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Observé cómo se acercaba, atravesando la plaza. Sus rasgos eran todavía imperceptibles, pero supe que era él en cuanto divisé su forma de caminar; cada movimiento lo delataba.
Me acomodé en el banco de madera: estaba nerviosa. Pero era una sensación placentera. Nervios placenteros. Iba hacer algo que había planeado durante varias semanas. Y no podía evitar que se me retorciera el estómago.
Se acercaba, con su particular andar. Idéntico al de su hermano. Joaquín; Marco. Era como ver a Lisandro.
Me puse de pie y caminé hacia él, sonriendo. Saludó con la mano, desde lejos.
—¿Cómo estás? —pregunté, cuando lo tuve en frente. Era bastante más alto que yo. Y más alto que su hermano. Tenía el pelo castaño claro y los ojos de color almendra brillante.
—Bien —dijo—. Raro. Es raro verte en persona.
—Te lo pedí porque quiero darte algo —comencé; quería terminar con eso lo antes posible—. Una especie de regalo.
Me miró extrañado. Hurgué en mi mochila y saqué una carpeta con tapas rojas. La sostuve contra mi pecho durante unos segundos y luego se la di.
—No la mires acá —me apresuré a decir—. Esa carpeta tiene todo lo que vas a necesitar para creerme.
Frunció el ceño
—¿Creerte qué?
Respiré profundamente, pensando en cómo contarle toda la verdad.
—Mañana va a terminar todo, Joaquín; toda la mentira. Y mi relación con vos es parte de esa mentira. Tu nombre es parte de esa mentira. Tus padres, tu familia. Es una mentira enorme, indescriptible. Pero mañana, al fin, se va a acabar todo. Y no puedo esperar hasta mañana para que sepas la verdad. No puedo permitir que te llegue desde otro lado. Necesito decírtelo. Necesito contártelo. Pero necesito que tengas las pruebas para creerme.
No dijo nada. Simplemente me observaba, expectante. Esperando a que me atreviera a pronunciar su verdadero nombre. Esperando a que le dijera que tenía un hermano. Esperándolo, aunque no lo supiera.
—Leela, por favor. Esa —indiqué, señalando la carpeta—, es tu verdad. Tu vida, Joaquín: no la deseches. Por favor, cuando estés en tu casa, leela. Y cuando me creas, cuando estés preparado, avisame —me detuve, pensativa—. Pero no me hables antes, por favor. Solamente cuando estés preparado para conocerlo.
Sus ojos lucían preocupados. Algo en ellos me perturbaba.
—¿Qué pasa, Margarita? —preguntó, asustado.
Asentí suavemente con la cabeza. No había más que explicar.
—Tenés un hermano. Soy su amiga —hice una pausa—. Y te llamás Marco.









—¿Estás seguro de esto? —repitió Alejandro, desde el taxi. Le envié una mirada segura, asintiendo, mientras retrocedía unos pasos.
—Confiá en mí —dije—. Volvé en quince minutos.
Di media vuelta y comencé a caminar directo al primaveral jardín de Vanzini. Hasta sus plantas se mentían a sí mismas: el invierno todavía amenazaba cada mañana. Unos de los guardias se acercó, impidiéndome el paso.
—Soy Alan Ferrari —murmuré con superioridad—. Supongo que me conocés.
Sonreí, mientras me observaba de los pies a la cabeza. Y de la cabeza a los pies. Dio un paso hacia la izquierda, liberando mi camino, y se llevó el handie a la boca. No alcancé a escuchar lo que dijo.
Avancé decidido, directo a la puerta. No tuve que tocar el timbre, Vanzini la abrió en cuanto estuve frente a ella. Tenía los ojos iluminados de gloria.
—¡Alan, querido! —saludó, falsamente alegre—. ¿O debería decir Lisandro?
Me deslicé hacia el interior de la casa, lanzando un débil bufido. Fingiendo aburrimiento, aunque por dentro los nervios me carcomían las células.
—¿Dónde está Julia? —ataqué, sin pensarlo dos veces.
Lanzó una risita. Odiosa.
—Doy órdenes, Ferrari —comentó, como si nada—. De eso a saber cómo se cumplen hay un paso muy grande.
Presioné la mandíbula, conteniendo la rabia. Mi pecho parecía a punto de arder en llamas e incendiar ese lujoso recibidor. Inhalé.
—Julia no tiene nada que ver con esto. No sabe nada.
Exhalé.
—Qué raro —ironizó, gustoso—. Porque lo primero que dijo fue que no nos iba a decir absolutamente nada —sonrió—. Supongo que algo tiene que saber.
—Le llegan a hacer cualquier… —comencé, pero me interrumpió al instante.
—No estás en condiciones de advertirme, Ferrari. Si todavía no tenés una bala en la sien es porque te considero más útil vivo que muerto —amenazó, con voz firme y decidida: no mentía—. Por ahora —aclaró.
Me quedé mudo. Completamente mudo. Ese hombre alto, rubio y esbelto, asquerosamente esbelto, irradiaba una energía hostil que me invadía, aniquilando cada porción de valentía que había en mi cuerpo.
—Así que, por favor, andate de mi casa antes de que cambie de opinión.
Di un paso hacia atrás, tembloroso. Quería irme. Necesitaba irme. Julia estaba en manos de esa gente y no podía salvarla. Se me enredó la garganta.
Margarita: tenía que hablar con ella. Abrí la puerta, conteniendo una arcada.
—Saludos a tus padres —agregó, burlón—. O mejor se los envía Julia.
Cerré la puerta. Y avancé, con la mirada perdida. Conteniendo el llanto.
Ir allí había sido la peor idea.









Eché un vistazo a la habitación, sonriendo. Mariano se había quedado en silencio tras informarnos cuál era nuestra situación. Emanuel se sonaba los dedos de la mano. Pablo, desde el sillón, observaba tristemente la silla que solía ocupar Ramona, ahora vacía. Natalia, en el escritorio, tecleaba ágilmente; debía comenzar a enviar todos nuestros archivos a un contacto, Franco, por si cualquier cosa sucedía. Verónica, parada detrás de Lisandro, masajeaba suavemente su espalda. Y él, lleno de tristeza, parecía no estar presente.
—No tenemos más tiempo —concluyó Mariano—. Así que mañana mismo vamos a terminar con todo esto.
Levanté la mirada, cruzándola con la suya. Me envió una débil sonrisa.
—Decidimos trabajar en parejas, teniendo en cuenta el peligro que corremos. Natalia y yo vamos a quedarnos acá, recopilando la información y enviándola a Franco, que se va a encargar de archivarla. Margarita y Pablo van a estar en un auto, afuera de la casa, desde unas horas antes para mantenernos al tanto. Estén preparados para salir a la mayor velocidad, por si acaso.
Asentí, suspirando.
—Verónica, gracias por ayudarnos —continuó él—. Como te comenté, necesitamos que te quedes en el móvil policial, que va a estar grabando la conversación. Emanuel va a estar con vos.
—Es importante que controlen que la grabación se esté realizando —intervino Natalia—. No nos fiemos de esos policías, aunque digan que nos apoyan.
—Sí, por supuesto —adhirió Mariano, y se volvió hacia Lisandro—. Vos vas a estar solo, obviamente. Por favor, tené mucho cuidado.
—A las tres estoy ahí —fue todo lo que dijo.
Tenía la voz vacía, sin emoción. Sin vida.
Un escalofrío me recorrió la espalda al escucharlo. ¿Cómo podía estar ahí, dispuesto a seguir adelante, a enfrentarse con la persona que había secuestrado a su novia, que había asesinado a sus padres, que quería verlo muerto?
—El móvil va a estar desde las dos —comentó Emanuel—. Ya confirmaron.
—Y nosotros desde la una —se sumó Pablo—. En frente, para disimular.
Mariano asintió con la cabeza, mordiéndose el labio inferior.
—Perfecto —dijo—. Entonces, ya está todo listo.
Mi garganta se expandió, intentando ocupar más lugar del que debía. Presioné la mandíbula, esbozando una sonrisa, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Lágrimas de alegría, de completa alegría.
—¿Qué pedimos para cenar? —pregunté.









El tiempo había pasado en cámara lenta. Los minutos de espera habían sido horas. Los autos iban y venían. La gente iba y venía. Desde la esquina, podíamos ver todo lo que sucedía en el jardín de la casa de Vanzini. Y también al móvil policial, en la otra cuadra, que hacía quince minutos había llegado.
Pablo, impaciente, tamborileaba con sus dedos sobre el volante del auto. Ramona le hubiese pedido que se detuviera, pero a mí no me molestaba. Al fin y al cabo, era el único movimiento que había percibido en la última hora.
—Mirá eso —dije, al ver que uno de los guardias de Vanzini conversaba con alguien que se había detenido en doble fila.
Consultó su handie  varias veces, como si estuviese transmitiendo información. Unos minutos más tarde, se despidió del conductor y el auto se puso en marcha.
Me volví hacia Pablo.
—Sigámoslo —dije—. Unas cuadras, nada más. Todavía faltan cuarenta minutos para que venga Lisandro —agregué, al ver su expresión de desacuerdo.
Arrancó, lanzando un bufido. Y yo sonreí.
Avanzamos durante varios minutos, manteniendo una distancia prudente. No tenía idea de dónde estábamos, pero Pablo parecía preocupado. Lo miré y levanté las cejas, pidiendo una explicación.
—Está yendo a la ruta —murmuró, seriamente.
Miré el reloj del celular. Eran las dos y media. Seguir significaba diez, quizá quince minutos más. Y también volver: otro largo trecho. Comencé a escribir un mensaje de texto para Emanuel.
—Ahí le aviso a Ema, para que se encargue de lo nuestro —comenté—. Seguí, tengo una sospecha de a dónde puede estar yendo este tipo.
—Sí, yo también —susurró, asintiendo con la cabeza.
Continuamos otros diez minutos, a través de la ruta. Las casas fueron desapareciendo poco a poco y el descampado se abrió paso con todo su esplendor. Sólo algunos galpones, silos y pequeñas casas interrumpían el paisaje llano.
El auto se detuvo frente a una construcción de chapa dañada por el tiempo. Pablo giró a la derecha y avanzó hacia un grupo de árboles para escondernos. Sacó la llave y abrió la puerta.
—Vamos.
Caminamos lentamente, teniendo cuidado de no ser vistos. Estábamos lejos, pero podíamos divisar a dos hombres conversando en el exterior del galpón. Se subieron al coche y condujeron nuevamente hacia la ciudad.
Aceleré el paso. La construcción estaba cada vez más cerca. No tenía ventanas y había varias huellas de auto a su alrededor. Estaba nerviosa. Sentía cómo la sangre se deslizaba con mayor presión a través de mis venas.
Sólo unos metro más.









—Creí que el tema de tu novia había quedado claro —comentó Vanzin¡, soberbio, al verme atravesar la puerta de su casa.
Sonreí.
—No vengo por Julia —dije con voz firme.
Estaba nervioso. Una retorcida sensación recorría mi cuerpo, contorsionando cada músculo, enredando cada tendón, trenzando cada vena. Enloqueciendo cada célula. En todas direcciones, constante, el nerviosismo avanzaba, crecía, se reproducía. Pero no moría.
Tenía que disimularlo. Era la única forma de que el plan funcionara. De que todo saliera bien. De que todo terminara, de una vez por todas. Me soné la espalda y me llevé una mano a la cadera, sintiendo el frío metal entre mis dedos.
—Esta vez vengo a ponerle fin a todo —dije, levantando hacia adelante el brazo con el que sostenía la pistola—. Pero antes quiero saber una cosa.
Vanzini retrocedió lentamente, con cautela. Me creía. Creía que era capaz de matarlo. Sus ojos se enfrentaron a los míos, amenazantes. A pesar de todo, no había perdido ese dejo de superioridad característico.
—¿Dónde está mi hermano? —pregunté.
Ya sabía la respuesta, por supuesto. Pero necesitaba información. Debía sacarle la mayor cantidad de información posible. Presioné la mandíbula, nervioso.
—Seguimos a los niños que entregamos durante cinco años —murmuró, orgulloso de sí mismo—. Y aunque el suyo es un caso especial, hace mucho tiempo que no tengo noticias de él.
—¿Caso especial? —me interesé.
—¿Tengo que explicarte todo, Ferrari? —sonrió—. Cuando supimos que tus padres estaban investigándonos, pensamos instantáneamente en Joaquín —hizo una pausa—. Las cosas se complicaron y tuvimos que tomar otro tipo de medidas.
Contuve la respiración. La angustia se había concentrado en mi garganta. Pinchaba, pellizcaba, quemaba. No había forma de detener el dolor.
—No somos asesinos —aclaró—. Intentamos solucionar nuestros problemas de otras formas, pero a veces se vuelve imposible.
Supongo que notó mi inestabilidad. Supongo que algo en mis ojos, en mi rostro, en mi postura, le advirtió que no estaba tan decidido como parecía. Supongo que el dolor cubrió mi cuerpo por completo, porque lo que hizo a continuación fue algo completamente inesperado.
—Ahora, bajá el brazo —ordenó, sacando una pistola de la parte trasera de su pantalón—. Lo siento mucho, pero las cosas volvieron a tornarse imposible con tu familia —ironizó, torciendo levemente la cabeza.
Me quedé en silencio, esperando.
—¿Algo para decir? —preguntó.









La puerta de madera cayó con un golpe seco, tras varios minutos de fuertes patadas contra ella. Una nube de polvo se desprendió del suelo, resplandeciendo ante la luz que se filtraba en el galpón, generando una tenue iluminación.
La habitación estaba vacía. Sólo podían verse algunos montones de cajas y, en el centro, una silla. Una mujer sentada sobre una silla. Una mujer desnuda, bañada en barro y sangre. Una mujer lastimada, golpeada, ultrajada.
Julia.
Avancé rápidamente, en silencio, mientras mi cuerpo pedía a temblores y escalofríos que llorara, que gritara, que expulsara todo el dolor y la furia. Me acuclillé a su lado y le corrí el pelo de la cara, temblorosa.
—Julia —susurré—. Julia.
Pablo se había quedado en la entrada. Podía oír su respiración, acelerada. Podía oír cómo soltaba el aire, intentando relajarse.
—Julia —insistí, acariciándole la cara—. Julia, por favor.
Abrió los ojos. Todo su cuerpo se tensionó. Cada uno de sus músculos cedió para que pudiese realizar ese movimiento. Sonreí, aferrándola por los hombros.
—Vamos a llevarte a un hospital —dije, dejando escapar una lágrima.
—Margarita —soltó ella, enredando su voz con el aire.
La miré, devastada. Hablaba lentamente, entrecortando el sonido. Hablaba tartamudeando, haciendo su mayor esfuerzo. Hablaba, y con cada palabra mi pecho se hundía más y más. Se contorsionaba, se desgarraba.
—No hay tiempo, Margarita —alcanzó a decir. Tosió.
—Sí hay tiempo, Julia —me opuse—. Vamos a llevarte al hospital, y vas a estar bien. Y vas a ver a Lisandro, y le vas a dar un beso, y vas a conocer a Marco, su hermano. Vas a conocer a Marco, Julia —sonreí, volviéndome hacia Pablo—. Andá a buscar el auto, por favor —le pedí.
—Les dije, Margarita —continuó ella, necesitando cada vez más fuerza—. No tienen tiempo —repitió, y volvió a toser—. Les dije la dirección de Mariano.
Me puse de pie, suspirando. No me importaba. No me importaba nada más que salvarle la vida. No podía pensar en nada más.
—Ambulancia —fue lo último que dijo. Cerró los ojos y dejó caer su cabeza suavemente hacia adelante. Seguía viva. Seguía respirando. Y había tomado una decisión. Una decisión que, por más que me costara, debía respetar.
Corrí hacia afuera del galpón, sacando mi celular. Marqué el número de emergencias y continué, a toda velocidad, hacia el auto. Pablo me siguió.
—Encontramos una mujer en un galpón en la ruta. Está mal, muy mal. Inconsciente, me parece. Pero está viva —dije, desesperada, en cuanto me atendieron—. Necesitamos una ambulancia urgente. Lo antes posible.
—¿Kilómetro? —preguntaron.




musicalizá!







Pablo detuvo el auto bruscamente, en doble fila, y casi saltó a través de la puerta. Lo seguí corriendo hasta la entrada y el pecho se me estrujó al ver que la cerradura estaba forzada. Cerré los ojos, desilusionada.
—Esperá acá —susurró, mientras se deslizaba con cuidado hacia el interior de la casa de Mariano.
Esperé. Esperé diez, quince, veinte segundos. Esperé un minuto, quizá dos. Pero no pude soportar la desesperación. No pude soportar la intriga, el silencio.
Empujé la puerta.
—No entres, Margarita —gritó Pablo, seriamente. Había un dejo oscuro, triste, completamente desconsolado en su tono de voz.
No le hice caso. Di un paso hacia adelante, entrando. Me recibió el cuerpo de Natalia, desparramado en el suelo del living, rodeado de rojo. Completamente inerte. Y unos metros más allá, al lado de la computadora, Mariano. Desplomado en el piso, con los ojos ciegos, los oídos sordos, el rostro sin rostro.
Tomé aire con dificultad. Sentía que todo estaba desapareciendo, lentamente. Las baldosas, las paredes. La mesa, las sillas. Los cuerpos, la sangre. Desparecía, dejándome completamente sola, en un vacío que me aprisionaba, que anudaba mi garganta y se comprimía, aplastándome.
—Hijos de puta —murmuré, sin separar la mandíbula, dejando escapar todo el aire de mis pulmones —. Hijos de puta.
Mi diafragma había enloquecido. Se contraía y relajaba una y otra vez, impidiéndome respirar con normalidad. Obligándome a apoyarme contra la pared, a la espera de la calma.
—Ya habían enviado todos los archivos —dijo Pablo, desde algún lugar de la habitación ajeno a mi realidad—. Llegaron tarde.
—Hijos de puta —repetí, temblorosa, como única respuesta—. Hijos de puta.
El vacío aumentaba. Ocupaba más y más espacio. Ingresaba por mis poros, invadiéndome poco a poco. Anulándome.
Mi celular sonó.
—Habla Emergencias —dijo un joven, del otro lado—. ¿Dónde está, señorita?
Tardé en darme cuenta de lo que sucedía. Tardé en volver al mundo, capaz de procesar la información y formular una oración coherente.
—Tuve que irme —murmuré, recuperando la visión.
—La mujer que encontró ya está en una ambulancia. Vamos a llevarla al Hospital Ramos Mejía —hizo una pausa—. ¿La conoce?
—No —mentí, sin saber por qué. Y corté.
Respiré profundamente: mi diafragma se había relajado. Miré a Pablo, que me observaba con la mirada vacía, esbozando una sonrisa triste.
Nosotros también habíamos llegado tarde.




musicalizá!







Miré fijamente el círculo oscuro que me amenazaba. Miré profundamente, imaginando las heridas que había causado. Las vidas sobre las que había decidido. Las lágrimas que había hecho desprenderse. Lo miré en silencio, durante varios segundos, y levanté mi vista hacia Vanzini.
—No vas a matarme —sonreí—. Implicaría perder demasiada información.
Rió por lo bajo.
—La única información que necesitaba me la brindó tu noviecita —comentó, en tono burlón—. Es una lástima.
Quitó el seguro del arma. El débil click invadió la habitación. Invadió mi cuerpo, instalándose en mi pecho, sofocándolo. Tomé aire mientras levantaba el brazo en el que sostenía la pistola. Otro click.
—Sólo es cuestión de presionar el gatillo —dije, con seriedad.
No iba a hacerlo; no era capaz. En mi casa, sentado cómodamente en el sillón, hubiera jurado que dispararía a Vanzini, después de todo lo que había hecho. Hubiera jurado que tendría el valor para hacerlo, que no dudaría un solo segundo. Pero allí, con el arma preparada, las cosas se veían de otra forma. No iba a matarlo: tenía el valor para permitirle seguir viviendo, después de todo lo que había hecho.
Nos quedamos así, sin movernos, sin hablarnos, durante unos minutos. Con las miradas fijas en los ojos del otro, con el rostro inmune, con los brazos extendidos, amenazantes. Pero sin hacer un solo movimiento.
—Estoy esperando, Ferrari —comentó él, soberbio.
Iba a contestar. Iba a desafiarlo a que se atreviera, pero no tuve el tiempo suficiente. La puerta se abrió y una policía se deslizó hacia el interior, a paso rápido.
—¿Cuántas veces tengo que decirle a Mejía que venga él mismo a tratar nuestras cuestiones? —se quejó Vanzini, sin bajar el brazo.
—No venimos de parte del oficial Mejía —sonrió la mujer; dos hombres más entraron tras ella y caminaron directo hacia nosotros—. Queda detenido, acusado de robo y tráfico de niños, falsificación de documentos legales, secuestro y asesinato, hasta que se demuestre su inocencia.
Uno de los policías nos quitó las armas, mientras el otro tomaba a Vanzini por la espalda y esposaba sus manos. Sonreí, y un cosquilleo se deslizó por mi columna.
—No vine a matarte —confesé—. Vine a grabar esta conversación, para que no haya forma de que nos sigas mintiendo a todos.
Se volvió hacia mí, con el rostro empapado de odio. Los policías lo condujeron hacia el exterior de la casa y yo los seguí a paso lento. Emanuel, Verónica, Pablo y Margarita esperaban en el jardín. Pero sus ojos no brillaban. Sus ojos no se habían cargado de la alegría y el regocijo que recorrían mi cuerpo.
—¿Qué pasó? —pregunté, preocupado.
Sus ojos siguieron oscureciéndose.




musicalizá.







Los rayos del sol descendían desde lo alto, dando de lleno en mi cara. Hacía meses que no sentía esa hermosa sensación de calor, que no deja espacio a otras emociones. Meses atrás, pérdida tras pérdida, hubiera sido imposible relajarse. Bañarse, al menos un poco, de la tranquilidad solar.
—Encontramos a Julia. Está en el hospital —dijo Margarita, casi en susurro, tras darme las malas noticias—. ¿Vamos a verla?
Asentí suavemente, esbozando una sonrisa.
Una leve brisa se acercó, trayendo consigo el olor de las hojas, de las flores nacientes, de la tierra humedecida. La primavera se mostraba, en aquel lugar, como en ninguna otra parte. El canto de los pájaros, nunca interrumpido. El caminar lento de alguna abuela, de algún abuelo, esperando sentirse, quizá, un poco menos solos. La risa triste del niño, cargada de inocencia; cargada de nostalgia. La primavera se mostraba triste, pero cálida. Triste, pero esperanzada. Triste, pero llena de vida, a pesar de todo.
—¿Cómo está?
—Grave; sigue inconsciente. Fue muy golpeada —explicó el médico—, y su cuerpo necesita mucha fuerza para recuperarse.
Presioné los labios, conteniendo las lágrimas.
—No puedo creer que hayan pasado dos meses —murmuré.
Alejandro lanzó un suave suspiro, levantando la vista. Me observó durante unos segundos, en silencio.
—El tiempo nunca se detiene, Ele —comentó, y su voz lo cubrió todo—. Ni en la lucha cotidiana, ni en la tristeza de la muerte, ni en alegría del triunfo, ni en el silencio del recuerdo. El tiempo siempre pasa.
Me abrazó con fuerza. Me presionó contra ella, transmitiéndome todo su calor, toda su energía.
—No pudo verme, Marga —susurré, apoyando mi cabeza en su hombro.
Presionó más, y el abrazo ocupó todo el vacío, toda la nada que avanzaba a través de mi cuerpo, cubriéndolo lentamente.
—No es necesario —dijo, dulcemente—. No es necesario ver para sentir.
Alejandro rodeó mi espalda con su brazo, empujándome suavemente hacia adelante, y sacó la flor marchita del pequeño recipiente de vidrio.
—¿Vamos? —preguntó—. No querrás llegar tarde.
—No. Pero me hubiese encantado que ella estuviese ahí, que lo conociera conmigo —murmuré, dejando escapar una lágrima contenida.
Coloqué un lilium amarillo, acariciando sus pétalos. Y comenzamos a caminar hacia la salida, a paso lento. Me miró, y el brillo en sus ojos fue suficiente para comprender lo que estaba pensando.
Julia siempre iba a estar ahí.




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   01 Punto de fuga by Lucio Mantel






¿Cómo explicar la distancia, inmensa y breve al mismo tiempo? ¿Cómo explicar la mirada constante, quieta, llena de expresión? ¿Cómo explicar las posturas, inseguras pero dispuestas, adultas pero inocentes, tranquilas y a la vez tensas? ¿Cómo explicar el paso hacia adelante; la eternidad del paso hacia adelante? ¿Cómo explicar las sonrisas, los rostros iluminados? ¿Cómo explicar el encuentro, entre la parte que busca y la parte perdida? ¿Cómo explicar el momento de quietud que moviliza, de silencio que aturde, de calor que congela?
Uno avanza, en silencio. El otro espera, un segundo, y avanza también. En el centro, donde los caminos se cruzan, aguarda el tiempo. El tiempo perdido, el tiempo ganado. El tiempo que se recupera y el tiempo que ya nunca puede volver. El tiempo alegre, triste, derrotado, triunfante. El tiempo eterno, que decide detenerse, esperando en el centro.

¿Cómo explicar los metros que se hacen kilómetros? ¿Cómo explicar los ojos que miran, entendiendo, reconociendo; que son espejo de lo que uno siente, de lo que uno piensa, de lo que uno sabe e ignora? ¿Cómo explicar el escalofrío que asciende desde los pies y trasciende la cabeza, transciende los poros, trasciende el aire y avanza hacia algún lugar desconocido? ¿Cómo explicar el temblor de la pierna propia, que no responde? ¿Y cómo explicar la confianza de la ajena, que se atreve a avanzar? ¿Cómo explicar la sonrisa, conocida, vista siempre, que responde a la mirada profunda? ¿Cómo explicar el paso lento de la parte arrebatada, de la parte buscada y encontrada? ¿Cómo explicar el momento de nerviosismo relajante, de respiración acelerada, de pulso detenido?
Él avanza, con la mirada fija en mi mirada, confiado. Mis piernas esperan, tardan, pero también avanzan. En el centro, donde nuestros caminos se encuentran, nos espera la historia. La historia pasada, la de Alan y Joaquín, la de Roca y Trelew, la de hijos únicos, la de completos desconocidos. La historia presente, la de Lisandro y Marco, la de búsqueda, pérdida y encuentro. Y la historia futura; la historia que es una, la misma para ambos.
Las historias nuestras, las que nos hacen personas, las que nos construyen, nos forman como lo que somos, están ahí: esperando en el centro.

¿Cómo explicar la frialdad del aire que nos separa, congelando el silencio en el trecho vacío? ¿Cómo explicar su mirada, brillante de encuentro, brillante de impaciencia y camino terminado? ¿Cómo explicar el ansia de abrazo, la necesidad de abrazo, de reconocimiento mutuo? ¿Cómo explicar la ausencia de movimientos, quizá por sorpresa, quizá por emoción, quizá por simple nerviosismo? ¿Cómo explicar la energía impulsadora, la energía que empuja hacia adelante, invitando a saber, invitando a conocer, invitando a sentir la historia negada durante años? ¿Cómo explicar el vértigo de dejar el engaño atrás, el vértigo de zambullirse en una nueva vida? ¿Cómo explicar el daño que hace una mentira, tan profunda como la herida que abre al ser descubierta, bañándolo todo de verdad sanadora?
Un paso es suficiente para activar su cuerpo, así como una carpeta repleta de verdad fue suficiente para activar el mío. El paso propio, hacia adelante, se conecta al paso ajeno, y desde entonces son como uno solo, que avanza con el mismo movimiento, con el mismo intervalo, con la misma fuerza, mientras que las miradas fortalecen el vínculo. Miradas ardientes, expectantes, confiadas y asustadas. Miradas que esperaron, cada una lo suyo, para verse mutuamente. Miradas que marcan el camino que separa y une al mismo tiempo, siendo distancia, recorrido, encuentro.
En el centro, la verdad espera expectante. La verdad negada, la verdad escondida, la verdad arrebatada. La verdad sabida, buscada. La verdad impuesta, acostumbrada. La verdad oculta, o ya no tanto, crece con cada paso. Se descubre, se transforma, se alimenta de la mentira, de la ignorancia. Y cuando ya no quedan pasos, está ahí, esperando a ser aceptada, esperando el abrazo, la palabra, esperando algún movimiento que le indique que puede desplazarse hacia el interior de nuestros cuerpos. Allí, en el centro, la verdad espera.

En silencio, miro el momento esperado. Observo cómo el todo que fue separado se reconoce en cada parte. Y con el andar lento, cuidadoso, decide reencontrarse. Aunque la memoria no recuerde, aunque la historia no registre.
Dos partes que se unen. Con una mirada. Con una sonrisa que es la misma que la sonrisa a la que responde. Con un movimiento. Con una postura. Con un leve suspiro. Y con un sonido que surge, casi en susurro, pero que lo invade todo.
—Hola.