuar. Era Pablo. Me había detenido. Forcejeé, pero no pude
soltarme. No podía quedarme allí, observándolo todo como un simple espectador.
Y sin embargo, Pablo no dejaba que me acercara a mi amiga. No me dejaba.
Otro disparo, que sonó como un
trueno en el centro de mi cerebro.
Cerré los ojos y presioné la
mandíbula, sin dejar de hacer fuerza para desprenderme del abrazo que me
retenía. Me solté, pero sus brazos engancharon los míos justo a tiempo.
—¡Ramona! —volví a gritar,
abriendo los ojos.
Su cuerpo se estremeció y
cayó, con la delicadeza de siempre. Cayó suavemente, lentamente, como si cayera
sobre un colchón. Ramona dormía. Dormía sobre el pasto, empapándolo de rojo.
Le di un codazo a Pablo y
volví a correr, sólo unos metros. Me tiré al suelo, junto a mi amiga. No había
nada más, en ese lugar, en ese momento. Sólo Ramona. Sangrante, inerte,
silenciada, con el rostro todavía oscurecido por la muerte de Federico. Y yo,
Lisandro. Mudo, sordo, ciego, inmóvil.
Intentaba gritar. Quería
gritar. Pero el sonido no se atrevía a salir.
Alguien corría en el jardín.
Oía los pasos, veía las piernas de reojo. Iban y venían. Pero no me importaba.
Nada importaba.
Excepto Ramona.
En mi mente, continuaba
cayendo. Una y otra vez, sus rodillas golpeaban el suelo. Y luego su cuerpo,
suavemente, como siempre.
La rodeé con mis brazos,
dándole el abrazo que siempre había querido devolverle: cargado de energía, de
aprecio, de confianza. Lleno de amistad, de amistad profunda.
Y apoyé mi frente sobre su
pecho, aferrándola fuertemente. No quería soltarla. No quería dejarla caer otra
vez. No quería dejar que su cuerpo se fuese de mis manos.
No quería despedirla.
Mariano caminaba de un lado a
otro con nerviosismo, suspirando una y otra vez, con el rostro cargado de
preocupación; se notaba en cada una de sus arrugas. Tenía una bombilla de mate
en la mano y no dejaba de percutir sobre su brazo, tan rápido que los golpes
parecían superponerse.
Emanuel seguía en la
habitación, junto a Federico. Se había sentado a los pies de la cama y no se
había movido de allí. Yo había preferido marcharme, pero no dejaba de llorar.
Estaba recostada en el sillón, boca arriba, con la vista fija en alguna zona
del cielorraso. De reojo, percibía la desesperada caminata de Mariano.
Sentía cómo las lágrimas se
deslizaban lentamente a través de mis mejillas. Sentía la humedad constante. Me
ardía la garganta y la nariz, y los ojos presionaban hacia dentro, intentando
hundirse en mi cerebro.
—¿Cómo se lo digo a sus
padres? —largó Mariano, casi en susurro, utilizando un excesivo aire para
hablar.
Me volví hacia él, en
silencio. No había pronunciado palabra desde que me había despertado, con la
llamada de Ramona. Y no me creía capaz de hacerlo. No me creía capaz de hablar.
Temía que mi voz fuese demasiado alta, o baja, o aguda o grave. Demasiado fuerte.
Demasiado débil. Tenía miedo de mi propia voz. Miedo de escucharme y no
reconocerme. De escucharme quebrada, hundida, completamente vacía. O peor:
fortalecida, alegre, llena de energía.
Asintió con la cabeza, mordiéndose
el labio inferior. Suspiró y siguió caminando, en línea recta, de un lado a otro.
Pasaron varios minutos. O tal
vez no; tal vez pasaron sólo segundos. Y sonó el celular de Mariano.
Atendió, rápidamente.
—Pablo —dijo.
Silencio.
Observé cómo su expresión
cambiaba. Observé cómo en su rostro se borraban los pequeños destellos que
quedaban. Observé cómo sus ojos, sus arrugas, sus cejas, su boca, se volvían
oscuridad. Oscuridad pura.
Me puse de pie, adivinando lo
que había sucedido. Ramona. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que todo llegara
en un mismo día? ¿Cómo?
¿Y cómo iban a hacer nuestros
cuerpos para soportar tanto dolor? ¿Cómo iban a superar esa presión, a
cicatrizar esa gigantesca herida que ardía, ardía dentro de cada célula? ¿Cómo
iban a volver a cargarse de luz? ¿Cómo iban a recuperar los movimientos, las
fuerzas?
Lo miré, casi sin poder fijar
la vista. Lo miré durante varios segundos. Quieta, muda, completamente vacía,
hueca.
Y lo abracé.
—¡Lisandro! —escuché.
Abrí los ojos. A mi alrededor,
el mundo comenzó a tomar forma nuevamente. El pasto, humedecido por el rocío de
madrugada. El cielo, aclarando. La casa de Vanzini, los árboles. Los
cuidadores, con las armas preparadas.
El cuerpo de Ramona.
Pablo sostenía su pistola
firmemente con la mano derecha. Tenía la izquierda levantada, dando a entender
que no pretendía disparar. Se acercaba caminando lentamente, sin bajar la
mirada.
—Lisandro, llevala al auto,
por favor.
Las lágrimas no dejaban de
deslizarse a través de mis mejillas. Mi cabeza parecía punto de estallar: dolía
de una forma indescriptible. Desde el centro del cerebro. Desde allí se expandía
el dolor. Punzante. Constante. Desgarrador.
Me incorporé, con la intención
de ponerme de pie. Y en cuanto lo hice, el click del seguro de dos pistolas me detuvo.
Contuve la respiración, mirando a Pablo con ojos desesperados. Asintió con la
cabeza.
—Solamente queremos llevárnosla
antes de que llegue la policía —explicó—. Es lo mejor. Para ustedes y para
nosotros.
Los dos hombres dudaron. Uno
de ellos se acercó un handie a la boca y murmuró algo que no alcancé
a escuchar, pero supuse que estaba intentando contactarse con Vanzini.
—Tengo que hablar con el dueño
de la casa —dijo, tras unos segundos, dando un paso hacia delante—. Van a tener
que esperar unos minutos.
Pablo me observó
detenidamente. Percibí algo extraño en su mirada: intentaba comunicarme algo
que no lograba descifrar. No podía pensar en nada. En mi mente sólo había lugar
para Ramona.
Bajé la vista. Allí estaba su
rostro, todavía lleno de furia. Sus ojos, vacíos de sentimientos. Su ropa
enchastrada en sangre. Su cuerpo inerte.
Pablo avanzaba lentamente, sin
dejar de apuntar.
Las sirenas de un patrullero
sonaron cerca. Se acercaba.
Alcé a mi amiga con firmeza.
Era liviana y su cuerpo cedía suavemente a mis movimientos. Me puse de pie.
—Rápido —sentenció uno de los
hombres.
Di un paso hacia atrás, desconfiado,
pero nadie disparó. Mi corazón aceleraba cada segundo. Dudé un momento, pero no
había tiempo.
Corrí. Corrí como lo había
hecho unos minutos antes. Pero esta vez nadie me detuvo. Ni los disparos, ni
los brazos de Pablo. Corrí. Corrí hasta el auto, abrí la puerta trasera y me
subí, llevando a Ramona conmigo.
Pablo me siguió, sin bajar el
arma, y se sentó en el asiento del conductor.
Aceleró.
Esa misma noche velamos a
Ramona y Federico. Juntos, como merecían estarlo. Fue un día largo, vacío y
horrible. Las horas, interminables y punzantes.
Llegué a mi departamento
alrededor de las once. Me senté en el sillón, con los ojos hinchados y
doloridos. No había hablado en todo el día. No había emitido sonido. No había
pronunciado ninguna palabra.
Me senté, dejé caer una última
lágrima, y me quedé dormida.
En los días siguientes apenas
salí de mi casa. Apenas me moví del sillón. Renuncié a Juno, sin previo aviso,
como también hizo Lisandro. Me desconecté por completo del mundo real, como
también hicieron Mariano, Natalia, Emanuel y Pablo.
El dolor era demasiado fuerte como
para soportarlo. Necesitábamos estar solos. Necesitábamos el silencio, la
quietud, la oscuridad. Necesitábamos ese duelo. Necesitábamos esa desconexión.
No nos vimos. No nos hablamos.
No nos escribimos.
Durante cuatro días.
Sólo me comuniqué con una
persona: Joaquín. Marco.
Hablaba con él durante horas, por
chat. Nuestro vínculo había crecido mucho y éramos contactos de MSN. Le dije que dos grandes amigos habían
muerto en un accidente de autos. Le mentí. O me mentí a mí misma, quizá: no era
lo suficientemente fuerte como para asumir la verdad.
Nos habían arrebatado a
Federico. Nos habían arrebatado a Ramona.
Y no habíamos hecho nada.
Porque no había nada que hacer. No había forma de saldar sus muertes. No había
forma de justicia. Al menos, no por el momento.
Y nos conformamos con el
duelo. Nos fue más que suficiente.
Esa ausencia, esa completa
soledad. Ese silencio, ese ahogo, ese alivio. Fueron lo único que nos pudo
hacer salir adelante. Porque sabíamos, lo teníamos muy en claro, que nuestros
abrazos, nuestras miradas ardientes, nuestros ojos rojos e hinchados, nuestras
palabras de apoyo, nuestras caricias, nuestros silencios, no servían de nada. El
dolor compartido sólo dañaba más.
Raspaba sobre la herida.
Raspaba, porque estando allí, juntos, pasivos, sólo conseguíamos culparnos más
a nosotros mismos. Sólo conseguíamos más dolor. Más sufrimiento. Más tortura
mental.
La desconexión duró cuatro días.
Podría haberse prolongado por meses, pero los hechos se nos adelantaron. De
pronto, otra bomba cayó. Y nos dimos cuenta enseguida: teníamos menos tiempo
del que creíamos. Siempre habíamos tenido menos tiempo del que creíamos.
Lisandro me visitó, como si
nada. Con los ojos igual de hinchados que la última vez que lo había visto. Con
la cara empapada de tristeza. Temblando.
Completamente desesperado.
—Secuestraron a Julia —dijo.
La abracé fuertemente y la
besé, aferrándome a su cuerpo, a su calor, a su energía. Me empujó desde la
espalda, hacia ella. Nos quedamos así, en silencio, durante varios segundos. Y
cuando nos separamos, me miró a los ojos con esa dulzura, esa sinceridad que la
caracterizaba. Sonrió.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Respiré profundamente,
presionando los labios. La respuesta era obvia.
—¿Cómo estuvo anoche? —reformuló.
Caminó hasta el sillón y se sentó.
Dudé.
—Terrible —murmuré—. No creo
que vuelva a lo de Mariano en meses. Fue terrible. Había una tristeza en el
ambiente… un silencio…
Dejé escapar las lágrimas que,
una vez más, se habían acumulado en mis ojos.
—Y cada vez que lo pienso… —no
continué. Respiré profundamente y me senté junto a ella, apoyando mi cabeza en
su hombro.
—No lo pienses —me susurró al
oído—. Sé que es difícil, pero va a ser lo mejor por ahora. Pasaste por algo
horrible, Ele.
Dudó.
—O, ¿sabés qué? Quizá sea
mejor que lo pienses —se corrigió, acariciándome la mejilla—. Que lo hables,
que lo compartas. Que lo digieras.
Sonreí. Estar junto a Julia me
ayudaba a sentirme mejor. De alguna manera, sentía que compartía el dolor. Y
podía hacerlo porque dentro de ella había espacio. No era lo mismo con
Margarita. Ni con Mariano.
Mi celular sonó. Lo saqué del bolsillo
y miré la pantalla: Alejandro.
—Ale —atendí—. ¿Cómo estás?
—Llegando a Buenos Aires —escuché
por el auricular, y mi cerebro se detuvo por una milésima de segundo.
Me incorporé, apoyando la
espalda en el respaldo del sillón. Julia me observaba con el rostro cargado de
preocupación.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó
mi amigo.
—Ale, no es una buena idea —dije—.
Ni tampoco el mejor momento.
—Estoy llegando, Alan —reprochó—.
Ya está.
Me volví hacia Julia, que me
dirigió una sonrisa mientras asentía suavemente con la cabeza. Fruncí el
entrecejo, sin entender por qué las cosas se complicaban en ese preciso
momento.
Ella seguía asintiendo.
Puse los ojos en blanco,
resignado.
—¿Tenés para anotar? —pregunté.
Abrí la puerta. Despacio, con
mucho cuidado. Por alguna razón, tenía miedo. Miedo de lo que me esperaba del
otro lado, aquello que durante meses había abandonado. Ahí, esperando, estaba
Alejandro. Mi amigo. Amigo de Alan. Aquel a quien tanto quería, a quien tanto
había querido. Siempre.
Y sin embargo, a pesar de
haber asumido mi dualidad, a pesar de haber aprendido a vivir con ella, tenía
miedo.
—Alan —dijo, con una sonrisa.
Ahí estaba. Alto y esbelto,
como siempre. Sus cortos rulos se elevaban a unos centímetros del cuero
cabelludo, dándole ese aire informal característico. Me miró, con los ojos
verdes cargados de alegría.
Dio un paso hacia adelante.
—Ale —saludé. Y lo abracé.
Lo abracé fuerte, intentando
transmitirle toda la energía, toda la calidez que había en mi cuerpo. Por un
momento me olvidé de Lisandro. De Marco, de Mariano, de Margarita. De Julia. De
Ramona y Federico.
Pero sólo un momento.
—¿Cómo estás, Alan? —susurró,
sin soltarme.
Respiré profundamente.
—Ahora me llamo Lisandro —expliqué,
separando nuestros cuerpos.
Me miró. Me miró a los ojos y
frunció el ceño. Su rostro se cargó de sorpresa.
—¿Tenés ojos verdes?
Sonreí.
—Las cosas son más complicadas
de lo que parecen —me limité a decir.
Sentí una mano sobre mi
hombro: Julia se había acercado. Me acarició la espalda suavemente y saludó a
Alejandro.
—Ella es Julia —comenté—. Mi
novia.
Se quedó en silencio, observándonos.
Observando mi pelo oscuro, mis ojos claros. Observándola a ella, que no parecía
incomodarse ante el profundo análisis visual. Se quedó así, en silencio,
durante varios segundos.
—Tenés el pelo negro, los ojos
verdes, una novia —enumeró, contando con los dedos—. ¿Y te llamás Lisandro?
—Las cosas son más complicadas
de lo que parecen —repetí.
Asintió con la cabeza.
—Entonces, explicame —dijo.
Y su sonrisa volvió.
Julia. Julia había
desaparecido. La habían secuestrado. Todavía no podía asumirlo; no podía
grabarlo en mi cabeza. Imaginarme Juno sin Julia. Imaginarme a Lisandro vacío,
con la mirada perdida y destrozada, como ese día.
Salí del baño, caminé hasta el
living y tomé mi celular, que descasaba sobre la mesa. Busqué a Mariano en la
lista de contactos.
Y lo llamé: era hora de poner
fin a nuestra pasividad.
—¿Margarita? —preguntó,
sorprendido.
Sonreí.
—Tengo que hablar con vos,
Mariano. ¿Estás en tu casa?
—Sí, ¿pasó algo? —se preocupó.
—En media hora estoy allá —finalicé,
y corté.
Me puse la campera y salí del
departamento. Llegué a la parada de colectivos justo a tiempo, así que me subí
al micro y me senté en los asientos del fondo. Mi teléfono sonó al cabo de unos
minutos y, cuando miré la pantalla, me sorprendió no ver el nombre de Mariano:
era Emanuel.
—Ema.
—Necesito que me ayudes —explicó,
rápidamente.
—¿Qué pasa? —quise saber.
Fruncí el ceño.
—Necesito hablar con Mariano. Tengo
buenas noticias, pero tengo la sensación de que no me va a hacer caso. Y vos… —dudó—.
Vos tenés esa capacidad de enfrentarlo que sólo tenía Ramona —suspiró.
—Andá para allá —dije, sonriente—.
Yo estoy en camino.
Llegué veinte minutos más
tarde. Mariano y Emanuel me esperaban con mate preparado. Me senté en una silla
y suspiré.
—Secuestraron a Julia —dije—.
Y parece que fueron los hombres de Vanzini.
Mariano se puso de pie, con
una mano presionando el entrecejo. Respiró profundamente, pero no dijo nada.
—¡Tenemos que hacer algo,
Mariano! —me enojé—. ¡No puede ser que sigamos sin hablarnos, sin mirarnos a
los ojos, sin seguir adelante con esto!
Me lanzó una mirada
fulminante.
—¡Hace cinco días velamos a
Federico y a Ramona! —gritó, con la voz desgarrada—. ¿Realmente tienen espacio
en sus mentes para pensar en seguir? ¿Realmente son capaces de creer que
podemos seguir adelante?
Me quedé en silencio, haciendo
fuerza con la mandíbula. No me creía capaz.
—Logré encontrar policías
dispuestos a ayudar —intervino Emanuel.
Y con su voz, el rostro de
Mariano se iluminó nuevamente.
—Es el momento justo para
terminar con esto. Sabemos dónde vive Vanzini; solamente necesitamos una prueba
clave, irrefutable —continuó.
—Tengo una idea —lo interrumpí,
esbozando una sonrisa.
Tiramos un colchón en el
living para que Alejandro durmiera, aunque nos quedamos hasta tarde hablando
sobre los últimos meses. En Roca todos creían que seguía en España y que había
decidido no comunicarme por seguridad. Y no estaban tan equivocados, en
realidad, más allá del país en el que me encontrara.
Yo le conté absolutamente
todo. Desde el primer día en Capital, cuando subí al taxi incorrecto y Pablo se
encargó de rescatarme.
Hasta la muerte de Ramona, el día anterior. Sin perderme de ningún detalle. Sin
olvidarme de Verónica, de su hijo Alan. Sin olvidarme de mis días como tío, ni
de mis días en Juno. Sin olvidar las discusiones con Helena, la complicidad de
Federico, la intriga de Margarita. Sin olvidar la presión al ver mi pistola por
primera vez, dentro de la caja. Sin olvidar la culpa por incitar a Margarita a
apuntar con la suya. Sin olvidar el sonido del disparo, la sangre sobre el
pasto. Sin olvidar el llanto. Sin olvidar el ardor en la garganta. Sin olvidar
ningún detalle, ninguna sensación.
Al día siguiente nos
levantamos a las dos de la tarde. Julia y yo cocinamos tarta de atún y
Alejandro compró helado. Nos sentamos a almorzar casi una hora más tarde. Mi
celular sonó mientras servía la comida.
Era Patricio. Lo saludé,
sorprendido.
—Hoy vino una mujer
preguntando por Alan Ferrari —comentó; un escalofrío recorrió mi espalda—. Nos
mostró una foto de un chico muy parecido a vos.
—¿Y qué le dijeron? —me
asusté.
—Que vos trabajabas acá, pero que
habías renunciado. Nos dijo que te conocía, que eras el primo de Alan.
Sonreí.
—Sí, soy su primo. Nos
parecemos mucho —mentí—. Les debe plata y se fugó a algún lugar del país. Pero,
sinceramente, ni yo lo sé.
—Me dijeron que iban a hablar
con vos.
Cerré los ojos, intentando
relajarme. La tensión avanzaba lentamente, desde los pies hacia las rodillas.
Respiré profundamente.
—Ya me llamarán —comenté—.
Tengo que cortar, Patricio, saludos.
Dejé el teléfono al lado del
plato y me quedé en silencio, mirando la tarta. Durante meses habíamos
conseguido sostener la mentira. Había pasado un día desde mi renuncia, y todo
se había desmoronado.
—¿Qué pasó, Ele? —preguntó
Julia.
—Me están buscando —comenté—.
Y es muy probable que me encuentren. Escuchen bien: si me pasa algo; si no aparezco,
o si aparezco… mal —hice una pausa—. Necesito que vayan a lo de Mariano. Vayan
a su casa y hablen con él.
Me levanté, busqué un anotador
y escribí en dos hojas la dirección y el celular de Mariano. Le di una a
Alejandro y otra a Julia.
Ojalá nunca lo hubiera hecho.
Toqué el timbre y esperé a que viniera a abrirme. Esta
vez no llovía; no llevaba paraguas. Tampoco estaba demasiado nerviosa: sólo un
pequeño cosquilleo recorría mis músculos, relajándome.
Clara abrió la puerta.
—Margarita —dijo, cortante y extrañada—. Qué sorpresa.
—Quiero hablar con vos —sonreí.
Avanzamos por el largo pasillo y entramos por la tercera
puerta. El departamento estaba más limpio que la última vez que había ido.
Ingresamos a la sala principal y me senté en el sillón.
Me miró, desconfiada. Se sentó en una silla y se cebó un
mate. Suspiró.
—Quiero pedirte perdón —dije.
—¿Perdón por qué? —preguntó, desafiante.
La miré a los ojos, buscando en ellos un poco de la
amistad que antes podía encontrar. Pero nada: estaban vacíos.
—Pude notar cómo te llenabas de miedo, Clara. Eras…
miedo puro —hice una pausa, buscando las palabras exactas—. Todavía siento el
dolor que me produjo apuntarte con esa pistola. Acá —señalé, apoyando una mano
en mi pecho.
No dijo nada. Cebó otro mate y me lo alcanzó.
—Y ahora —continué—. Ahora es el momento adecuado para
contarte todo. Ya está, Clara: mañana termina todo; todo. Y necesito contarte
qué es eso que me obligó a… —me detuve al ver su expresión. Me observaba con la
mirada oscura y cortante. Llena de odio.
—Me apuntaste con una pistola, Margarita —dijo—. Creí
que me ibas a matar. Nunca, nunca, tuve tanto miedo como en esos cinco
segundos. ¿Realmente pensás que tengo un poco de interés en saber por qué lo
hiciste? ¿Realmente pensás que me interesa ayudarte a superar tu dolorcito?
—Necesito que me escuches, Clara. Sé que es imposible
que me perdones. Sé que es imposible que volvamos a ser amigas, o lo que
fuéramos. Pero necesito que entiendas por qué vine a tu casa. Necesito que
entiendas que no tenía otra opción.
Lanzó un bufido, poniendo los ojos en blanco.
—No te hagas la víctima, Margarita.
Respiré profundamente: sabía que eso iba a suceder. No
tenía más opción que empezar con un golpe seguro. Había algo que había quedado
pendiente entre nosotras. Había algo que Clara no sabía, algo que le hubiera
encantado saber.
—Alan Ferrari es Lisandro Borromeo —largué, sonriendo—. Sus
padres fueron asesinados, a principios de año. Esa gente que buscaba a Alan
quiere matarlo.
Se quedó muda.
—Voy a empezar la historia al revés, porque
tengo una noticia que me gustaría darte en primer lugar —dudé, angustiada—.
Federico está muerto.
Julia no llegaba. Hacía más de una hora que había salido
del trabajo y aún no había sonado el timbre. Todavía no me había asustado, pero
había comenzado a preocuparme. Alejandro, desde la cocina, intentaba relajarme.
—Tranquilo, Ele —dijo, ya acostumbrado a mi nuevo
nombre—. Quizá tuvo que quedarse un rato más… o tendría que hacer algún
trámite.
—Le envié dos mensajes.
Silencio. Un silencio breve; del tiempo suficiente para
que mi amigo pudiese encontrar las palabras adecuadas.
—Perdió el teléfono —arremató—. O se lo olvidó en su
casa. Qué se yo.
Resoplé por lo bajo.
Se acercó a paso rápido y me observó atentamente durante
unos segundos. Me observó y esbozó una sonrisa, posando una mano sobre mi
hombro.
—No nos apresuremos —casi susurró—. Sé que estás pensando
lo peor. Pero esperemos un rato. Si no viene, vamos a su casa.
Y así hicimos.
Una hora y media más tarde estábamos parados frente a la
puerta del edificio donde vivía Julia. Para ese entonces ya la había llamado al
celular varias veces. Y le había enviado varios mensajes. Pero nada.
Toqué timbre.
—¿Y si no responde? —me atreví a preguntar.
Alejandro suspiró.
—¿Qué creés que puede haberle pasado?
—No sé. No quiero pensarlo —comencé, respirando
profundamente en un intento por relajarme. Pero no había nada que pudiese
aliviar mis nervios. Nada podía tranquilizar a mis células, que parecían
retorcerse en cada uno de mis músculos. Nada podía detener a esa corriente
helada que atravesaba mis venas, lentamente, enfriándome por dentro—. Pero
ahora que conocen la verdadera identidad de Lisandro Borromeo, estoy seguro de
que fueron ellos. Saben que es la mejor forma de hacerme daño. Saben que es la
mejor forma de obtener lo que quieran de mi parte.
Suspiré, apoyándome contra la pared de ladrillos. Ni
Julia ni Cristina estaban en el departamento. No habían respondido al timbre.
—¿Y si fueron ellos? ¿Qué vas a hacer? —indagó mi amigo.
Me volví a él. Sentí como mi vista penetraba su cuerpo.
Lo atravesaba.
—Hoy, nada —murmuré—. Pero si mañana no aparece, voy a
darles exactamente lo que quiere.
Sus ojos adquirieron un oscuro brillo. Se había dado
cuenta.
—Voy a ir a la casa de Matías Vanzini.