Los rayos del sol se filtraban por la ventana del colectivo, dando de lleno en mi cara. Hacía meses que no sentía esa hermosa sensación de calor que no deja espacio a otras emociones. Increíblemente relajante, incluso en la situación que estaba viviendo.
Mis padres habían desaparecido hacía dos meses. Y durante esos dos meses, no había hecho otra cosa que lamentarme.
Pero una tarde había llegado a mi casa y había notado que alguien había entrado, que alguien había revisado cada cajón, cada estante, cada rincón de las habitaciones. Esa misma tarde, casi por instinto, había decidido irme. Irme por el mayor tiempo posible, lo más lejos posible. Para olvidar, tal vez. Para protegerme. Para buscar una nueva vida.
No lo sé. Pero rápidamente me vi viajando en colectivo hacia la Capital, con un pasaje de avión a Madrid en mi mochila. Y estaba allí, sentado, recibiendo el intenso calor del sol, cuando mi celular sonó.
—¿Hola? —atendí.
—Alan, no tomes ese avión —respondió un hombre. Y me paralizó.
—¿Quién es?
—Si pudiese decir mi nombre por teléfono, seguramente no estarías hablando conmigo. Pero por favor, no tomes ese avión. Cuando llegues a Capital, va a haber alguien esperándote en Retiro. Andá con él.
—¿Y por qué confiaría en un extraño que me llama por teléfono? ¿Por qué dejaría de tomar el avión?
—Por varias razones, Alan. Principalmente, porque puedo protegerte —hizo una pausa—. Además, porque conocí a tus padres. Porque sé que el rojo es tu color favorito. Porque sé que sos alérgico a las nueces. Y, sobretodo, porque sé cómo te llamaba tu mamá.
Me quedé en silencio, esperando. Las razones no sólo eran más que suficientes, sino que además me aterrorizaban.
—Sé que Ana te decía Alí.
Y entonces mi desconfianza desapareció por completo. Mi miedo pareció trasladarse a algún lejano recoveco del colectivo, mientras el sol seguía acariciando mis mejillas.
—Nos vemos pronto —dije, sorprendiéndome a mí mismo.
—Me alegra saberlo —susurró el extraño.
Y cortó.
Había menos gente de la que hubiese imaginado. Las ideas que uno se hace de las capitales suelen ser erróneas. Y yo, que jamás había viajado hasta allá en colectivo, esperaba un Retiro abarrotado de personas corriendo de un lado a otro.
En cuanto tuve mi valija, un hombre vestido al mejor estilo sport se acercó y me tomó del hombro.
—Alan, vamos. Y rápido —murmuró, como si le estuviese hablando al aire, porque ni siquiera me miró.
Caminamos rápidamente, mientras él desplegaba quizá su mejor monólogo en meses, siempre a una velocidad casi ininteligible:
—El auto es como un taxi; hay que llamar la menor atención posible. Y vamos a dar unas vueltas por la zona antes de emprender camino, simplemente por precaución. A partir de hoy tu vida va a cambiar un poco.
Subimos al auto negro y amarillo, que se puso en marcha rápidamente, zigzagueando entre colectivos y dando vueltas sin ningún sentido alrededor de la terminal. Estuvimos así varios minutos, y entonces comenzamos a andar, probablemente, hacia el verdadero objetivo.
Nunca lo supe, porque mi celular sonó:
—¿Hola?
—Alan, ¿dónde estás? —era la misma voz que hacía unas horas había cambiado mi destino; la misma que me había hecho sentar en ese asiento en el que estaba sentado—. Mis hombres te vieron bajar del colectivo y luego te perdieron de vista.
Mi estómago se retorció como jamás lo había hecho. Y de pronto, sentí mi garganta seca, muy seca. Estaba viajando con la persona equivocada. Más que equivocada.
—Acabamos de salir de Retiro… no sé bien en donde estamos, pero en un rato voy a tu casa —expliqué, rogando que me entendiera.
—Ya veo… escuchá: necesito el número de patente del auto. Así podemos rastrearlo y encontrarte lo antes posible. Enviame un mensaje de texto, y por favor tené cuidado.
Corté. El conductor me miraba fijamente a través del espejo retrovisor, como si estuviese intentando leerme la mente.
—Mi novia —mentí, con una sonrisa tímida. Y me puse a mirar el paisaje por la ventanilla de mi asiento, aunque mi objetivo era otro.
“GUM 483”, escribí en el celular, copiando la inscripción del vidrio.
Tres hombres vistiendo trajes irrumpieron en el taxi en cuanto tuvo que detenerse en un semáforo. Abrieron las puertas y sacaron al conductor a la fuerza. Dos de ellos lo llevaron a un auto negro, con vidrios polarizados, que estaba parado en esa esquina.
El tercero se subió al asiento delantero.
—Eso fue arriesgado —dijo.
Yo no contesté. Me dolía la cabeza, me ardía la garganta y se me retorcía el estómago. Tenía los ojos bañados en lágrimas de miedo. O de intriga, o de nervios. No lo sé.
—Fueron más rápidos que nosotros en Retiro. Por suerte pudiste enviar esa patente: dudo que hubiésemos podido rescatarte de otra forma.
Rescatarme. Eso corroboraba mi hipótesis: había alguien buscándome, seguramente la misma persona que había ido tras mis padres. Y ya me había encontrado.
Apoyé la cabeza en el vidrio y suspiré, fijando la vista en la nada.
—No tengas miedo. Ahora que estás con nosotros, todo va a ir bien. En cuanto hables con Mariano vas a entender todo. Es complicado, pero él sabe manejar los temas complicados.
—Está verde —murmuré, refiriéndome al semáforo.
El auto comenzó a avanzar. Las calles fueron pasando, una tras otra, pero mi cerebro estaba demasiado ocupado intentando relajarse como para prestar atención.
Esperé dos semanas a que mis padres aparecieran. Tenía la esperanza de que estuviesen de vacaciones y no me hubiesen avisado. O que hubiesen tenido un accidente y nadie pudiese contactarse conmigo.
Después, hice la denuncia. Que por supuesto, no llegó a nada. Fueron dos meses esperando. Dos meses repletos de miedo e impaciencia.
Pasaron dos días. Entonces, me subí a un taxi que me llevó hasta la casa de Mariano García. Era casa y oficina a la vez. Y hospital, ahora que lo recuerdo. En ocasiones, también era hospital.
Mariano era un hombre de unos cincuenta años. Un poco menos, tal vez. Tenía el pelo corto y ondulado, castaño oscuro. Ojos almendra, levemente rasgados. Solía usar jean con alguna camisa de colores suaves. Y un cinturón blanco que le había regalado mamá.
Cuando me vio por primera vez, me saludó con un abrazo.
—En las fotos parecés más petiso —se rió. Me sirvió un vaso de agua y me hizo sentarme en la mesa de la cocina—. Tenés la nariz de Ana. Y los ojos de Guillermo —hizo una pausa y me mostró una sonrisa triste—. Soy Mariano. Conocí a Guillermo en el 83, en España. Tuvo que viajar a Argentina de urgencia, porque Ana estaba a punto de dar a luz…
Dudé. Por un momento, creí que me estaba engañando. Creí que era el mismo hombre que se había llevado a mis padres. Pero esos ojos brillantes, sinceros, me hicieron confiar. Al menos, confiar un poco.
—Nací en el 85… —murmuré.
—Sí, claro que sí… y esa es la cuestión —comenzó él. Y lo que siguió fue tan repentino, tan inesperable, que sentí cómo atravesaba mis oídos y avanzaba rápidamente hasta el centro de mi pecho. Una punzada intensa, constante, ardiente. Una punzada que dolía pero a la vez me hacía sentir vivo—. En el 83, Alan, nació Marco. Tu hermano mayor.
—Marco nació el 15 de septiembre de 1983 —explicó Mariano. Seguíamos en la cocina, pero había pasado casi una hora en silencio. Recién entonces le había pedido que me contara la historia—. Ana y Guillermo nunca lo conocieron, porque les dijeron que había muerto. Ella lo vio cuando nació, pero los médicos dijeron que necesitaba atención urgente. Y ellos les creyeron, ¿quién no lo haría?
Tenía un hermano. Un hermano mayor. ¡Y tenía nombre! Marco. Marco Ferrari. Hijo de Guillermo Ferrari y Ana Pascual. Mi hermano.
—Cuando volví a Argentina, cerca de noviembre, y me enteré de la historia, comencé a tener dudas. Les pedí que me dieran los estudios previos al parto. Soy médico —hizo una pausa bastante larga. Parecía no saber por dónde empezar—. Marco no tenía ningún problema. Al menos, no en la panza. Podría haber sucedido algo durante el trabajo de parto, pero Ana insistía en que todo había sido muy sencillo. Y empezamos a investigar.
»En junio de 1984, me contaron que ella estaba embarazada de vos. Y tres días más tarde, descubrimos que en los registros de bebés del hospital en el que Marco había nacido no figuraba su muerte. En cambio, sí se había registrado el día en que había dejado el hospital.
»Desde entonces, desde que nos cercioramos de que está vivo, no dejamos de investigar. El grupo creció. Ya no somos sólo nosotros tres. Hay mucha gente acompañándonos. Y hay muchos padres que sufren los mismos engaños y acuden a nosotros. Se unen a nosotros.
»Marco fue entregado a uno de los grupos de tráfico de bebés más grande del país. Después de que nacieras, nuestra preocupación no fue tanto encontrar a tu hermano sino descubrir a los líderes de esta agrupación. Gente de dinero. Gente con mucho poder.
»Ana y Guillermo avanzaron muchísimo en los últimos años. Por eso no pasaban tanto tiempo en tu casa. Y entonces… supongo que tenían demasiada información. Tal vez datos demasiado importantes. O tal vez habían dado con los nombres correctos.
Dejó escapar unas lágrimas y se quedó callado. Yo miraba fijamente a la mesa de madera, llorando y procesando toda la información. Era demasiado para digerir.
— No lo sé —murmuró—. Creo que nunca lo sabré realmente.
El bar estaba lleno de gente. Las mesas no alcanzaban, la gente estaba impaciente, y Javier no llegaba. Le había hecho sonar el celular tres veces, y nada. Parecía que se lo había tragado la tierra.
Fui hasta la cocina.
—A ver, ¿alguno de ustedes puede ayudarme? —pregunté, nerviosa.
—Sí, por supuesto —ironizó Federico mientras condimentaba una ensalada con palmitos—. Puedo atender y cocinar a la vez. ¿No sabías?
Resoplé.
—No es gracioso. Javier no llega, y Clara y yo no podemos con toda esta gente. Si iba a faltar justo el día del partido, ¡podría haber avisado antes, por favor!
—No faltó, renunció —soltó Cristián desde el depósito, hablando tan rápido que era evidente que quería deshacerse de la información.
Y yo estallé.
—¡¿RENUNCIÓ?! —grité, completamente alterada—. ¡Qué bien! Eso significa que me van a pagar el doble hoy. Digo, ya que soy su reemplazo…
Salí de la cocina y fui hasta la barra. Agarré tres vasos limpios, una botella de cerveza, y caminé hasta una de las mesas. Apoyé todo violentamente y abrí la cerveza con una torpeza infernal.
—¿Pasó algo? —preguntó uno de los tres jóvenes que estaban sentados.
Sonreí.
—No, no. Estoy bien —intenté calmarme—. Mucha gente y pocos empleados.
Me alejé intentando que mi andar pareciera relajado. Probablemente lo estaba logrando, o tal vez no. Llegué a la barra, descolgué el teléfono del bar y llamé a Patricio.
—¿Hola? —atendió.
—Podrías habernos dicho que Javier había renunciado. Hubiéramos conseguido a alguien, al menos por hoy.
—Acabo de enterarme, Margarita. Me llamó hace cuarenta minutos.
—Cuarenta minutos alcanzan para encontrar un reemplazo.
—Ya llamé al diario. Mañana sacan un aviso clasificado.
—¡Mañana no importa, Patricio! El problema es hoy. Hoy es el partido. Hoy estamos cargados de trabajo. Hoy se rompen los vasos. Hoy se vuelcan las bebidas. Hoy necesitábamos a Javier. Nos conocemos hace mucho, pero Clara es bastante nueva. Y si Marcelo llega a enterarse, nos echa a todos.
—No va a enterarse. Ahora mismo salgo par allá —sentenció.
Mariano y yo seguíamos en la cocina. Había preparado
mate y me había ofrecido galletitas, aunque pronto sería la hora de cenar. No
habíamos hablado más sobre mis padres; nos habíamos concentrado en su trabajo,
en cómo había avanzado la investigación, en lo que habían logrado. Y en mi
futuro.
—Lo principal, por ahora —me dijo—, es protegerte. Están
buscándote, y están atentos a todo. Quizás hasta hoy no hubiese sido peligroso,
porque no sabías absolutamente nada que pudiese afectarlos. Pero las cosas
cambiaron. Y si Ana no me hubiese pedido que te contara todo, no lo hubiera
hecho.
—Entonces, ¿qué tengo que hacer? ¿Vivir a escondidas?
Me cebó un mate, sonriendo. Respiró profundamente antes
de hablar.
—Bueno, esa es una opción. La otra, que es la que yo
prefiero, es que protejamos la identidad de Alan, pero no su cuerpo.
Creo que mi gesto le transmitió lo suficientemente bien
que no estaba entendiendo el punto.
—Tenemos un DNI preparado, solamente faltan algunos
detalles. Lisandro Borromeo, nacido el 23 de mayo de 1984. Si preferís seguir
siendo Alan Ferrari, no voy a negártelo. Pero entonces sí vas a tener que
permanecer escondido.
Me quedé en silencio. En otras circunstancias me hubiese
negado a falsificar mi identidad. Pero ahora, sabiendo todo lo que me rodeaba…
era muy distinto.
—Lo bueno de empezar a ser Lisandro es que vas a poder
tener vida —argumentó, sin dejar de sonreír—. Incluso, sería necesario que
tuvieras vida. Así no levantarías sospechas. Un trabajo, amigos, salidas,
empezar alguna actividad que te guste, o…
—Me gustaría trabajar con ustedes —interrumpí. Y era la
verdad. Lo único que me interesaba en ese momento era encontrar a mi hermano.
Encontrar a Marco.
—Eso no sería ningún problema. No tenemos exigencias
horarias —se burló.
Lo miré fijamente durante un momento. Quería ver qué
estaba pasando por sus ojos. Había un brillo especial, que antes no estaba.
Pero se esfumó enseguida.
—Hay otra cosa —murmuró—. La cuenta de tus padres… tiene
que quedar inactiva, al menos por un tiempo. Y la tuya también. No podemos
hacer movimientos, eso nos delataría. Vamos a intentar solucionarlo lo antes
posible. Estamos viendo la posibilidad de infiltrar a alguien en el banco.
Mientras tanto, Lisandro Borromeo tiene una cuenta con un poco de plata. Creo
que va a ser suficiente para unos meses. Cualquier cosa, me pedís.
Asentí, y se me hizo un nudo en la garganta. Era
demasiada atención.
—Y también está mi viejo departamento. Cuando compramos
esta casa con Guillermo, vine a vivirme acá. Quedó completamente amoblado, así
que podés vivir allá —me dirigió una mirada amigable—. ¿Y bien, Alan? ¿O
debería decir Lisandro?
—Lisandro está bien —sonreí.
—Te cambió la cara —se rió Federico mientras cortaba
unas rebanadas de pan—. Mejor que la de anoche nunca vuelva.
Le lancé una mirada fulminante. Los rayos de sol
entraban cálidos y espléndidos por la ventana de la cocina, que parecía una
completamente distinta a la de la noche anterior, ahora que estaba limpia.
—Mejor que lo de anoche nunca vuelva a pasar —me quejé,
aunque disfrutaba de su buen humor—. Al menos, Clara y yo nos divertimos viendo
a Patricio caminar entre las mesas, siempre a punto de perder el equilibrio.
Prendió el horno.
—No entiendo por qué vino —murmuró—. Sabe que nosotros
estamos libres cuando cierra la cocina.
Solté una risita tímida.
—No confía mucho en Clara, piensa que puede decirle a
Marcelo. Y nosotras… bueno, nos aprovechamos un poco.
La puerta de entrada al bar se abrió. Fue sorpresivo: Clara
tenía la mañana libre y era temprano para que llegaran Cristián y Helena.
¿Clientes?
—Me parece perfecto —comentó Federico por lo bajo,
mientras yo me asomaba a ver quién había entrado.
Era un chico delgado, de pelo oscuro y ondulado. Tenía
puesta una remera blanca y un pantalón de jean. Me acerqué.
—¿Qué tal? —saludó, sonriente—. Vine por el anuncio del
diario.
Tenía rasgos muy finos. Ojos verdes, nariz recta y
definida. La mandíbula marcada y unos labios sutiles, como apenas intentando
aparecer en su rostro.
—Ah, cierto —respondí—. El encargado llega dentro de un
rato. Podés quedarte a esperarlo —. Hice una pausa, al tiempo que estiraba mi
brazo—. Soy Margarita.
—Mucho gusto —dijo, estrechando mi mano—. Me llamo
Lisandro.
Patricio llegó unos diez minutos después y lo contrató.
Las mañanas siempre eran más tranquilas, así que Federico y yo charlamos un
rato con él, para conocerlo un poco mejor. Había llegado hacía unos días desde
General Roca, para empezar algún curso de informática.
Helena llegó y se acabó la diversión. Era la encargada
de la cocina, lo que significaba que había que empezar a preparar el almuerzo.
Tras ella entraron varios clientes, así que Lisandro y yo nos pusimos en
marcha.
—Siento que voy a romper todo —susurró mientras ponía
dos vasos en su bandeja—. Nunca tuve mucho equilibrio.
Me reí.
—No te preocupes. Después de un par de platos rotos,
nunca más se te va a caer nada —comenté—. No al verle la cara a Patricio.
—Disculpá haberte hecho volver a la noche—se despidió Patricio—.
A partir de mañana empezás con los horarios que arreglamos.
—No te hagas problema —sonreí yo—. Entonces, nos vemos
mañana.
Salí del bar Juno y
respiré el aire fresco. Para ser otoño, era una noche bastante calurosa. Los
edificios tapaban gran parte del cielo y lo poco que podía verse estaba
encandilado por las luces de la ciudad.
Federico salió después de mí y se prendió un cigarrillo.
—Hoy les toca limpiar a Margarita y Cristián —murmuró
con alegría—. No hay nada mejor que no limpiar el desastre que queda al final
del día.
Me reí, volteándome para ver hacia dentro. Había muy
pocas luces prendidas y por lo visto todos estaban en la cocina.
—¿Vas en colectivo? —pregunté.
—No, tengo auto —dio una última pitada a su cigarro, dejándolo
por la mitad, y lo tiró al suelo—. Quiero dejar —explicó, guiñándome el ojo—.
Vamos, te llevo.
Llegué al departamento unos minutos después. Le di las
gracias a Federico, subí por las escaleras hasta el primer piso y entré.
Era precioso. Lo suficientemente grande para dos
personas, así que estaba más que cómodo. Un living-comedor muy luminoso, una
pequeña cocina, una habitación con una cama de dos plazas, un baño y un pequeño
balcón.
Ya había cenado en el bar, así que fui directo al baño.
Me lavé los dientes, me lavé las manos y me saqué los lentes de contacto: mis
ojos volvían a ser marrones. Me di una ducha rápida y me tiré en uno de los dos
sillones a leer.
A leer una carpeta de Mariano.
—Antes de que empieces a ayudarnos —me había dicho la
noche anterior—, necesitamos que te informes. Acá están todos los datos que
conocemos.
Suspiré.
Eran hojas y hojas llenas de números, nombres,
estadísticas, casos específicos, factores en común entre distintos sucesos,
noticias, fotos.
Y en todas las hojas, porque “todos los párrafos” sería
una exageración, estaba la palabra parto.
Por parto natural. Desaparecido una hora después del parto. Madre muere en el
parto. No le permiten presenciar el parto. Ella le pegó al médico luego del
parto. Parto.
No sé por qué, pero me pareció una palabra dolorosa. Una
palabra fuerte, con demasiado significado. Me costaba pensarla, me costaba
leerla. Cada vez que lo hacía, pensaba en mi mamá. Pensaba en ella dando a luz
a Marco.
Leí tres hojas.
No pude más.
Apagué el despertador y me senté en la cama. Sabía que
era la única forma de levantarme; si me hubiese quedado acostado seguramente me
hubiese dormido.
La habitación estaba débilmente iluminada por la luz
solar que se filtraba a través de la persiana cerrada. Era suficiente para
distinguir los contornos: la cama, la mesa de luz, el placard…
Bostecé, prendí el velador y me destapé. Un escalofrío
recorrió mi espalda. Salí de la cama, caminé hasta la ventana, subí la persiana
y me dirigí al baño, un poco molesto por la repentina luz diurna.
“Alan Ferrari…”,
pensé mientras me miraba al espejo. “Casi”.
Me lavé los dientes y entré a la ducha. Canté con
entusiasmo mientras limpiaba mi pelo y mi cuerpo, relajándome. Sin embargo, la
idea de un hermano mayor no podía alejarse de mi cabeza. No podía sacarla de
ahí.
Salí de la bañera y me cubrí con el toallón. El vapor
había calentado el baño, así que no pasé frío. Me sequé, me vestí y volví a
mirarme al espejo, que seguía un poco empañado.
Me puse el lente derecho y me observé durante unos
segundos. ¿Quién era ese? ¿Quién era esa mezcla? ¿De quién eran esos ojos? Un
marrón y un verde que no significaban absolutamente nada. No identificaban a
nadie.
Me puse el lente izquierdo y volví a observarme. Sonreí,
negando con la cabeza. Ahí estaba yo. O, al menos, el nuevo yo. Con pelo oscuro
y ojos verdes.
Lisandro Borromeo.
En mi habitación, sonó el celular. Resoplé y fui a
atenderlo, sin poder creer que a las nueve de la mañana Mariano ya me estuviera
llamando. Tomé el teléfono y busqué con la vista el botón adecuado: todavía no
me acostumbraba al nuevo artefacto que me habían dado, obviamente para proteger
a Alan.
—Mariano —saludé luego de ver su nombre en la pantalla.
—Lisandro —obtuve por respuesta. Sí, Lisandro—. Necesito
que vengas, ¿estás ocupado?
—Entro a trabajar en media hora. Termino el primer turno
a las dos y media.
—Muy bien, te espero a esa hora. Necesito hablar con vos
de algo importante. ¿Ayer leíste algo de lo que te di?
Suspiré. Era una pregunta más que esperada.
—Un poco… —dudé—. Muy poco. Me costó.
—Bien… —hizo una pausa—. Hoy va a ser un día difícil,
entonces. A las cinco tengo unos invitados, y me gustaría que los conocieras.
—¿Quiénes?
—Perdón, pero no puedo contarte todo por teléfono —se
disculpó, con tono misterioso—. La intriga es un elemento clave en mi
personalidad —se burló.