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Alzó su brazo, extendiéndolo hacia adelante. La pistola se dejó ver, imponente y amenazante. Sonrió con dulzura, pero cargada de odio.
—¡Ramona! —grité, dando un portazo.
Corrí. Mi cuerpo se concentró sólo en correr.
El sonido de un disparo abrumó mis oídos y retumbó en cada uno de mis huesos, expandiéndose por mis células.
Pablo me seguía, intentando tomarme por la muñeca. Corrí.
Las rodillas de Ramona golpearon el suelo fuertemente, dañándome los ojos, que se encendieron, ardieron como nunca antes habían ardido. Me quemaban por dentro y el agua que se acumulaba en ellos no era suficiente.
Me aferraron por la espalda, impidiéndome continuar. Era Pablo. Me había detenido. Forcejeé, pero no pude soltarme. No podía quedarme allí, observándolo todo como un simple espectador. Y sin embargo, Pablo no dejaba que me acercara a mi amiga. No me dejaba.
Otro disparo, que sonó como un trueno en el centro de mi cerebro.
Cerré los ojos y presioné la mandíbula, sin dejar de hacer fuerza para desprenderme del abrazo que me retenía. Me solté, pero sus brazos engancharon los míos justo a tiempo.
—¡Ramona! —volví a gritar, abriendo los ojos.
Su cuerpo se estremeció y cayó, con la delicadeza de siempre. Cayó suavemente, lentamente, como si cayera sobre un colchón. Ramona dormía. Dormía sobre el pasto, empapándolo de rojo.
Le di un codazo a Pablo y volví a correr, sólo unos metros. Me tiré al suelo, junto a mi amiga. No había nada más, en ese lugar, en ese momento. Sólo Ramona. Sangrante, inerte, silenciada, con el rostro todavía oscurecido por la muerte de Federico. Y yo, Lisandro. Mudo, sordo, ciego, inmóvil.
Intentaba gritar. Quería gritar. Pero el sonido no se atrevía a salir.
Alguien corría en el jardín. Oía los pasos, veía las piernas de reojo. Iban y venían. Pero no me importaba. Nada importaba.
Excepto Ramona.
En mi mente, continuaba cayendo. Una y otra vez, sus rodillas golpeaban el suelo. Y luego su cuerpo, suavemente, como siempre.
La rodeé con mis brazos, dándole el abrazo que siempre había querido devolverle: cargado de energía, de aprecio, de confianza. Lleno de amistad, de amistad profunda.
Y apoyé mi frente sobre su pecho, aferrándola fuertemente. No quería soltarla. No quería dejarla caer otra vez. No quería dejar que su cuerpo se fuese de mis manos.
No quería despedirla.









Mariano caminaba de un lado a otro con nerviosismo, suspirando una y otra vez, con el rostro cargado de preocupación; se notaba en cada una de sus arrugas. Tenía una bombilla de mate en la mano y no dejaba de percutir sobre su brazo, tan rápido que los golpes parecían superponerse.
Emanuel seguía en la habitación, junto a Federico. Se había sentado a los pies de la cama y no se había movido de allí. Yo había preferido marcharme, pero no dejaba de llorar. Estaba recostada en el sillón, boca arriba, con la vista fija en alguna zona del cielorraso. De reojo, percibía la desesperada caminata de Mariano.
Sentía cómo las lágrimas se deslizaban lentamente a través de mis mejillas. Sentía la humedad constante. Me ardía la garganta y la nariz, y los ojos presionaban hacia dentro, intentando hundirse en mi cerebro.
—¿Cómo se lo digo a sus padres? —largó Mariano, casi en susurro, utilizando un excesivo aire para hablar.
Me volví hacia él, en silencio. No había pronunciado palabra desde que me había despertado, con la llamada de Ramona. Y no me creía capaz de hacerlo. No me creía capaz de hablar. Temía que mi voz fuese demasiado alta, o baja, o aguda o grave. Demasiado fuerte. Demasiado débil. Tenía miedo de mi propia voz. Miedo de escucharme y no reconocerme. De escucharme quebrada, hundida, completamente vacía. O peor: fortalecida, alegre, llena de energía.
Asintió con la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Suspiró y siguió caminando, en línea recta, de un lado a otro.
Pasaron varios minutos. O tal vez no; tal vez pasaron sólo segundos. Y sonó el celular de Mariano.
Atendió, rápidamente.
—Pablo —dijo.
Silencio.
Observé cómo su expresión cambiaba. Observé cómo en su rostro se borraban los pequeños destellos que quedaban. Observé cómo sus ojos, sus arrugas, sus cejas, su boca, se volvían oscuridad. Oscuridad pura.
Me puse de pie, adivinando lo que había sucedido. Ramona. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que todo llegara en un mismo día? ¿Cómo?
¿Y cómo iban a hacer nuestros cuerpos para soportar tanto dolor? ¿Cómo iban a superar esa presión, a cicatrizar esa gigantesca herida que ardía, ardía dentro de cada célula? ¿Cómo iban a volver a cargarse de luz? ¿Cómo iban a recuperar los movimientos, las fuerzas?
Lo miré, casi sin poder fijar la vista. Lo miré durante varios segundos. Quieta, muda, completamente vacía, hueca.
Y lo abracé.









—¡Lisandro! —escuché.
Abrí los ojos. A mi alrededor, el mundo comenzó a tomar forma nuevamente. El pasto, humedecido por el rocío de madrugada. El cielo, aclarando. La casa de Vanzini, los árboles. Los cuidadores, con las armas preparadas.
El cuerpo de Ramona.
Pablo sostenía su pistola firmemente con la mano derecha. Tenía la izquierda levantada, dando a entender que no pretendía disparar. Se acercaba caminando lentamente, sin bajar la mirada.
—Lisandro, llevala al auto, por favor.
Las lágrimas no dejaban de deslizarse a través de mis mejillas. Mi cabeza parecía punto de estallar: dolía de una forma indescriptible. Desde el centro del cerebro. Desde allí se expandía el dolor. Punzante. Constante. Desgarrador.
Me incorporé, con la intención de ponerme de pie. Y en cuanto lo hice, el click del seguro de dos pistolas me detuvo. Contuve la respiración, mirando a Pablo con ojos desesperados. Asintió con la cabeza.
—Solamente queremos llevárnosla antes de que llegue la policía —explicó—. Es lo mejor. Para ustedes y para nosotros.
Los dos hombres dudaron. Uno de ellos se acercó un handie a la boca y murmuró algo que no alcancé a escuchar, pero supuse que estaba intentando contactarse con Vanzini.
—Tengo que hablar con el dueño de la casa —dijo, tras unos segundos, dando un paso hacia delante—. Van a tener que esperar unos minutos.
Pablo me observó detenidamente. Percibí algo extraño en su mirada: intentaba comunicarme algo que no lograba descifrar. No podía pensar en nada. En mi mente sólo había lugar para Ramona.
Bajé la vista. Allí estaba su rostro, todavía lleno de furia. Sus ojos, vacíos de sentimientos. Su ropa enchastrada en sangre. Su cuerpo inerte.
Pablo avanzaba lentamente, sin dejar de apuntar.
Las sirenas de un patrullero sonaron cerca. Se acercaba.
Alcé a mi amiga con firmeza. Era liviana y su cuerpo cedía suavemente a mis movimientos. Me puse de pie.
—Rápido —sentenció uno de los hombres.
Di un paso hacia atrás, desconfiado, pero nadie disparó. Mi corazón aceleraba cada segundo. Dudé un momento, pero no había tiempo.
Corrí. Corrí como lo había hecho unos minutos antes. Pero esta vez nadie me detuvo. Ni los disparos, ni los brazos de Pablo. Corrí. Corrí hasta el auto, abrí la puerta trasera y me subí, llevando a Ramona conmigo.
Pablo me siguió, sin bajar el arma, y se sentó en el asiento del conductor.
Aceleró.









Esa misma noche velamos a Ramona y Federico. Juntos, como merecían estarlo. Fue un día largo, vacío y horrible. Las horas, interminables y punzantes.
Llegué a mi departamento alrededor de las once. Me senté en el sillón, con los ojos hinchados y doloridos. No había hablado en todo el día. No había emitido sonido. No había pronunciado ninguna palabra.
Me senté, dejé caer una última lágrima, y me quedé dormida.
En los días siguientes apenas salí de mi casa. Apenas me moví del sillón. Renuncié a Juno, sin previo aviso, como también hizo Lisandro. Me desconecté por completo del mundo real, como también hicieron Mariano, Natalia, Emanuel y Pablo.
El dolor era demasiado fuerte como para soportarlo. Necesitábamos estar solos. Necesitábamos el silencio, la quietud, la oscuridad. Necesitábamos ese duelo. Necesitábamos esa desconexión.
No nos vimos. No nos hablamos. No nos escribimos.
Durante cuatro días.
Sólo me comuniqué con una persona: Joaquín. Marco.
Hablaba con él durante horas, por chat. Nuestro vínculo había crecido mucho y éramos contactos de MSN. Le dije que dos grandes amigos habían muerto en un accidente de autos. Le mentí. O me mentí a mí misma, quizá: no era lo suficientemente fuerte como para asumir la verdad.
Nos habían arrebatado a Federico. Nos habían arrebatado a Ramona.
Y no habíamos hecho nada. Porque no había nada que hacer. No había forma de saldar sus muertes. No había forma de justicia. Al menos, no por el momento.
Y nos conformamos con el duelo. Nos fue más que suficiente.
Esa ausencia, esa completa soledad. Ese silencio, ese ahogo, ese alivio. Fueron lo único que nos pudo hacer salir adelante. Porque sabíamos, lo teníamos muy en claro, que nuestros abrazos, nuestras miradas ardientes, nuestros ojos rojos e hinchados, nuestras palabras de apoyo, nuestras caricias, nuestros silencios, no servían de nada. El dolor compartido sólo dañaba más.
Raspaba sobre la herida. Raspaba, porque estando allí, juntos, pasivos, sólo conseguíamos culparnos más a nosotros mismos. Sólo conseguíamos más dolor. Más sufrimiento. Más tortura mental.
La desconexión duró cuatro días. Podría haberse prolongado por meses, pero los hechos se nos adelantaron. De pronto, otra bomba cayó. Y nos dimos cuenta enseguida: teníamos menos tiempo del que creíamos. Siempre habíamos tenido menos tiempo del que creíamos.
Lisandro me visitó, como si nada. Con los ojos igual de hinchados que la última vez que lo había visto. Con la cara empapada de tristeza. Temblando.
Completamente desesperado.
—Secuestraron a Julia —dijo.









La abracé fuertemente y la besé, aferrándome a su cuerpo, a su calor, a su energía. Me empujó desde la espalda, hacia ella. Nos quedamos así, en silencio, durante varios segundos. Y cuando nos separamos, me miró a los ojos con esa dulzura, esa sinceridad que la caracterizaba. Sonrió.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Respiré profundamente, presionando los labios. La respuesta era obvia.
—¿Cómo estuvo anoche? —reformuló. Caminó hasta el sillón y se sentó.
Dudé.
—Terrible —murmuré—. No creo que vuelva a lo de Mariano en meses. Fue terrible. Había una tristeza en el ambiente… un silencio…
Dejé escapar las lágrimas que, una vez más, se habían acumulado en mis ojos.
—Y cada vez que lo pienso… —no continué. Respiré profundamente y me senté junto a ella, apoyando mi cabeza en su hombro.
—No lo pienses —me susurró al oído—. Sé que es difícil, pero va a ser lo mejor por ahora. Pasaste por algo horrible, Ele.
Dudó.
—O, ¿sabés qué? Quizá sea mejor que lo pienses —se corrigió, acariciándome la mejilla—. Que lo hables, que lo compartas. Que lo digieras.
Sonreí. Estar junto a Julia me ayudaba a sentirme mejor. De alguna manera, sentía que compartía el dolor. Y podía hacerlo porque dentro de ella había espacio. No era lo mismo con Margarita. Ni con Mariano.
Mi celular sonó. Lo saqué del bolsillo y miré la pantalla: Alejandro.
—Ale —atendí—. ¿Cómo estás?
—Llegando a Buenos Aires —escuché por el auricular, y mi cerebro se detuvo por una milésima de segundo.
Me incorporé, apoyando la espalda en el respaldo del sillón. Julia me observaba con el rostro cargado de preocupación.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó mi amigo.
—Ale, no es una buena idea —dije—. Ni tampoco el mejor momento.
—Estoy llegando, Alan —reprochó—. Ya está.
Me volví hacia Julia, que me dirigió una sonrisa mientras asentía suavemente con la cabeza. Fruncí el entrecejo, sin entender por qué las cosas se complicaban en ese preciso momento.
Ella seguía asintiendo.
Puse los ojos en blanco, resignado.
—¿Tenés para anotar? —pregunté.









Abrí la puerta. Despacio, con mucho cuidado. Por alguna razón, tenía miedo. Miedo de lo que me esperaba del otro lado, aquello que durante meses había abandonado. Ahí, esperando, estaba Alejandro. Mi amigo. Amigo de Alan. Aquel a quien tanto quería, a quien tanto había querido. Siempre.
Y sin embargo, a pesar de haber asumido mi dualidad, a pesar de haber aprendido a vivir con ella, tenía miedo.
—Alan —dijo, con una sonrisa.
Ahí estaba. Alto y esbelto, como siempre. Sus cortos rulos se elevaban a unos centímetros del cuero cabelludo, dándole ese aire informal característico. Me miró, con los ojos verdes cargados de alegría.
Dio un paso hacia adelante.
—Ale —saludé. Y lo abracé.
Lo abracé fuerte, intentando transmitirle toda la energía, toda la calidez que había en mi cuerpo. Por un momento me olvidé de Lisandro. De Marco, de Mariano, de Margarita. De Julia. De Ramona y Federico.
Pero sólo un momento.
—¿Cómo estás, Alan? —susurró, sin soltarme.
Respiré profundamente.
—Ahora me llamo Lisandro —expliqué, separando nuestros cuerpos.
Me miró. Me miró a los ojos y frunció el ceño. Su rostro se cargó de sorpresa.
—¿Tenés ojos verdes?
Sonreí.
—Las cosas son más complicadas de lo que parecen —me limité a decir.
Sentí una mano sobre mi hombro: Julia se había acercado. Me acarició la espalda suavemente y saludó a Alejandro.
—Ella es Julia —comenté—. Mi novia.
Se quedó en silencio, observándonos. Observando mi pelo oscuro, mis ojos claros. Observándola a ella, que no parecía incomodarse ante el profundo análisis visual. Se quedó así, en silencio, durante varios segundos.
—Tenés el pelo negro, los ojos verdes, una novia —enumeró, contando con los dedos—. ¿Y te llamás Lisandro?
—Las cosas son más complicadas de lo que parecen —repetí.
Asintió con la cabeza.
—Entonces, explicame —dijo.
Y su sonrisa volvió.









Julia. Julia había desaparecido. La habían secuestrado. Todavía no podía asumirlo; no podía grabarlo en mi cabeza. Imaginarme Juno sin Julia. Imaginarme a Lisandro vacío, con la mirada perdida y destrozada, como ese día.
Salí del baño, caminé hasta el living y tomé mi celular, que descasaba sobre la mesa. Busqué a Mariano en la lista de contactos.
Y lo llamé: era hora de poner fin a nuestra pasividad.
—¿Margarita? —preguntó, sorprendido.
Sonreí.
—Tengo que hablar con vos, Mariano. ¿Estás en tu casa?
—Sí, ¿pasó algo? —se preocupó.
—En media hora estoy allá —finalicé, y corté.
Me puse la campera y salí del departamento. Llegué a la parada de colectivos justo a tiempo, así que me subí al micro y me senté en los asientos del fondo. Mi teléfono sonó al cabo de unos minutos y, cuando miré la pantalla, me sorprendió no ver el nombre de Mariano: era Emanuel.
—Ema.
—Necesito que me ayudes —explicó, rápidamente.
—¿Qué pasa? —quise saber. Fruncí el ceño.
—Necesito hablar con Mariano. Tengo buenas noticias, pero tengo la sensación de que no me va a hacer caso. Y vos… —dudó—. Vos tenés esa capacidad de enfrentarlo que sólo tenía Ramona —suspiró.
—Andá para allá —dije, sonriente—. Yo estoy en camino.
Llegué veinte minutos más tarde. Mariano y Emanuel me esperaban con mate preparado. Me senté en una silla y suspiré.
—Secuestraron a Julia —dije—. Y parece que fueron los hombres de Vanzini.
Mariano se puso de pie, con una mano presionando el entrecejo. Respiró profundamente, pero no dijo nada.
—¡Tenemos que hacer algo, Mariano! —me enojé—. ¡No puede ser que sigamos sin hablarnos, sin mirarnos a los ojos, sin seguir adelante con esto!
Me lanzó una mirada fulminante.
—¡Hace cinco días velamos a Federico y a Ramona! —gritó, con la voz desgarrada—. ¿Realmente tienen espacio en sus mentes para pensar en seguir? ¿Realmente son capaces de creer que podemos seguir adelante?
Me quedé en silencio, haciendo fuerza con la mandíbula. No me creía capaz.
—Logré encontrar policías dispuestos a ayudar —intervino Emanuel.
Y con su voz, el rostro de Mariano se iluminó nuevamente.
—Es el momento justo para terminar con esto. Sabemos dónde vive Vanzini; solamente necesitamos una prueba clave, irrefutable —continuó.
—Tengo una idea —lo interrumpí, esbozando una sonrisa.









Tiramos un colchón en el living para que Alejandro durmiera, aunque nos quedamos hasta tarde hablando sobre los últimos meses. En Roca todos creían que seguía en España y que había decidido no comunicarme por seguridad. Y no estaban tan equivocados, en realidad, más allá del país en el que me encontrara.
Yo le conté absolutamente todo. Desde el primer día en Capital, cuando subí al taxi incorrecto y Pablo se encargó de rescatarme. Hasta la muerte de Ramona, el día anterior. Sin perderme de ningún detalle. Sin olvidarme de Verónica, de su hijo Alan. Sin olvidarme de mis días como tío, ni de mis días en Juno. Sin olvidar las discusiones con Helena, la complicidad de Federico, la intriga de Margarita. Sin olvidar la presión al ver mi pistola por primera vez, dentro de la caja. Sin olvidar la culpa por incitar a Margarita a apuntar con la suya. Sin olvidar el sonido del disparo, la sangre sobre el pasto. Sin olvidar el llanto. Sin olvidar el ardor en la garganta. Sin olvidar ningún detalle, ninguna sensación.
Al día siguiente nos levantamos a las dos de la tarde. Julia y yo cocinamos tarta de atún y Alejandro compró helado. Nos sentamos a almorzar casi una hora más tarde. Mi celular sonó mientras servía la comida.
Era Patricio. Lo saludé, sorprendido.
—Hoy vino una mujer preguntando por Alan Ferrari —comentó; un escalofrío recorrió mi espalda—. Nos mostró una foto de un chico muy parecido a vos.
—¿Y qué le dijeron? —me asusté.
—Que vos trabajabas acá, pero que habías renunciado. Nos dijo que te conocía, que eras el primo de Alan.
Sonreí.
—Sí, soy su primo. Nos parecemos mucho —mentí—. Les debe plata y se fugó a algún lugar del país. Pero, sinceramente, ni yo lo sé.
—Me dijeron que iban a hablar con vos.
Cerré los ojos, intentando relajarme. La tensión avanzaba lentamente, desde los pies hacia las rodillas. Respiré profundamente.
—Ya me llamarán —comenté—. Tengo que cortar, Patricio, saludos.
Dejé el teléfono al lado del plato y me quedé en silencio, mirando la tarta. Durante meses habíamos conseguido sostener la mentira. Había pasado un día desde mi renuncia, y todo se había desmoronado.
—¿Qué pasó, Ele? —preguntó Julia.
—Me están buscando —comenté—. Y es muy probable que me encuentren. Escuchen bien: si me pasa algo; si no aparezco, o si aparezco… mal —hice una pausa—. Necesito que vayan a lo de Mariano. Vayan a su casa y hablen con él.
Me levanté, busqué un anotador y escribí en dos hojas la dirección y el celular de Mariano. Le di una a Alejandro y otra a Julia.
Ojalá nunca lo hubiera hecho.








Toqué el timbre y esperé a que viniera a abrirme. Esta vez no llovía; no llevaba paraguas. Tampoco estaba demasiado nerviosa: sólo un pequeño cosquilleo recorría mis músculos, relajándome.
Clara abrió la puerta.
—Margarita —dijo, cortante y extrañada—. Qué sorpresa.
—Quiero hablar con vos —sonreí.
Avanzamos por el largo pasillo y entramos por la tercera puerta. El departamento estaba más limpio que la última vez que había ido. Ingresamos a la sala principal y me senté en el sillón.
Me miró, desconfiada. Se sentó en una silla y se cebó un mate. Suspiró.
—Quiero pedirte perdón —dije.
—¿Perdón por qué? —preguntó, desafiante.
La miré a los ojos, buscando en ellos un poco de la amistad que antes podía encontrar. Pero nada: estaban vacíos.
—Pude notar cómo te llenabas de miedo, Clara. Eras… miedo puro —hice una pausa, buscando las palabras exactas—. Todavía siento el dolor que me produjo apuntarte con esa pistola. Acá —señalé, apoyando una mano en mi pecho.
No dijo nada. Cebó otro mate y me lo alcanzó.
—Y ahora —continué—. Ahora es el momento adecuado para contarte todo. Ya está, Clara: mañana termina todo; todo. Y necesito contarte qué es eso que me obligó a… —me detuve al ver su expresión. Me observaba con la mirada oscura y cortante. Llena de odio.
—Me apuntaste con una pistola, Margarita —dijo—. Creí que me ibas a matar. Nunca, nunca, tuve tanto miedo como en esos cinco segundos. ¿Realmente pensás que tengo un poco de interés en saber por qué lo hiciste? ¿Realmente pensás que me interesa ayudarte a superar tu dolorcito?
—Necesito que me escuches, Clara. Sé que es imposible que me perdones. Sé que es imposible que volvamos a ser amigas, o lo que fuéramos. Pero necesito que entiendas por qué vine a tu casa. Necesito que entiendas que no tenía otra opción.
Lanzó un bufido, poniendo los ojos en blanco.
—No te hagas la víctima, Margarita.
Respiré profundamente: sabía que eso iba a suceder. No tenía más opción que empezar con un golpe seguro. Había algo que había quedado pendiente entre nosotras. Había algo que Clara no sabía, algo que le hubiera encantado saber.
—Alan Ferrari es Lisandro Borromeo —largué, sonriendo—. Sus padres fueron asesinados, a principios de año. Esa gente que buscaba a Alan quiere matarlo.
Se quedó muda.
—Voy a empezar la historia al revés, porque tengo una noticia que me gustaría darte en primer lugar —dudé, angustiada—. Federico está muerto.









Julia no llegaba. Hacía más de una hora que había salido del trabajo y aún no había sonado el timbre. Todavía no me había asustado, pero había comenzado a preocuparme. Alejandro, desde la cocina, intentaba relajarme.
—Tranquilo, Ele —dijo, ya acostumbrado a mi nuevo nombre—. Quizá tuvo que quedarse un rato más… o tendría que hacer algún trámite.
—Le envié dos mensajes.
Silencio. Un silencio breve; del tiempo suficiente para que mi amigo pudiese encontrar las palabras adecuadas.
—Perdió el teléfono —arremató—. O se lo olvidó en su casa. Qué se yo.
Resoplé por lo bajo.
Se acercó a paso rápido y me observó atentamente durante unos segundos. Me observó y esbozó una sonrisa, posando una mano sobre mi hombro.
—No nos apresuremos —casi susurró—. Sé que estás pensando lo peor. Pero esperemos un rato. Si no viene, vamos a su casa.
Y así hicimos.
Una hora y media más tarde estábamos parados frente a la puerta del edificio donde vivía Julia. Para ese entonces ya la había llamado al celular varias veces. Y le había enviado varios mensajes. Pero nada.
Toqué timbre.
—¿Y si no responde? —me atreví a preguntar.
Alejandro suspiró.
—¿Qué creés que puede haberle pasado?
—No sé. No quiero pensarlo —comencé, respirando profundamente en un intento por relajarme. Pero no había nada que pudiese aliviar mis nervios. Nada podía tranquilizar a mis células, que parecían retorcerse en cada uno de mis músculos. Nada podía detener a esa corriente helada que atravesaba mis venas, lentamente, enfriándome por dentro—. Pero ahora que conocen la verdadera identidad de Lisandro Borromeo, estoy seguro de que fueron ellos. Saben que es la mejor forma de hacerme daño. Saben que es la mejor forma de obtener lo que quieran de mi parte.
Suspiré, apoyándome contra la pared de ladrillos. Ni Julia ni Cristina estaban en el departamento. No habían respondido al timbre.
—¿Y si fueron ellos? ¿Qué vas a hacer? —indagó mi amigo.
Me volví a él. Sentí como mi vista penetraba su cuerpo. Lo atravesaba.
—Hoy, nada —murmuré—. Pero si mañana no aparece, voy a darles exactamente lo que quiere.
Sus ojos adquirieron un oscuro brillo. Se había dado cuenta.
—Voy a ir a la casa de Matías Vanzini.