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Cuando llegué a Juno y encontré todas las mesas preparadas intuí que me había perdido de algo. Atravesé la sala y entré a la cocina. Lisandro y Federico estaban sentados sobre unos cajones de cerveza, charlando.
—¿No es muy temprano, Ele? —Lisandro me miró, sorprendido por su nuevo sobrenombre—. Solés llegar después de mí.
Se encogió de hombros.
—Es que ayer salimos y dormí en lo de Fede, así que vine con él.
—Gracias por invitarme —apunté, sonriendo.
Se rieron. Federico miró el reloj y se puso de pie, dispuesto a preparar los primeros desayunos: cortar el pan, hornearlo, servir la manteca…
—Fue una idea espontánea —murmuró—. Terminamos de limpiar y se nos ocurrió salir a tomar algo. Cuando quieras, organizamos algo.
—Perfecto —asentí.
Clara y Helena llegaron enseguida y se pusieron manos a la obra. Cristián iba a llegar más tarde, así que antes de que entraran los primeros clientes ayudamos un poco en la cocina.
La mañana, como siempre, fue tranquila. A la hora del almuerzo empezó a llegar más gente, pero nada devastador. Nos repartimos las mesas a medida que se ocupaban y a todos nos quedó tiempo para descansar.
Cuando Lisandro corrió hacia la cocina y en su lugar apareció Federico, comencé a sospechar que algo no estaba bien. Me dirigí a la última mesa que se había ocupado y sonreí.
—Hola, ¿qué tal?
—Buen día —dijo el hombre. Era robusto y lucía un traje oscuro—. Acá trabaja Alan Ferrari, ¿cierto? Me gustaría que él me atendiera.
—No, no trabaja ningún Alan… —murmuré, extrañada—. ¿Tal vez en frente?
Federico se puso rápidamente a mi lado, luciendo una increíble sonrisa. Apoyó su mano sobre mi hombro y se rió suavemente.
—Alan Ferrari, el chico que te reemplazó ayer —dijo.
Lo miré con sorpresa. No había faltado el día anterior. Incluso, si lo hubiera hecho, nadie me hubiese reemplazado. Pero no dije nada.
—Tenemos el teléfono, si quiere —siguió el cocinero—. Dejá, Marga; yo lo atiendo —agregó, dirigiéndose a mí.
Asentí con la cabeza, en silencio. Di media vuelta y caminé decidida hacia la cocina. Había encajado dos piezas: la mentira de Federico y la sorpresiva reacción de Lisandro. Y mi necesidad de saber se había multiplicado.
Helena y Cristián me sonrieron y luego siguieron con su trabajo. Yo avancé hasta pararme justo al lado de Lisandro. Acerqué mi boca a su oreja.
—Así que Alan… —susurré.







Federico entró a la cocina. Noté cómo se disculpaba con la mirada, disimuladamente. Avanzó hasta la heladera y sacó una gaseosa.
—Una milanesa con papas fritas —comentó—. Clásico.
—¿Por qué estás atendiendo? —preguntó de mal modo Helena.
Lisandro y él se quedaron en silencio. Solamente se escuchaban los golpes del cuchillo de Cristián sobre la tabla de madera, mientras picaba cebolla.
—Es que a Lisandro le bajó la presión —mentí—. Estaba encargado de varias mesas, así que le pedimos ayuda porque nosotras también estamos ocupadas.
—Vamos —interrumpió Federico, agarrándome del brazo.
—Van a explicarme —le dije en cuanto nos alejamos—. Todo.
—Bueno, digamos que eso no depende completamente de mí. Pero gracias por tu ocurrencia, recién. Te aseguro que era necesaria.
—¿Quién es? —susurré, al ver que Clara se acercaba.
—Es complicado. Y repito, no depende de mí.
—Tenemos una pareja que quiere cazuela. Helena va a matarme, ¿por qué están todos tan exquisitos hoy? —interrumpió mi compañera—. ¿Y Lisandro?
—Le bajó la presión —dijimos a coro.
—Y sí, va a matarte —agregó él, y se alejó a paso rápido.
Clara puso los ojos en blanco y se dirigió a la cocina. Yo recorrí una a una mis mesas, preguntando si hacía falta algo. Renové algunas paneras, llevé cuentas y levanté platos. Después, me paré atrás de la barra y me serví un vaso de agua.
—Mirá qué lento que come —me susurró Federico con nerviosismo.
—Debe sospechar —comenté—. No se quiere ir.
—¿Y qué hago?
—Nada, dejalo comer. En algún momento va a terminar.
Suspiró.
—¿Una hora va a estar Lisandro con la presión baja? Además tengo que ayudar en la cocina, Helena tiene una cara que espanta.
—Andá, no te preocupes. Yo me encargo de él.
Cuarenta minutos más tarde ya había vaciado su plato. Me acerqué.
—¿Algún postre? —sonreí, siguiendo el protocolo, pero intuyendo lo que diría.
—Sí, ensalada de frutas, ¿puede ser?
—Por supuesto —asentí, cortante, y caminé hasta la cocina—. Tenemos un cliente bien clásico. Ahora quiere ensalada de frutas —me burlé.
—Está en la heladera —murmuró Federico, entendiendo mi indirecta.
Tomé una compotera, la llené hasta el tope, coloqué una cuchara de metal y se la llevé a ese hombre que había cambiado mi día.
—La casa invita —dije, con un dejo de odio. Sonreí.
Me devolvió el gesto.








Entré a la sala en silencio. Ramona y Verónica me recibieron alegremente mientras Matías descansaba en los brazos de su madre.
—¿Todo bien? —preguntó la primera.
Respiré profundamente, y fue suficiente para que notara que algo iba mal.
—Ayer a la noche Federico me llevó a casa. Nos siguió un auto, la patente está en la lista de Mariano. Tuvimos que perderlo y entrar a un bar. Le conté todo, no sabía qué mentira inventar. No se me ocurría nada…
—Eso no importa. Lo importante es que estás bien, y que no te encontraron.
Me quedé en silencio.
—¿Qué pasó? —se asustó Ramona.
—Hoy al mediodía un hombre fue al bar. Está en las fotos de Mariano. Por suerte pude esconderme a tiempo y Federico me ayudó. Pero Margarita se dio cuenta de lo que estaba pasando y quiere saber. Tengo que contarle, no me queda otra opción.
Asintió en silencio, comprensiva.
—Mariano no tiene que saber nada. Al menos, por unos días, hasta que todo se tranquilice. Y por favor, cuidá a tus amigos. Sabiendo, corren peligro —agarró la bandeja de metal que descansaba sobre la mesa de luz—. Me tengo que ir, acá soy Irina la enfermera, así que mejor me pongo a trabajar —dijo, y salió del cuarto.
Me senté en una silla, al lado de la cama, mirando Matías. Se había despertado y movía los brazos suavemente. Sus ojos observaban todo con sorpresa.
—Es precioso —susurré. Estiré mi brazo y toqué su nariz con mi dedo índice.
Verónica me sonrió.
—Ey —dijo, jugando con su hijo—. Ey, acá está tu tío. Él es tu tío.
Me reí.
—Gracias —agregó.
—No hay nada que agradecer. Más bien yo debería agradecerte —comenté, y me quedé observando al bebé. ¿Qué hubiera sido de él si algo hubiese salido mal? No quería pensarlo, pero era inevitable. La pregunta se repetía una y otra vez en mi cabeza. Pero ahí estaba, justo frente a mí. Y era precioso.
—Hola Matías —dije, hablando enérgicamente. Por alguna razón, cuando uno le habla a los bebés lo hace enérgicamente.
Verónica lanzó una débil carcajada.
—No se llama Matías, Lisandro —explicó—. Era un nombre inventado, como toda la historia. Yo tampoco me llamo Verónica, no sé si sabías.
Tenía sentido. Así, si surgía cualquier sospecha en el hospital, no había peligro alguno. Nunca encontrarían a Verónica, ni a Matías.
—¿Y cómo se llama? —pregunté.
—Alan.









Mariano tamborileaba con sus dedos sobre una botella vacía de agua mineral, esperando a que llegara Emanuel. Todavía no lo conocía, pero sabía que trabajaba con nosotros y que había ayudado en la investigación de Espinoza. Ramona, Pablo y yo estábamos sentados en el sillón; y junto a la computadora de Mariano había una mujer de unos treinta años, Natalia. Tenía el pelo lacio y brillante, de color caoba, largo hasta la cintura.
—¿Podés pararla con la botellita? —se alteró Ramona.
Mariano la miró con un gesto de desconcierto. Le dedicó una sonrisa y apoyó la botella sobre la mesa de madera, alejándola de sus manos. El silencio no duró más de un minuto, porque enseguida comenzó a golpear uno a uno sus dedos sobre el roble perfectamente barnizado.
—No puedo creerlo —se quejó la otra, poniéndose de pie rápidamente.
La puerta de entrada se abrió. Un hombre alto y delgado, con el pelo rubio enmarañado, se acercó a paso ágil.
—Al fin —comentó Natalia—. Vamos al grano, estoy impaciente —agregó, buscando el archivo en la pantalla.
—No sos la única —se burló Pablo, y luego nadie dijo nada más, porque de los parlantes emergió la voz de Espinoza, casi como un fantasma.
—Acaba de nacer. Todos los análisis salieron perfectamente.
—Bien —respondió una voz suave y dulce; la voz de una mujer—. Preparen todo para esta noche, entonces. A las diez Alberto va a estar esperando en la puerta.
—Mónica ya tiene todo listo, solamente falta declarar su muerte.
—Muy bien. Procedan cuanto antes.
—Perfecto.
—Llamame ante cualquier circunstancia.
—Por supuesto —fue lo último que se oyó de Espinoza. Luego, vacío.
Nadie dijo nada. Nos quedamos en silencio, mirándonos. Nos mirábamos fijamente, como intentando descifrar en los ojos del otro las palabras exactas para decir en ese momento.
Mariano tenía los ojos bañados en lágrimas. Era la primera vez que oía la voz de una de las personas a las que había buscado durante casi tres décadas.
Pablo y Emanuel estaban serios, como siempre los había visto, pero en sus rostros podía distinguirse un dejo de angustia fuera de lo común.
Natalia se había quedado mirando la pantalla de la computadora, y su mano descansaba sobre el mouse.
Ramona fue la primera en hablar, tras lanzar un profundo suspiro.
—Bueno, conocemos una nueva voz —susurró, e hizo una pausa—. ¿Y ahora?









Mariano lanzó una risita y dirigió una mirada curiosa a Natalia.
—¿Hay alguna forma de rastrear el teléfono y ubicación de la llamada?
Ella dudó.
—Sí, toda esa información está cifrada en el archivo original de la grabación, pero yo no sé obtenerla. Puedo extraer el audio, pero no más que eso…
—¿Conocés a alguien que sepa?
—Sí, tengo un contacto.
—¿Es de confianza?
Volvió a dudar.
—No —murmuró, insegura—. Pero probablemente no le importe trabajar sin saber para qué queremos esos datos, o sobre qué son.
Mariano frunció el entrecejo.
—¿No?
—Mientras le paguemos…
Él inhaló profundamente, asintiendo con la cabeza.
—Averiguá los costos. Conseguir la ubicación de nuestros amigos sería un paso gigantesco en la investigación —ordenó con entusiasmo, y se volvió a Ramona—. Necesito toda la información que puedas conseguir sobre Mónica: nombre completo, DNI, teléfonos, direcciones, fotografías, lo que sea. ¿Te lo encargo?
—No estoy segura de que haya alguna Mónica en el hospital…
—Por favor, Ramona —se burló Mariano—. Debe haber Mónicas en todos los hospitales del país. Quizá es un segundo nombre, o un apellido. Investigá.
—O quizá es un nombre falso —balbuceó ella.
—Eso complicaría más las cosas. Seamos optimistas.
Hizo una pausa de unos segundos, pensativo. Había ideado una nueva táctica en sólo segundos. Y nos había encontrado algo que hacer a cada uno de nosotros. Y a él mismo, por supuesto. Pero eso no lo sabríamos.
—Emanuel, Pablo… investiguen a Espinoza fuera del hospital. Necesitamos saber más sobre su vida. Qué lugares frecuenta, con quién se suele ver, no sé, todo lo que hace a la vida de una persona. Tengan cuidado. Y sean discretos.
—Más bien, Mariano —apuntó Emanuel, con una sonrisa brillante.
Miré al viejo amigo de mis padres, expectante. ¿Qué tenía para mí?
—¿Cómo te sentís, Lisandro? Después de tu actuación en el hospital, después de esto… ¿estás bien?
Asentí con la cabeza. Estaba bien, sí. Mejor de lo que hubiese esperado.
—Voy a darte un recreo. En unos días hablamos, ¿te parece?
Volví a asentir. No me venía nada mal. Con lo que había pasado en los últimos días tenía la cabeza demasiado ocupada. Miré mi reloj y mi estómago se retorció.
En menos de una hora, Margarita y Federico estarían en mi departamento.









—¿Lograbaron? —pregunté, completamente sorprendida, cuando Lisandro terminó suextensísimo relato.
Federicome miró con el ceño fruncido.
—¿Estodo lo que vas a preguntar? ¡Hola! —se burló—. ¡Tiene un hermano!
Lisandrose rió.
Eracierto, había muchas cosas por indagar, muchas cosas que jamás habría imaginadoencontrar fuera de un televisor. Pero había acumulado la información tanrápidamente, que lo único a lo que había hecho tiempo de cuestionar había sidola grabación. ¡Conocían la voz de un traficante de bebés! Me zumbaron losoídos.
—Novoy a contestar preguntas. Ya es suficiente con que sepan la verdad.
—Almenos nos vas a mantener al tanto… —bromeó Federico otra vez, y su amigo lofulminó con la mirada.
—Habloen serio. Es peligroso, muy peligroso. Sobretodo ahora, que parece que siguenmis pasos con lupa. Así que, por favor, hagan de cuenta que no saben nada. Sipasa cualquier cosa, lo que sea… no se miren. No me miren. No me hablen. No sehablen. No corran peligro. Para mí, y no tengan dudad de que para Marianotambién, lo más importante es que estén bien.
Nosquedamos en silencio.
Comprendía,sí. Comprendía completamente lo que planteaba Lisandro. Pero, ¿cómo evitarpensar en la verdad? ¿Cómo evitar mirar, decir, hacer? ¿Cómo evitar lanzar unamirada de odio a una persona que entra al bar para investigar sobre mi amigo?¿Cómo evitar lanzar una mirada de odio a una persona que roba bebés?
—¿Podemosver las fotos? —pregunté tímidamente—. Las de los autos, las de los hombres delos que hay que cuidarse.
Éldudó, pero enseguida se puso de pie y buscó en un cajón. Volvió con dos foliosllenos de fotografías, y nos las mostró una a una. Había también dos listas,una de nombres y apellidos, la otra de patentes.
Suspiré.
Lasimágenes se grabaron en mi mente, como si el tiempo se hubiese detenido en cadauna de ellas para que pudiera observarlas durante la eternidad y así jamásolvidarlas. Como si el tiempo no quisiera que olvidara.
Ycon cada imagen, mi cerebro hizo un click.
¿Porqué ocultarse? ¿Por qué ocultar la verdad? Así, solamente seríamos un adorno,un objeto del que hay que cuidar para que no se dañe. ¿Y para qué? ¿Para quédar más trabajo a alguien que ya está sobrecargado?
Miréa Federico, que tenía los ojos fijos en la lista de nombres. Y miré a Lisandromientras él golpeteaba la fotografía del hombre que había ido al bar.
¿Paraqué quedarse de brazos cruzados, cuando se podía hacer algo?









La luz del sol se dejaba entrar por las enormes ventanas del bar. Era una luz tan intensa, tan cálida, tan brillante, que no parecía otoñal. Margarita suspiró, al lado mío. Casi todas las mesas estaban ocupadas y parecía que el día iba a ser complicado.
—Si no se nubla, te juro que me voy a largar a llorar —murmuró.
La miré y lancé una carcajada suave. Era cierto; el hecho de tener que estar todo el día en el bar cuando el clima invitaba a ir a la plaza a tomar mate, parecía una pesadilla.
—Al menos no hay ningún traficante almorzando —comentó en tono burlón, y se alejó a paso rápido, entrando a la cocina.
Me quedé de pie, con la vista fija en la calle. Apenas había dormido, porque me había quedado hasta tarde hablado con Margarita y con Federico. No solamente de Alan, de mi hermano y de Mariano. Habíamos tocado diversos temas. Había sido una de nuestras conversaciones más largas e interesantes.
La puerta del bar se abrió. Julia y su amiga entraron; yo avancé hacia ellas mientras elegían una mesa.
—¿Cómo estás? —me sonrió Julia al tiempo que se sentaba.
—Muy bien —contesté—. ¿Qué quieren comer?
—Una ensalada para dos. Decile a Federico que elija los ingredientes él. Pero que, por favor, no mezcle tomate y berenjenas como la otra vez.
Le dirigí una sonrisa tímida y fui directo a la cocina.
—Una ensalada para dos —repetí, hablándole al cocinero—. Elegí los ingredientes, pero no mezcles tomate y berenjenas.
—Está hermosa hoy —murmuró Margarita espiando por la puerta—. Creo que es el día perfecto para que la invites a salir.
La miré con un gesto desaprobador.
—Claro, voy y la invito mientras come su riquísima ensalada. Hermoso.
Federico se rió. Se puso de pie y sacó dos bocaditos de nuez de la heladera.
—Tengo una idea —acotó, ignorando el suspiro quejoso de Helena—. Tenés que dejarle un mensaje adentro del bocadito. Y, por supuesto, no confundirte de bocadito cuando se lo des.
Margarita dejó el plato que estaba a punto de llevar hacia la sala principal y sacó de su bolsillo una lapicera y un anotador.
—Muy bien, manos a la obra —dijo, decidida.
Y dos horas más tarde, cuando terminó el turno día, yo llevaba en mi bolsillo un pequeño papel que decía de un lado: Mañana, a las 21:00, en Jaya. Lisandro.
Y del otro, con letra redondeada y prolija:
Nos vemos.










—Fue un día raro, ¿no? —pregunté en voz alta, superando el sonido del agua cayendo sobre la pileta de lavar los platos.
Federico y yo nos habíamos quedado limpiando en Juno. Había refrescado mucho desde la tarde y ninguno de los dos tenía abrigo, así que estábamos intentando hacerlo lo más rápido posible.
—Sí, vino bastante gente —contestó con poco interés—. Aunque podría haber sido peor, a la noche estuvo bastante tranquilo.
—No, no me refiero a eso. No sé, tuve una sensación rara durante todo el día. Cada vez que me paraba al lado de Ele… fue un día cargado, a eso me refiero. No podía pasar un segundo sin pensar en todo lo que hablamos ayer, en todo lo que hay atrás de Lisandro. ¿No te pasa lo mismo?
—No, no me pasa —dijo cortante, y caminó hasta la sala principal.
Lo seguí, sorprendida.
—¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa? —soltó él, indignado—. Que no soporto hablar del tema. No puedo ni plantearme seguir pensando en Lisandro después de haber pasado todo un día con él. No puedo, no lo tolero. Me destroza por dentro. Cada segundo que paso mirándolo, hablándole, en mi cabeza se repite una y otra vez la misma escena, adentro de un auto. No puedo dejar de pensar en todo lo que pasa a su alrededor, a mi alrededor, a tu alrededor. No puedo dejar de verme como un imbécil, como un nene lleno de inocencia. No soporto la impotencia.
—Eso, impotencia —dije con calma—. Fue un día cargado de impotencia.
Acomodó algunas sillas bruscamente y se volvió hacia mí.
—Sí, lleno de impotencia. ¿Pero qué podemos hacer? No sé cuánto tiempo vamos a tener que esperar para dejar de sentirnos así.
—No sé si quiero esperar —susurré—. No quiero seguir siendo un adorno al que hay que cuidar para que no se rompa. No me interesa. Sabemos que están pasando cosas. Y sabemos que hay gente que busca detenerlas. No me interesa estar ajena al tema. No me interesa ser una persona más, ignorante de la realidad. O peor: al tanto de la realidad, pero haciendo caso omiso. Como si fuese una cosa más por la cual lamentarse.
Me miró con ternura, sonriente.
—No seamos adornos, entonces.
—¿Pero cómo? —dudé—. No sabemos dónde trabaja Mariano. No sabemos cómo contactarnos con él. Y está claro que Ele no quiere ponernos en peligro.
—Como siempre, tengo una idea —alardeó—. Y yo creo que mañana va a ser un buen día para llevarla a cabo.











—Creo que serías una mamushka —bromeó Federico, mirándome atentamente—. No, no. A ver… uno de esos patos que tiene la cabeza colgando.
Me reí.
—Yo podría ser una lechuza de cerámica, supongo —continuó—. O esos ratoncitos hechos con caracoles. ¡Por favor, son tan feos!
Estábamos caminando bajo el sol otoñal. Eran alrededor de las cuatro de la tarde; hacía unas horas habíamos terminado el turno en Juno. Seguíamos a Lisandro atentamente, a media cuadra de distancia, cuidándonos de no perderlo de vista.
—¿Por qué un ratoncito? —quise saber.
—Ni idea. ¿Realmente pensás que lo que estoy diciendo tiene algún sentido lógico, o algo así? —lanzó una carcajada.
—Tenés cara de ratón —me burlé.
Me empujó suavemente con su hombro, sonriendo. Yo me concentré en Lisandro, que se había detenido. Me deslicé hacia la entrada de un edificio, escondiéndome detrás de la pared. Federico hizo lo mismo.
—¿Es ahí? —preguntó, susurrando.
Me fruncí de hombros y asomé la cabeza, espiando. Habían abierto la puerta.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Federico sacó un anotador y copió la dirección en la que nos encontrábamos.
—Vamos —me dijo, caminando a paso firme.
Nos paramos frente a esa puerta que pronto nos sería más que familiar. Una puerta de madera, pintada de color marrón oscuro. Tenía una pequeña ventana de vidrio opaco, de color grisáceo. Fácilmente reconocible.
La miramos en silencio durante largos segundos. Larguísimos segundos en los que mi cerebro no hizo más que repetir una y otra vez, como un eco imparable, las palabras que Lisandro había pronunciado dos noches atrás.
Noté cómo mis ojos se llenaban de lágrimas. Lágrimas de euforia, de ansiedad, de miedo, de emoción, de alegría, de tristeza. Lágrimas completamente híbridas.
—Bueno, ahora solamente tenemos que encontrar el momento adecuado para venir, presentarnos y esperar un buen recibimiento —murmuró Federico, casi en susurro, e inhaló profundamente.
Yo no dije nada. Di media vuelta y comencé a caminar, volviendo sobre mis pasos. Teníamos la dirección. Teníamos el lugar exacto en donde trabajaba Mariano, en donde Lisandro había conocido su verdadera vida. Y en donde había comenzado su nueva vida. Sabíamos qué puerta golpear.
Sólo teníamos que golpearla.









Entré a Jaya a paso lento, observando atentamente cada una de las mesas. Julia todavía no había llegado. Mejor, prefería ser primero. Caminé hasta una mesa para dos y respiré profundamente.
Estaba completamente nervioso. La garganta me pedía litros de agua, y tenía la boca empastada. El estómago se me retorcía y mi apetito parecía haberse fugado a otro rincón del planeta. Iba a tener que comer algo, por mínimo que fuera, si estaba en un restaurante.
Un mozo se acercó y le pedí una botella de agua mineral. Quería sacarme esa horrenda sensación de haber caminado kilómetros a través del desierto.
Alguien me tapó los ojos por detrás.
—¿Quién soy? —escuché. Y era demasiado obvio.
—Julia —dije, sonriendo.
Ella dio la vuelta a la mesa y se sentó en frente mío con movimientos alegres y sutiles. La miré durante unos segundos; estaba realmente hermosa. Llevaba el pelo castaño recogido con un pañuelo y sus ondas caían suavemente sobre sus hombros. Tenía puesta una campera de lana y una pollera larga hasta los talones.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Bien, un poco cansado. Fue un día complicado.
—Había mucha gente en el bar —murmuró.
El bar. El único tema del que no quería hablar.
—Podría haber sido peor —comenté, quitándole importancia—. ¿Vos cómo estás?
—Muy bien. La librería es bastante tranquila, así que relajada. Y esperando a que un mozo se digne a atendernos para comer mi plato de comida china preferido.
Dudé.
—No tengo idea de comida china —me reí.
Ella dejó escapar una carcajada.
—No te preocupes, yo elijo por los dos —me guiñó un ojo—. Vas a probar el mejor plato vegetariano de tu vida.
Tomé la botella de agua mineral, llené mi copa por segunda vez, y también la suya, con cuidado de no volcar.
—Gracias. No aguantaba la sed —sonrió. Y se llevó el recipiente a la boca.
Un mozo comenzó a acercarse, trayendo una panera repleta.
—Y bien, Lisandro —continuó ella—. Te conozco un poco, pero quiero más detalles. Así que, contame: ¿qué te trae por Buenos Aires?
La miré. Y supongo que esa mirada significó mucho para ella. Supongo que dedujo su significado al instante. Siempre supo que le estaba mintiendo. Siempre supo que detrás de Lisandro Borromeo había algo más.
Y yo no me di cuenta.