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—Perdón por llegar tarde, creí que tardaba menos caminando —expliqué, incluso antes de saludar, colgando mi campera en el perchero de la cocina.
—Está bien —sonrió Margarita—. Hola, Lisandro, ¿cómo estás? —remarcó.
Me reí.
—Bien, ¿ustedes?
—¡De maravilla! —ironizó Federico—. Muero por empezar a hornear tostadas.
—Para hoy tenemos un almuerzo de seis personas y otro de ocho. Ah, y un desayuno de tres… aunque tiene un asterisco —leyó ella en la libreta de reservas—. ¿Qué significará, para Patricio, un asterisquito?
—Desayuno de tres, enseguida empiezo. Helena no viene hasta las once, así que no voy a tocar un ingrediente del almuerzo. No quiero verla otra vez de mal humor.
—No van a poder terminar a tiempo —murmuró  Margarita. Me agarró de la muñeca y me llevó fuera de la cocina, hacia atrás de la barra—. Muy bien, manos a la obra —sonrió. Tomó una pila de manteles, la dividió a la mitad y me dio una a mí.
La mañana pasó rápido. No hubo mucha gente desayunando, así que tuvimos bastante tiempo para charlar y conocernos un poco. Era extrovertida y espontánea. Tenía un gran sentido del humor y siempre estaba sonriendo. O, al menos, cuando no estaba enojada, como me repitió Federico una y otra vez.
—El asterisco —me dijo en un momento—, significa “probablemente venga una persona más”. Son cuatro. Y Patricio no entiende nada de símbolos.
Helena llegó a las once, y parecía alterada. Entró a la cocina sin saludar, tomó su delantal y, en el apuro, tiró una pila de ollas. Enseguida se pusieron a cocinar diferentes tipos de salsas y sacaron de los congeladores pilas de carne y pastas.
A la hora del almuerzo el bar se llenó. Había mucha gente vestida formalmente, probablemente en su receso laboral. Las dos mesas reservadas eran de grupos de estudiantes que habían salido de la escuela. Y en una mesa doble se sentaron dos chicas.
Una de ellas llamó mi atención. Tenía el pelo castaño, ondulado y largo hasta las axilas. Hablaba con su amiga, siempre sonriendo. Y su sonrisa era brillante. Llevaba puesta una camisa blanca y un pantalón de jean azul oscuro. Su piel parecía suave y sus labios eran preciosos. Ella. Ella era preciosa.
—La próxima vez, dejo que la atiendas —se burló Margarita al verme observarla—. Viene todos los días excepto los domingos. Trabaja en una librería a una cuadra. Es vegetariana.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Julia.







Mariano abrió la puerta y me recibió con una sonrisa. Entré a la casa y nos sentamos en la cocina. Había mate preparado y un paquete de palmeritas recién abierto. Eran las cuatro y diez.
—Perdón —soltó de la nada. Lo miré extrañado.
—¿Por?
—Por lo que vas a pasar en un rato —murmuró. Se puso de pie y salió de la cocina. Volvió después de unos minutos con una caja —. Hoy podría decirse que vas a empezar a trabajar con nosotros. Vas a conocer a Ramona y también va a venir Pablo, el hombre que te trajo la primera vez. Acá adentro —dio unos golpes a la tapa de madera—, hay varias cosas que te van a ser útiles… y algunas que espero nunca tengas que usar. Abrila cuando estés cómodo. Y seguro de que querés hacer esto. Es peligroso. Y triste. Pero sobretodo, peligroso.
Volví a asentir. Me cebó un mate y alguien golpeó la puerta. Era Ramona, una mujer de unos treinta años. Alta, con el pelo corto, castaño oscuro. Me saludó alegremente y se sentó en la computadora de la sala principal.
Un rato más tarde llegó Pablo. Me contó que el taxi en el que me había traído ya estaba secuestrado y que habían dejado al conductor en la plaza Libertador, así que tenía que andar con cuidado: conocía muy bien mi cara, y a pesar de mi pelo oscuro y mis ojos verdes me reconocería de todas formas.
A las cinco sonó el timbre. Ramona y Mariano se miraron y me hicieron pasar al comedor. Había una mesa de madera y seis sillas. Nos sentamos y, después de unos segundos, entró Pablo junto a una pareja. Una mujer de unos treinta y cinco años, un hombre de unos cuarenta. Parecían destrozados.
—Gracias por recibirnos —dijo ella, acomodándose en una silla—. Estamos desesperados, no sabemos a quién acudir y… —se detuvo con un sollozo.
—Está bien, no se hagan problema. Ramona ya nos puso al tanto de la situación. Está investigando cuidadosamente los archivos del hospital. Se atendió con el doctor Espinoza, ¿cierto?
El hombre, todavía de pie, asintió en silencio, abrazando a su mujer.
—Tenemos que hacer algo con él, urgente —murmuró Ramona—. No puedo confiar en nadie dentro del hospital, parece que el equipo es grande.
La mujer inspiró profundamente y levantó la cabeza. Nos miró a todos con ojos hinchados y rojos, empapados. Estaba temblando.
—¡Por favor, ayúdenme! ¡Necesito verla! ¡Necesito ver a mi hija! –gritó—. ¡Me dijeron que estaba muy mal! ¡Que estaba enferma! ¡Y entonces…! —hizo silencio: todos sabíamos qué había sucedido entonces.
Yo no pude más. Me paré, me disculpé, salí de la habitación y fui directamente al living. Ramona me siguió. Nos miramos, en silencio.
Se acercó y me abrazó, mientras yo rompía en llanto.







—¿Le pasa algo? —me preguntó Federico cuando Lisandro se fue al baño.
Me encogí de hombros. Sí, algo le pasaba. Tenía los ojos hinchados, rojos: era lógico que había estado llorando. Apenas largaba alguna que otra palabra, y eso que normalmente era muy parlanchín. Se había limitado a saludarnos, había colgado su campera en el perchero de la cocina y había guardado una caja de madera bajo la barra. En las horas siguientes, apenas se había atrevido a mirarnos.
—Voy a hablar con él. Tal vez necesite charlar —murmuró, limpiándose las manos con un repasador enchastrado.
—No le insistas.
Era una noche muy tranquila. Las mesas estaban todas ocupadas, pero no había gente haciendo cola ni grupos muy alterados. El aire estaba pesado y podía percibirse la lluvia que estaba por venir.
Cristián lavaba una olla y Helena estaba terminando de preparar una copa helada que hacía minutos habían pedido. Clara estaba atendiendo. Salí de la cocina y me paré atrás de la barra. Un hombre tomaba cerveza sentado en una banqueta.
Mi vista se fijó en una cosa, acomodada cuidadosamente debajo de la barra: la caja de Lisandro. Quería saber qué le pasaba y allí, lo presentía, estaba la respuesta. Y sin embargo, no quería espiarlo.
Me agaché.
Tomé la tapa con ambas manos. Me quedé así unos segundos, a un paso de abrir la caja y también a un paso de dejarla cerrada. Y entonces hice fuerza hacia arriba. Bastante fuerza hacia arriba.
No se abrió.
—¿Margarita? —preguntó Clara.
Me paré.
—Hay muchísima mugre acá abajo. Hoy va a haber que limpiar bien —murmuré rápidamente, intentando disimular—. ¿A quién le toca limpiar hoy?
—A Fede y a Lisandro.
Asentí con la cabeza. Fui hasta la cocina, tomé la copa helada y la llevé a la mesa correspondiente, mostrando mi mejor sonrisa. Federico volvió del baño.
—Nada —dijo en cuanto me puse a su lado—. No largó ni una palabra; simplemente que ya se le iba a pasar. Y que no nos preocupáramos.
—Intenté abrir la caja —confesé—. Pero no pude.
—Tiene llave. Cuando entré al baño, la estaba mirando. La escondió enseguida.
Fruncí el ceño. Me giré hacia la caja y la observé durante unos segundos. Ahí adentro había algo importante. Algo que llamaba mi atención de una forma increíble. No quería ver su interior: necesitaba hacerlo. Necesitaba saber lo que escondía Lisandro. Necesitaba conocer su secreto.
Y lo iba a conseguir.







—¿Estás mejor? —escuché desde el celular.
—Sí —respondí—. Un poco.
Mariano suspiró.
—Disculpame. Pero necesitaba mostrarte el lado más duro de nuestro trabajo. Necesitaba mostrártelo antes de que te decidieras a abrir la caja. Ahora ya estás en condiciones de decidir.
Sonreí, con los ojos bañados en lágrimas. Me despedí, corté y me senté en el sillón del living. La caja de madera estaba apoyada en el suelo, justo en frente mío. Esperándome.
Mi cabeza ardía, a punto de explotar. Los sentimientos, los pensamientos, las ideas, iban y venían. Se entrelazaban. Se chocaban. Se golpeaban. Se enfrentaban. No quería ese sufrimiento. No quería verme otra vez en frente de una pareja desesperada. No quería. No podía.
Y sin embargo, quería encontrar a Marco. Quería buscar a Marco. Ver su rostro, ver sus ojos. Abrazarlo. Y quería rastrear a los secuestradores. Quería ver sus rostros, ver sus ojos. Apresarlos.
Tomé la caja, la apoyé sobre mis muslos y saqué una pequeña llave del bolsillo. Al fin y al cabo, Ramona me había dicho que me iba a acostumbrar al dolor; que en un tiempo ya no me haría tan mal. Abrí la cerradura y retiré la tapa.
Lo primero que vi fue una carpeta de cartón, amarilla, escrita con fibrón negro: Marco Ferrari. La abrí. Las primeras hojas eran fotocopias de todos los estudios anteriores al parto. Después, los datos de nacimiento escritos con una letra prolija y redondeada; la de mi mamá. Pero nada más. Algunas hojas casi en blanco, con apenas algunos datos sobre posibles paraderos de Marco, todos descartados.
Apoyé la carpeta sobre el sillón, a mi lado y volví mi atención al interior de la caja. Había fotos. Fotos de distintas personas. Al dorso figuraban su nombre, apellido y fecha de nacimiento. Uno de ellos era el hombre que me había intentado secuestrar. Aquellas personas eran quienes me buscaban. Las miré una y otra vez, fijando sus caras en mi mente. Tenía que hacerlo; tenía que conocer al peligro.
Un cuaderno en blanco, una agenda, lapiceras, una calculadora, dos lápices. Lentes de sol, una linterna, un sobre con chinches. Iba retirando todo de la caja, colocándolo sobre el sillón.
Otro folio con fotografías, esta vez de autos. Serían alrededor de veinte. En el dorso, la patente. Y en algunas, en rojo, la palabra “secuestrado”. Pude ver al taxi al que me había subido. GUP 483. Secuestrado.
En el fondo había un paquete papel madera. Era bastante pesado. Lo abrí lentamente y contuve el aliento cuando mi mano sintió el frío metal al retirar el envoltorio. Una pistola. Una pistola, una caja de balas y una nota.
Sólo por las dudas.








Era increíble cómo Lisandro se había recompuesto. Aunque claro, también podía estar fingiendo, porque la noche anterior lo habíamos agobiado bastante. Pero esa mañana lucía una sonrisa radiante, a pesar de que en sus ojos había un dejo de preocupación. Cuando lo vimos entrar a la cocina, con Federico cruzamos una mirada de sorpresa.
—¿Cómo están? —preguntó, colgando su campera.
—Nosotros bien. ¿Cómo estás vos? —atacó el otro, remarcando la última palabra. Lo miré con odio.
—Bien, no se preocupen. Podría estar mejor, pero creo que voy a poder acostumbrarme. ¿Hay reservas?
Suspiré. Era un cambio de tema demasiado forzado, pero no me importó.
—Para el almuerzo —dije—. Dos mesas de cuatro personas. Una puede ser de cinco. Asterisquito —me reí.
El resto del día pasó rápido y sin problemas. Dejé que Lisandro atendiera a Julia y le cayó bien. No hubo mucho trabajo, aunque las mesas reservadas resultaron ser bastante agobiantes. Picada, primer plato, segundo plato y postre. Era gente de algún lugar de Europa, no lo supe realmente.
Lisandro se fue diez minutos antes. Diez minutos más que suficientes para que yo me escabullera en la cocina y, a espaldas de Helena, cuchicheara con Federico.
—Julia lo puso de mejor humor —murmuré.
—Porque no lo viste en el baño. Parecía sonámbulo.
Fruncí el ceño.
—¿Estaba mal?
—Terrible. Y no era la tristeza de ayer. Había algo más.
Me quedé pensativa. Realmente estaba preocupada. Tal vez éramos unas de las pocas personas que Lisandro conocía en la ciudad y no nos hablaba del tema. ¿No sentía la necesidad? ¿No sentía la necesidad de estallar, de compartir con alguien el sufrimiento? ¿Podía soportarlo solo?
—Le dije que no está obligado a decirnos lo que le pasa, pero que puede contar con nosotros cuando lo necesite.
—Está bien —aprobé, y respiré profundamente.
Todavía iba a seguir sin saber nada durante alrededor de una semana. Entonces, al fin me contaría lo que le pasaba. Y a Federico también. Incluso antes.
Pero en ambos casos sería algo forzado.
No es que quisiera revelárnoslo.








Cuando Ramona abrió la puerta y vio mi cara de desesperación, me hizo ir directamente al living y me sirvió un vaso de agua. Me senté en el sillón, justo frente a la computadora apagada de Mariano. Ella se acomodó a mi lado.
—No soy un asesino —dije, monótonamente.
Me miró con ojos dulces durante unos segundos. Me miró, sonrió y tomó mi mano fuertemente.
—Nunca maté a nadie —susurró—. Pero te juro que no podría contar la cantidad de veces que use un arma. Que clavé un cuchillo. Que golpeé con un palo. Que apreté un gatillo.
Yo simplemente me observaba las zapatillas. La puntera de goma, manchada con alguna salsa del bar. Y la cabeza me pesaba; sentía una cabeza de plomo.
—Sabés que esto es peligroso, Lisandro. Ninguno de nosotros quiere que dispares esa pistola. Pero no podemos asegurarte que no tengas que hacerlo.
No dije nada. No sabía qué decir. No estaba enojado, ni preocupado, ni triste. No podía definirlo, simplemente. Me pasaba algo. Esa pistola había producido un efecto demasiado extraño en mí. Era un ruido. Un disturbio.
—Lo importante es que memorices los rostros y las patentes. Todos los rostros. Todas las patentes. Si podés retenerlos, vas a poder esquivarlos. Y entonces, no vas a tener que disparar —sonrió Ramona.
Yo suspiré.
—¿Y Mariano? —pregunté—. ¿Mató a alguien?
Volvió su vista al suelo y dudó.
—Me consoló mucho saber que no había tenido otra opción.
—Eso es un sí —murmuré.
Asintió en silencio.
—Pablo dejó a tu secuestrador en plaza Libertador después de dormirlo con una inyección. Antes, simplemente los soltaban. Eso nos ponía en mayor peligro y debíamos defendernos con mayor frecuencia.
Hizo una pausa, sonriendo.
—Hace años que la cabeza de Mariano sólo piensa en cómo lograr que muera la menor cantidad de personas posibles.
Yo también sonreí.
—No te preocupes —dijo, poniéndose de pie—. Si hay algo que no pretendemos de vos, es que aprendas a disparar.




 



Lavé la taza, la dejé secándose con el aire del ambiente y me sequé las manos con el repasador. Caminé hasta el baño y me miré al espejo: tenía el pelo demasiado largo. Las ondas se entrelazaban y enredaban, y las puntas parecían desprenderse en cientos de filamentos.
Sonreí. Me encantaba ver cómo el reflejo me devolvía el gesto.
Fui al living, agarré una hoja y le dejé una nota a mi compañera de casa, Cristina, que todavía dormía.
Cris, me fui a trabajar. Hay pollo en la heladera. Un beso.
Habían pasado varios días desde que Lisandro había llevado la caja al bar. Su humor había vuelto a la normalidad y mi obsesión había disminuido bastante.
Cuando llegué a Juno, Federico me recibió alegremente. Demasiado alegremente, quizá. Y enseguida supo por qué.
—Lisandro no viene hasta la noche.
Supongo que mi rostro habrá tomado un color un tanto oscuro, porque el suyo se palideció levemente.
—Pero no te preocupes —agregó—. Patricio se encargó de llamar a Matías, el mozo del otro turno, para que lo reemplace.
Me reí.
—Entonces supongo que puedo irme; Matías es como un pulpo —murmuré, entrando a la cocina. Cristián me saludo con una sonrisa.
—Claro que sí. Matías hace todo el trabajo —bromeó el otro, entrando atrás de mí y revisando que todas las ollas estuviesen limpias.
Lo cierto es que en Juno solamente trabajábamos Clara, Federico, Helena, Cristián, Lisandro y yo. Era un restó-bar pequeño y generalmente éramos suficientes para cubrir todo el trabajo. Por eso, teníamos la libertad de faltar cuando lo necesitáramos, con un máximo de cuatro veces por mes.
—Bueno, supongo que hoy es el día en que Lisandro agarra cajas de por ahí— se burló Federico, pero a mí no me causó gracia.
En realidad, Lisandro sí estaba haciendo algo relacionado con la caja. En realidad, eso que estaba haciendo haría que nuestras vidas cambiaran. Mucho.
Pero claro, todavía no lo sabíamos.







—¿Estás nervioso? —preguntó Ramona, sentada a mi lado. Vestía un guardapolvo de enfermera y estaba cuidadosamente maquillada. Un prendedor bajo su clavícula izquierda la identificaba como Irina.
—Sí.
Serían las seis de la tarde. Habíamos estado todo el día ensayando y planificando. La sala de espera estaba vacía, y sin embargo susurrábamos.
—Tranquilo, va a salir todo bien. Lo único que necesitamos es esa llamada telefónica.
—¿Y cómo saben que la va a hacer?
Ella se limitó a sonreír. Siempre hacía lo mismo.
En la sala de partos había una mujer teniendo a su bebé. Trabajaba con Mariano. En el hospital todos creían que su esposo estaba enfermo, internado hacía siete meses, y que iba a criar a su hijo sola, aunque todo era un invento. Se atendía con el doctor Espinoza.
—¿Cómo puede ser que se anime a hacer algo así? —pregunté, por enésima vez en ese día.
—La gente trabaja con nosotros de muchas formas. Hay infiltrados en hospitales, clínicas, municipios, bancos y muchas más instituciones. Otros, como vos o Pablo, se dedican a varias cuestiones. Verónica se ofreció cuando tenía un mes de embarazo.
Verónica era la mujer que estaba dando a luz. Ocho meses atrás se había ofrecido para otorgar su parto. Así le llamaban. Se fingía toda una situación para que el médico sospechoso planeara robar al bebé. En el momento en que establecía contacto con sus cómplices, se grababa la llamada. Era la segunda vez que se llevaba una operación de ese estilo. Y la primera no había salido del todo bien.
—¿Realmente están seguros de que va a funcionar?
Ramona se rió.
—Si hubieses leído los informes, sabrías que los robos se llevan a cabo en situaciones particulares. Con muchos factores en común. Nosotros fusionamos varios de esos factores. Necesitamos acumular evidencia. Y algún día, van a caer todos, o la gran mayoría. Pero tenemos que esperar ese día pacientemente. Tenemos que esperar a que se nos dé una señal, una señal que nos marque el momento justo. Si develamos la verdad de a poco, lo único que vamos a lograr es que los líderes y los colaboradores que no conocemos refuercen sus medidas de seguridad.
—¿Y qué esperan? —pregunté.
Ella respiró profundamente.
—Conocerlos a todos. Conocer los nombres de cada líder, de cada empleado, de cada colaborador. Entonces, con la evidencia que hayamos recolectado, será suficiente.








Un llanto se dejó escapar desde la sala de partos. Ramona y yo nos miramos seriamente. Unos minutos más tarde, Espinoza salió del cuarto.
—Vamos —susurró ella, poniéndose de pie rápidamente, antes de que pudieran verla sentada junto a mí. Avanzó por el pasillo unos metros delante del médico, ignorándolo, y yo los seguí con cuidado. Ella se quedó observando una pizarra y él ingresó a una habitación.
Me acerqué a Ramona, que estaba hablando por celular.
—Ya entró al consultorio —dijo, y al cabo de un instante se volvió a mí—. Están grabando. Registran sonido, ¡perfecto!
El equipo de Mariano había pinchado el teléfono de Espinoza. Podían grabar su llamada y escuchar la grabación luego. La reproduciríamos por primera vez todos juntos, al día siguiente.
—Ahora te toca a vos —susurró, sonriendo—. Te hago sonar cuando vaya.
Volví a la sala de espera. Sentía cómo mi cabeza ardía de nervios. Si algo salía mal, los resultados serían catastróficos. Había practicado lo suficiente, y sin embargo sospechaba lo peor.
Mi celular vibró al cabo de unos minutos.
Espinoza se acercó por el pasillo. Yo me puse de pie y caminé hacia él.
—Doctor, ¿ya nació Matías? —pregunté.
—Sí, hace unos minutos —contestó, intrigado—. ¿Usted es…?
—Iván Reinoldo, el tío —le extendí mi mano—. Mucho gusto. En casa estamos impacientes por conocer al nuevo integrante de la familia —sonreí.
Sus ojos adquirieron un tono oscuro. Dio unos pasos y abrió la puerta de la sala de partos. Asintió con la cabeza.
—Adelante —murmuró, y se alejó por el pasillo.
Yo tomé mi teléfono y llamé a Ramona. Corté al segundo tono, antes de que me atendiera. Suspiré y entré a la habitación.
Verónica dormía en su cama y una enfermera le acomodaba las sábanas. No había señales de Matías.
—Estaba cansadísima —comentó la mujer—. El bebé está en observación, creemos que puede haber algún problema, teniendo en cuenta la enfermedad de su padre. Esperemos que todo salga bien.
Mentirosa. No podía haber problemas porque su padre no estaba enfermo.
Le respondí con una sonrisa triste y salí del cuarto.








—Espinoza hizo otra llamada —susurró Ramona—. Suponemos que canceló la operación, pero nada es seguro. Andá a tu casa, relájate un rato. Yo te tengo al tanto. Mañana a la tarde nos vemos en lo de Mariano —sonrió.
Fui al departamento y me bañé, sin poder sacar de mi cabeza el llanto del bebé, los ojos de Espinoza, la sonrisa de Verónica. ¿Cómo se suponía que me relajara? Estaba a punto de ir a trabajar cuando me llegó un mensaje de texto.
Salió todo bien. Mañana vení al hospital.
Jamás me había sentido tan bien. Tan relajado, tan alegre y tan satisfecho como me sentí al leer las palabras enviadas por Ramona. Esa noche, en el bar, todo pasó velozmente, como si las horas estuviesen avanzando más rápido de lo normal para permitirme ver a Matías lo antes posible.
Federico y yo tuvimos que quedarnos a limpiar, así que nos fuimos media hora más tarde y cerramos el local. La noche estaba tranquila, estrellada y silenciosa.
—Hoy dejé de fumar, increíble —murmuró, guiñándome un ojo, mientras cerraba el candado—. Vamos, te llevo.
Nos subimos al auto y comenzamos a andar. Tuvimos que detenernos en esa misma esquina por la luz roja. Otro coche frenó detrás. Éramos los únicos en la calle.
Íbamos hablando de películas. Federico era fanático del cine español y me recomendó varios títulos. Sin embargo, mi mayor atención estaba puesta en aquel auto que no dejaba de seguirnos. Doblábamos, doblaba. Frenábamos, frenaba.
—Doblá —dije, cortante, cuando llegamos a la esquina anterior a mi cuadra. Me miró con sorpresa, pero me hizo caso.
—Nos sigue —murmuró, cuando se dio cuenta de lo que sucedía—. ¿Qué hago? ¿Qué hago? —volvió a doblar, y así lo hizo nuestro persecutor.
Estaba a punto de decirle que intentara perderlo y fuese a mi casa, pero me detuve. Había visto la patente del auto. Había reconocido la patente del auto. Estaba en la lista que Mariano me había dado.
—Hay que perderlo. Y después, ir a un bar. ¡O a donde sea! —casi grité, totalmente alterado —. ¡Pero no vayamos a mi casa! ¡Ni a la tuya!
—¿Qué pasa? —se sorprendió ante mi reacción—. ¡Lisandro! ¿Qué te pasa?
Yo estaba completamente agitado. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Era evidente que no estaba nervioso por una simple persecución.
—Vamos a un bar —comencé, sin poder creer lo que estaba por decir—. Tengo que contarte algunas cosas —hice una pausa—. Varias.
Esa noche develé por primera vez toda la verdad acerca de mí. Acerca de Alan, acerca de Lisandro. Le hablé de mis padres, de mi hermano. De Mariano, de Ramona. De lo que había pasado esa tarde. De la grabación que escucharía al día siguiente. Le conté absolutamente todo, con el mayor detalle.
Y le hice prometer que lo mantendría en secreto.