Cuando
llegué a Juno y encontré todas las mesas preparadas intuí que me había perdido
de algo. Atravesé la sala y entré a la cocina. Lisandro y Federico estaban
sentados sobre unos cajones de cerveza, charlando.
—¿No
es muy temprano, Ele? —Lisandro me miró, sorprendido por su nuevo sobrenombre—.
Solés llegar después de mí.
Se
encogió de hombros.
—Es
que ayer salimos y dormí en lo de Fede, así que vine con él.
—Gracias
por invitarme —apunté, sonriendo.
Se
rieron. Federico miró el reloj y se puso de pie, dispuesto a preparar los primeros
desayunos: cortar el pan, hornearlo, servir la manteca…
—Fue
una idea espontánea —murmuró—. Terminamos de limpiar y se nos ocurrió salir a
tomar algo. Cuando quieras, organizamos algo.
—Perfecto
—asentí.
Clara
y Helena llegaron enseguida y se pusieron manos a la obra. Cristián iba a
llegar más tarde, así que antes de que entraran los primeros clientes ayudamos
un poco en la cocina.
La
mañana, como siempre, fue tranquila. A la hora del almuerzo empezó a llegar más
gente, pero nada devastador. Nos repartimos las mesas a medida que se ocupaban
y a todos nos quedó tiempo para descansar.
Cuando
Lisandro corrió hacia la cocina y en su lugar apareció Federico, comencé a
sospechar que algo no estaba bien. Me dirigí a la última mesa que se había
ocupado y sonreí.
—Hola,
¿qué tal?
—Buen
día —dijo el hombre. Era robusto y lucía un traje oscuro—. Acá trabaja Alan
Ferrari, ¿cierto? Me gustaría que él me atendiera.
—No,
no trabaja ningún Alan… —murmuré, extrañada—. ¿Tal vez en frente?
Federico
se puso rápidamente a mi lado, luciendo una increíble sonrisa. Apoyó su mano
sobre mi hombro y se rió suavemente.
—Alan
Ferrari, el chico que te reemplazó ayer —dijo.
Lo
miré con sorpresa. No había faltado el día anterior. Incluso, si lo hubiera
hecho, nadie me hubiese reemplazado. Pero no dije nada.
—Tenemos
el teléfono, si quiere —siguió el cocinero—. Dejá, Marga; yo lo atiendo
—agregó, dirigiéndose a mí.
Asentí
con la cabeza, en silencio. Di media vuelta y caminé decidida hacia la cocina.
Había encajado dos piezas: la mentira de Federico y la sorpresiva reacción de
Lisandro. Y mi necesidad de saber se había multiplicado.
Helena
y Cristián me sonrieron y luego siguieron con su trabajo. Yo avancé hasta
pararme justo al lado de Lisandro. Acerqué mi boca a su oreja.
—Así que Alan… —susurré.
Federico
entró a la cocina. Noté cómo se disculpaba con la mirada, disimuladamente.
Avanzó hasta la heladera y sacó una gaseosa.
—Una
milanesa con papas fritas —comentó—. Clásico.
—¿Por
qué estás atendiendo? —preguntó de mal modo Helena.
Lisandro
y él se quedaron en silencio. Solamente se escuchaban los golpes del cuchillo
de Cristián sobre la tabla de madera, mientras picaba cebolla.
—Es
que a Lisandro le bajó la presión —mentí—. Estaba encargado de varias mesas,
así que le pedimos ayuda porque nosotras también estamos ocupadas.
—Vamos
—interrumpió Federico, agarrándome del brazo.
—Van
a explicarme —le dije en cuanto nos alejamos—. Todo.
—Bueno,
digamos que eso no depende completamente de mí. Pero gracias por tu ocurrencia,
recién. Te aseguro que era necesaria.
—¿Quién
es? —susurré, al ver que Clara se acercaba.
—Es
complicado. Y repito, no depende de mí.
—Tenemos
una pareja que quiere cazuela. Helena va a matarme, ¿por qué están todos tan
exquisitos hoy? —interrumpió mi compañera—. ¿Y Lisandro?
—Le
bajó la presión —dijimos a coro.
—Y
sí, va a matarte —agregó él, y se alejó a paso rápido.
Clara
puso los ojos en blanco y se dirigió a la cocina. Yo recorrí una a una mis
mesas, preguntando si hacía falta algo. Renové algunas paneras, llevé cuentas y
levanté platos. Después, me paré atrás de la barra y me serví un vaso de agua.
—Mirá
qué lento que come —me susurró Federico con nerviosismo.
—Debe
sospechar —comenté—. No se quiere ir.
—¿Y
qué hago?
—Nada,
dejalo comer. En algún momento va a terminar.
Suspiró.
—¿Una
hora va a estar Lisandro con la presión baja? Además tengo que ayudar en la
cocina, Helena tiene una cara que espanta.
—Andá,
no te preocupes. Yo me encargo de él.
Cuarenta
minutos más tarde ya había vaciado su plato. Me acerqué.
—¿Algún
postre? —sonreí, siguiendo el protocolo, pero intuyendo lo que diría.
—Sí,
ensalada de frutas, ¿puede ser?
—Por
supuesto —asentí, cortante, y caminé hasta la cocina—. Tenemos un cliente bien
clásico. Ahora quiere ensalada de frutas —me burlé.
—Está
en la heladera —murmuró Federico, entendiendo mi indirecta.
Tomé
una compotera, la llené hasta el tope, coloqué una cuchara de metal y se la
llevé a ese hombre que había cambiado mi día.
—La
casa invita —dije, con un dejo de odio. Sonreí.
Me
devolvió el gesto.
Entré
a la sala en silencio. Ramona y Verónica me recibieron alegremente mientras
Matías descansaba en los brazos de su madre.
—¿Todo
bien? —preguntó la primera.
Respiré
profundamente, y fue suficiente para que notara que algo iba mal.
—Ayer
a la noche Federico me llevó a casa. Nos siguió un auto, la patente está en la
lista de Mariano. Tuvimos que perderlo y entrar a un bar. Le conté todo, no
sabía qué mentira inventar. No se me ocurría nada…
—Eso
no importa. Lo importante es que estás bien, y que no te encontraron.
Me
quedé en silencio.
—¿Qué
pasó? —se asustó Ramona.
—Hoy
al mediodía un hombre fue al bar. Está en las fotos de Mariano. Por suerte pude
esconderme a tiempo y Federico me ayudó. Pero Margarita se dio cuenta de lo que
estaba pasando y quiere saber. Tengo que contarle, no me queda otra opción.
Asintió
en silencio, comprensiva.
—Mariano
no tiene que saber nada. Al menos, por unos días, hasta que todo se
tranquilice. Y por favor, cuidá a tus amigos. Sabiendo, corren peligro —agarró
la bandeja de metal que descansaba sobre la mesa de luz—. Me tengo que ir, acá
soy Irina la enfermera, así que mejor me pongo a trabajar —dijo, y salió del
cuarto.
Me
senté en una silla, al lado de la cama, mirando Matías. Se había despertado y
movía los brazos suavemente. Sus ojos observaban todo con sorpresa.
—Es
precioso —susurré. Estiré mi brazo y toqué su nariz con mi dedo índice.
Verónica
me sonrió.
—Ey
—dijo, jugando con su hijo—. Ey, acá está tu tío. Él es tu tío.
Me
reí.
—Gracias
—agregó.
—No
hay nada que agradecer. Más bien yo debería agradecerte —comenté, y me quedé
observando al bebé. ¿Qué hubiera sido de él si algo hubiese salido mal? No
quería pensarlo, pero era inevitable. La pregunta se repetía una y otra vez en
mi cabeza. Pero ahí estaba, justo frente a mí. Y era precioso.
—Hola
Matías —dije, hablando enérgicamente. Por alguna razón, cuando uno le habla a
los bebés lo hace enérgicamente.
Verónica
lanzó una débil carcajada.
—No
se llama Matías, Lisandro —explicó—. Era un nombre inventado, como toda la
historia. Yo tampoco me llamo Verónica, no sé si sabías.
Tenía
sentido. Así, si surgía cualquier sospecha en el hospital, no había peligro
alguno. Nunca encontrarían a Verónica, ni a Matías.
—¿Y
cómo se llama? —pregunté.
—Alan.
Mariano
tamborileaba con sus dedos sobre una botella vacía de agua mineral, esperando a
que llegara Emanuel. Todavía no lo conocía, pero sabía que trabajaba con
nosotros y que había ayudado en la investigación de Espinoza. Ramona, Pablo y
yo estábamos sentados en el sillón; y junto a la computadora de Mariano había
una mujer de unos treinta años, Natalia. Tenía el pelo lacio y brillante, de
color caoba, largo hasta la cintura.
—¿Podés
pararla con la botellita? —se alteró Ramona.
Mariano
la miró con un gesto de desconcierto. Le dedicó una sonrisa y apoyó la botella
sobre la mesa de madera, alejándola de sus manos. El silencio no duró más de un
minuto, porque enseguida comenzó a golpear uno a uno sus dedos sobre el roble
perfectamente barnizado.
—No
puedo creerlo —se quejó la otra, poniéndose de pie rápidamente.
La
puerta de entrada se abrió. Un hombre alto y delgado, con el pelo rubio enmarañado,
se acercó a paso ágil.
—Al
fin —comentó Natalia—. Vamos al grano, estoy impaciente —agregó, buscando el
archivo en la pantalla.
—No
sos la única —se burló Pablo, y luego nadie dijo nada más, porque de los
parlantes emergió la voz de Espinoza, casi como un fantasma.
—Acaba de nacer. Todos los análisis
salieron perfectamente.
—Bien —respondió una voz suave y dulce; la voz de una mujer—. Preparen todo para esta noche, entonces. A
las diez Alberto va a estar esperando en la puerta.
—Mónica ya tiene todo listo, solamente
falta declarar su muerte.
—Muy bien. Procedan cuanto antes.
—Perfecto.
—Llamame ante cualquier circunstancia.
—Por supuesto —fue lo último que se oyó de Espinoza. Luego, vacío.
Nadie
dijo nada. Nos quedamos en silencio, mirándonos. Nos mirábamos fijamente, como
intentando descifrar en los ojos del otro las palabras exactas para decir en
ese momento.
Mariano
tenía los ojos bañados en lágrimas. Era la primera vez que oía la voz de una de
las personas a las que había buscado durante casi tres décadas.
Pablo
y Emanuel estaban serios, como siempre los había visto, pero en sus rostros
podía distinguirse un dejo de angustia fuera de lo común.
Natalia
se había quedado mirando la pantalla de la computadora, y su mano descansaba
sobre el mouse.
Ramona
fue la primera en hablar, tras lanzar un profundo suspiro.
—Bueno,
conocemos una nueva voz —susurró, e hizo una pausa—. ¿Y ahora?
Mariano
lanzó una risita y dirigió una mirada curiosa a Natalia.
—¿Hay
alguna forma de rastrear el teléfono y ubicación de la llamada?
Ella
dudó.
—Sí,
toda esa información está cifrada en el archivo original de la grabación, pero
yo no sé obtenerla. Puedo extraer el audio, pero no más que eso…
—¿Conocés
a alguien que sepa?
—Sí,
tengo un contacto.
—¿Es
de confianza?
Volvió
a dudar.
—No
—murmuró, insegura—. Pero probablemente no le importe trabajar sin saber para
qué queremos esos datos, o sobre qué son.
Mariano
frunció el entrecejo.
—¿No?
—Mientras
le paguemos…
Él
inhaló profundamente, asintiendo con la cabeza.
—Averiguá
los costos. Conseguir la ubicación de nuestros amigos sería un paso gigantesco en la investigación —ordenó con
entusiasmo, y se volvió a Ramona—. Necesito toda la información que puedas
conseguir sobre Mónica: nombre completo, DNI, teléfonos, direcciones,
fotografías, lo que sea. ¿Te lo encargo?
—No
estoy segura de que haya alguna Mónica en el hospital…
—Por
favor, Ramona —se burló Mariano—. Debe haber Mónicas en todos los hospitales
del país. Quizá es un segundo nombre, o un apellido. Investigá.
—O
quizá es un nombre falso —balbuceó ella.
—Eso
complicaría más las cosas. Seamos optimistas.
Hizo
una pausa de unos segundos, pensativo. Había ideado una nueva táctica en sólo
segundos. Y nos había encontrado algo que hacer a cada uno de nosotros. Y a él
mismo, por supuesto. Pero eso no lo sabríamos.
—Emanuel,
Pablo… investiguen a Espinoza fuera del hospital. Necesitamos saber más sobre
su vida. Qué lugares frecuenta, con quién se suele ver, no sé, todo lo que hace
a la vida de una persona. Tengan cuidado. Y sean discretos.
—Más
bien, Mariano —apuntó Emanuel, con una sonrisa brillante.
Miré
al viejo amigo de mis padres, expectante. ¿Qué tenía para mí?
—¿Cómo
te sentís, Lisandro? Después de tu actuación en el hospital, después de esto…
¿estás bien?
Asentí
con la cabeza. Estaba bien, sí. Mejor de lo que hubiese esperado.
—Voy
a darte un recreo. En unos días hablamos, ¿te parece?
Volví
a asentir. No me venía nada mal. Con lo que había pasado en los últimos días
tenía la cabeza demasiado ocupada. Miré mi reloj y mi estómago se retorció.
En
menos de una hora, Margarita y Federico estarían en mi departamento.
—¿Lograbaron? —pregunté, completamente sorprendida, cuando Lisandro terminó suextensísimo relato.
Federicome miró con el ceño fruncido.
—¿Estodo lo que vas a preguntar? ¡Hola! —se burló—. ¡Tiene un hermano!
Lisandrose rió.
Eracierto, había muchas cosas por indagar, muchas cosas que jamás habría imaginadoencontrar fuera de un televisor. Pero había acumulado la información tanrápidamente, que lo único a lo que había hecho tiempo de cuestionar había sidola grabación. ¡Conocían la voz de un traficante de bebés! Me zumbaron losoídos.
—Novoy a contestar preguntas. Ya es suficiente con que sepan la verdad.
—Almenos nos vas a mantener al tanto… —bromeó Federico otra vez, y su amigo lofulminó con la mirada.
—Habloen serio. Es peligroso, muy peligroso. Sobretodo ahora, que parece que siguenmis pasos con lupa. Así que, por favor, hagan de cuenta que no saben nada. Sipasa cualquier cosa, lo que sea… no se miren. No me miren. No me hablen. No sehablen. No corran peligro. Para mí, y no tengan dudad de que para Marianotambién, lo más importante es que estén bien.
Nosquedamos en silencio.
Comprendía,sí. Comprendía completamente lo que planteaba Lisandro. Pero, ¿cómo evitarpensar en la verdad? ¿Cómo evitar mirar, decir, hacer? ¿Cómo evitar lanzar unamirada de odio a una persona que entra al bar para investigar sobre mi amigo?¿Cómo evitar lanzar una mirada de odio a una persona que roba bebés?
—¿Podemosver las fotos? —pregunté tímidamente—. Las de los autos, las de los hombres delos que hay que cuidarse.
Éldudó, pero enseguida se puso de pie y buscó en un cajón. Volvió con dos foliosllenos de fotografías, y nos las mostró una a una. Había también dos listas,una de nombres y apellidos, la otra de patentes.
Suspiré.
Lasimágenes se grabaron en mi mente, como si el tiempo se hubiese detenido en cadauna de ellas para que pudiera observarlas durante la eternidad y así jamásolvidarlas. Como si el tiempo no quisiera que olvidara.
Ycon cada imagen, mi cerebro hizo un click.
¿Porqué ocultarse? ¿Por qué ocultar la verdad? Así, solamente seríamos un adorno,un objeto del que hay que cuidar para que no se dañe. ¿Y para qué? ¿Para quédar más trabajo a alguien que ya está sobrecargado?
Miréa Federico, que tenía los ojos fijos en la lista de nombres. Y miré a Lisandromientras él golpeteaba la fotografía del hombre que había ido al bar.
¿Paraqué quedarse de brazos cruzados, cuando se podía hacer algo?
La
luz del sol se dejaba entrar por las enormes ventanas del bar. Era una luz tan
intensa, tan cálida, tan brillante, que no parecía otoñal. Margarita suspiró,
al lado mío. Casi todas las mesas estaban ocupadas y parecía que el día iba a
ser complicado.
—Si
no se nubla, te juro que me voy a largar a llorar —murmuró.
La
miré y lancé una carcajada suave. Era cierto; el hecho de tener que estar todo
el día en el bar cuando el clima invitaba a ir a la plaza a tomar mate, parecía
una pesadilla.
—Al
menos no hay ningún traficante almorzando —comentó en tono burlón, y se alejó a
paso rápido, entrando a la cocina.
Me
quedé de pie, con la vista fija en la calle. Apenas había dormido, porque me
había quedado hasta tarde hablado con Margarita y con Federico. No solamente de
Alan, de mi hermano y de Mariano. Habíamos tocado diversos temas. Había sido
una de nuestras conversaciones más largas e interesantes.
La
puerta del bar se abrió. Julia y su amiga entraron; yo avancé hacia ellas
mientras elegían una mesa.
—¿Cómo
estás? —me sonrió Julia al tiempo que se sentaba.
—Muy
bien —contesté—. ¿Qué quieren comer?
—Una
ensalada para dos. Decile a Federico que elija los ingredientes él. Pero que,
por favor, no mezcle tomate y berenjenas como la otra vez.
Le
dirigí una sonrisa tímida y fui directo a la cocina.
—Una
ensalada para dos —repetí, hablándole al cocinero—. Elegí los ingredientes,
pero no mezcles tomate y berenjenas.
—Está
hermosa hoy —murmuró Margarita espiando por la puerta—. Creo que es el día
perfecto para que la invites a salir.
La
miré con un gesto desaprobador.
—Claro,
voy y la invito mientras come su riquísima ensalada. Hermoso.
Federico
se rió. Se puso de pie y sacó dos bocaditos de nuez de la heladera.
—Tengo
una idea —acotó, ignorando el suspiro quejoso de Helena—. Tenés que dejarle un
mensaje adentro del bocadito. Y, por supuesto, no confundirte de bocadito
cuando se lo des.
Margarita
dejó el plato que estaba a punto de llevar hacia la sala principal y sacó de su
bolsillo una lapicera y un anotador.
—Muy
bien, manos a la obra —dijo, decidida.
Y
dos horas más tarde, cuando terminó el turno día, yo llevaba en mi bolsillo un
pequeño papel que decía de un lado: Mañana,
a las 21:00, en Jaya. Lisandro.
Y
del otro, con letra redondeada y prolija:
Nos vemos.
—Fue
un día raro, ¿no? —pregunté en voz alta, superando el sonido del agua cayendo
sobre la pileta de lavar los platos.
Federico
y yo nos habíamos quedado limpiando en Juno. Había refrescado mucho desde la
tarde y ninguno de los dos tenía abrigo, así que estábamos intentando hacerlo
lo más rápido posible.
—Sí,
vino bastante gente —contestó con poco interés—. Aunque podría haber sido peor,
a la noche estuvo bastante tranquilo.
—No,
no me refiero a eso. No sé, tuve una sensación rara durante todo el día. Cada
vez que me paraba al lado de Ele… fue un día cargado, a eso me refiero. No
podía pasar un segundo sin pensar en todo lo que hablamos ayer, en todo lo que
hay atrás de Lisandro. ¿No te pasa lo mismo?
—No,
no me pasa —dijo cortante, y caminó hasta la sala principal.
Lo
seguí, sorprendida.
—¿Qué
te pasa?
—¿Qué
me pasa? —soltó él, indignado—. Que no soporto hablar del tema. No puedo ni plantearme
seguir pensando en Lisandro después de haber pasado todo un día con él. No
puedo, no lo tolero. Me destroza por dentro. Cada segundo que paso mirándolo,
hablándole, en mi cabeza se repite una y otra vez la misma escena, adentro de
un auto. No puedo dejar de pensar en todo lo que pasa a su alrededor, a mi
alrededor, a tu alrededor. No puedo dejar de verme como un imbécil, como un nene
lleno de inocencia. No soporto la impotencia.
—Eso,
impotencia —dije con calma—. Fue un día cargado de impotencia.
Acomodó
algunas sillas bruscamente y se volvió hacia mí.
—Sí,
lleno de impotencia. ¿Pero qué podemos hacer? No sé cuánto tiempo vamos a tener
que esperar para dejar de sentirnos así.
—No
sé si quiero esperar —susurré—. No quiero seguir siendo un adorno al que hay
que cuidar para que no se rompa. No me interesa. Sabemos que están pasando
cosas. Y sabemos que hay gente que busca detenerlas. No me interesa estar ajena
al tema. No me interesa ser una persona más, ignorante de la realidad. O peor: al
tanto de la realidad, pero haciendo caso omiso. Como si fuese una cosa más por
la cual lamentarse.
Me
miró con ternura, sonriente.
—No
seamos adornos, entonces.
—¿Pero
cómo? —dudé—. No sabemos dónde trabaja Mariano. No sabemos cómo contactarnos
con él. Y está claro que Ele no quiere ponernos en peligro.
—Como
siempre, tengo una idea —alardeó—. Y yo creo que mañana va a ser un buen día
para llevarla a cabo.
—Creo
que serías una mamushka —bromeó
Federico, mirándome atentamente—. No, no. A ver… uno de esos patos que tiene la
cabeza colgando.
Me
reí.
—Yo
podría ser una lechuza de cerámica, supongo —continuó—. O esos ratoncitos
hechos con caracoles. ¡Por favor, son tan feos!
Estábamos
caminando bajo el sol otoñal. Eran alrededor de las cuatro de la tarde; hacía
unas horas habíamos terminado el turno en Juno. Seguíamos a Lisandro
atentamente, a media cuadra de distancia, cuidándonos de no perderlo de vista.
—¿Por
qué un ratoncito? —quise saber.
—Ni
idea. ¿Realmente pensás que lo que estoy diciendo tiene algún sentido lógico, o
algo así? —lanzó una carcajada.
—Tenés
cara de ratón —me burlé.
Me
empujó suavemente con su hombro, sonriendo. Yo me concentré en Lisandro, que se
había detenido. Me deslicé hacia la entrada de un edificio, escondiéndome detrás
de la pared. Federico hizo lo mismo.
—¿Es
ahí? —preguntó, susurrando.
Me
fruncí de hombros y asomé la cabeza, espiando. Habían abierto la puerta.
Un
escalofrío me recorrió la espalda.
Federico
sacó un anotador y copió la dirección en la que nos encontrábamos.
—Vamos
—me dijo, caminando a paso firme.
Nos
paramos frente a esa puerta que pronto nos sería más que familiar. Una puerta
de madera, pintada de color marrón oscuro. Tenía una pequeña ventana de vidrio
opaco, de color grisáceo. Fácilmente reconocible.
La
miramos en silencio durante largos segundos. Larguísimos segundos en los que mi
cerebro no hizo más que repetir una y otra vez, como un eco imparable, las
palabras que Lisandro había pronunciado dos noches atrás.
Noté
cómo mis ojos se llenaban de lágrimas. Lágrimas de euforia, de ansiedad, de
miedo, de emoción, de alegría, de tristeza. Lágrimas completamente híbridas.
—Bueno,
ahora solamente tenemos que encontrar el momento adecuado para venir,
presentarnos y esperar un buen recibimiento —murmuró Federico, casi en susurro,
e inhaló profundamente.
Yo
no dije nada. Di media vuelta y comencé a caminar, volviendo sobre mis pasos.
Teníamos la dirección. Teníamos el lugar exacto en donde trabajaba Mariano, en
donde Lisandro había conocido su verdadera vida. Y en donde había comenzado su
nueva vida. Sabíamos qué puerta golpear.
Sólo
teníamos que golpearla.
Entré
a Jaya a paso lento, observando atentamente cada una de las mesas. Julia
todavía no había llegado. Mejor, prefería ser primero. Caminé hasta una mesa
para dos y respiré profundamente.
Estaba
completamente nervioso. La garganta me pedía litros de agua, y tenía la boca
empastada. El estómago se me retorcía y mi apetito parecía haberse fugado a
otro rincón del planeta. Iba a tener que comer algo, por mínimo que fuera, si
estaba en un restaurante.
Un
mozo se acercó y le pedí una botella de agua mineral. Quería sacarme esa
horrenda sensación de haber caminado kilómetros a través del desierto.
Alguien
me tapó los ojos por detrás.
—¿Quién
soy? —escuché. Y era demasiado obvio.
—Julia
—dije, sonriendo.
Ella
dio la vuelta a la mesa y se sentó en frente mío con movimientos alegres y
sutiles. La miré durante unos segundos; estaba realmente hermosa. Llevaba el
pelo castaño recogido con un pañuelo y sus ondas caían suavemente sobre sus
hombros. Tenía puesta una campera de lana y una pollera larga hasta los
talones.
—¿Cómo
estás? —preguntó.
—Bien,
un poco cansado. Fue un día complicado.
—Había
mucha gente en el bar —murmuró.
El
bar. El único tema del que no quería hablar.
—Podría
haber sido peor —comenté, quitándole importancia—. ¿Vos cómo estás?
—Muy
bien. La librería es bastante tranquila, así que relajada. Y esperando a que un
mozo se digne a atendernos para comer mi plato de comida china preferido.
Dudé.
—No
tengo idea de comida china —me reí.
Ella
dejó escapar una carcajada.
—No
te preocupes, yo elijo por los dos —me guiñó un ojo—. Vas a probar el mejor
plato vegetariano de tu vida.
Tomé
la botella de agua mineral, llené mi copa por segunda vez, y también la suya,
con cuidado de no volcar.
—Gracias.
No aguantaba la sed —sonrió. Y se llevó el recipiente a la boca.
Un
mozo comenzó a acercarse, trayendo una panera repleta.
—Y
bien, Lisandro —continuó ella—. Te conozco un poco, pero quiero más detalles.
Así que, contame: ¿qué te trae por Buenos Aires?
La
miré. Y supongo que esa mirada significó mucho para ella. Supongo que dedujo su
significado al instante. Siempre supo que le estaba mintiendo. Siempre supo que
detrás de Lisandro Borromeo había algo más.
Y
yo no me di cuenta.