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La luz fluorescente iluminaba la cocina. Era un espacio amplio, con una mesa y seis sillas, y una larga mesada bordeando toda una pared. Todos estábamos allí: Mariano, Ramona, Pablo, Natalia, Federico, Margarita y Emanuel, que acababa de llegar.
—Acá está —dijo el último, extendiendo un gran papel sobre la mesa—. El plano del edificio Congardi V, probablemente uno de los más exclusivos de Belgrano. Sobretodo porque cuenta con diez pisos a los que sólo puede acceder personal autorizado, y sistemas de máxima seguridad.
Mariano se acercó y echó una mirada general al complejo plano. En el papel se detallaba la planta baja y dos pisos más, que eran el estándar para los pisos con acceso restringido y con acceso al público.
—El edificio pertenece a Eva Fantoma, pero las oficinas tienen todas distintos dueños. Mientras se construía, se pusieron a la venta… y se vendieron todas —siguió explicando Emanuel—. Estuvimos mirando con Valentín y hay algo en los planos que nos llamó la atención.
Señaló el croquis del Congardi V visto de frente, específicamente el espacio entre la planta baja y el primer piso. Intenté descifrar qué era lo llamativo, pero no pude darme cuenta.
—Este espacio es suficiente para construir un entrepiso, como suele hacerse en muchos edificios para los depósitos de portería —hizo una pausa mientras releía las especificaciones del plano—. Pero no aparece, en ningún lado, la existencia de un entrepiso.
Miré a Pablo, que parecía estar tan desconcertado como yo.
—¿Y si no hay entrepiso? —intervino Margarita—. El techo de la planta baja, desde afuera, parecía alto.
Emanuel asintió con la cabeza.
—Sí, el techo es alto. Cinco metros, acá dice. Eso sería hasta por acá —hizo una raya en el dibujo del Congardi V—. El primer piso tiene casi tres metros. Teniendo en cuenta la distancia de la ventana tanto hasta el techo como hasta el piso, el suelo estaría acá —hizo otra raya, bastante más arriba que la anterior.
Era cierto. Había un espacio considerable entre planta baja y primer piso. Un espacio que pronto se convertiría en nuestro único objetivo.
—Si este es el edificio desde donde trabajan estos tipos… —comenzó Emanuel.
Mariano lo interrumpió, con una voz cargada de euforia, de alegría.
—Tienen que hacerlo desde ese entrepiso. Un lugar completamente oculto.
Levanté la vista y miré a Margarita, que observaba el plano con atención. Sus ojos tenían un brillo especial, y en sus labios se había dibujado una sonrisa casi imperceptible.
—¿Alguna idea? —preguntó.









Los días que siguieron fueron silenciosos y transcurrieron lentamente. Ramona estaba destrozada y había llegado a preocuparnos. Pero insistía en que simplemente era su duelo.
—Irina García necesita ese duelo —decía.
Emanuel, Pablo y Federico se dedicaban a recopilar más información sobre el Congardi V y a buscar un reemplazo para Ramona en el hospital, sin perder de vista a Espinoza. Y Mariano y Lisandro habían recomenzado la investigación sobre Marco.
Lisandro cada vez estaba más desganado, pero era algo más que lógico: su búsqueda no avanzaba. Nada, por más que indagara en detalles mínimos, lo acercaba a su hermano.
Yo era la encargada de averiguar si el entrepiso del Congardi V existía. Y de cómo acceder a él. Al fin y al cabo, había sido mi propuesta.
—Déjenmelo a mí —había dicho casi una semana atrás.
Así que ahí estaba. En frente a ese lujoso edificio, tal como había hecho todas las tardes de los últimos seis días. Simulando esperar un colectivo, subiéndome cada tanto a alguno, para no levantar sospechas. Pero siempre ahí, prestando completa atención. Horas, horas y horas.
Pero lograr ingresar sin una razón era completamente imposible. Los hombres de seguridad pedían nombre y número de documento, y lo verificaban en una grilla. Recién entonces se tenía acceso al ascensor, custodiado por otro hombre de seguridad. Y luego sí: a los pasillos, pero seguramente también estarían vigilados.
Tuvieron que pasar cinco días para que me diera cuenta de un detalle muy importante: una gran cantidad de ciegos acudían al Congardi V.
Y tuvo que pasar otro día más para que notara algo más importante aún: esas personas caminaban directamente hacia el ascensor. No pasaban por la mesa de ingreso. No debían decir su nombre. Tenían libre acceso.
Tomé mi nuevo teléfono y marqué el número de Mariano.
—Margarita —dijo, tan cortés como siempre.
—Avisale a Federico que mañana, después de Juno, tiene que venir conmigo al Congardi V —me apresuré a explicar. Estaba muy impaciente.
—¿Pasó algo?
Sonreí.
—Nada grave. Es que mañana vamos a ingresar al edificio.
No se oyó más que silencio durante unos segundos. Le había dado una noticia que significaba un gran avance para todos.
—Tengan cuidado —fue todo lo que dijo. Y cortó.
¿Cuidado? No iba a ser necesario.
La fórmula era demasiado sencilla.









Entré al departamento y fui directo al sillón, donde me senté cómodamente. Estaba demasiado cansado, y no entendía por qué. El trabajo en Juno había sido bastante tranquilo y me había pasado el resto del día en la cocina de Mariano.
Todas las esperanzas que tenía de encontrar a Marco habían desaparecido en los últimos días. Había demasiada información. Hojas, hojas y hojas de información. Y sin embargo, nada podía rescatarse de ellas. No había absolutamente nada.
El timbre sonó. Atendí, extrañado. Era Julia.
Bajé a abrirle y la recibí con un beso.
—¿Estás bien? —preguntó—. Qué cara…
Esbocé una sonrisa, sólo para disimular.
—Un poco cansado —me quejé—. Mucho trabajo.
Subimos hasta el quinto piso y entramos al departamento. Volví al sillón; ella se acomodó a mi lado. Nos quedamos así, charlando, contándonos nuestros días, durante varios minutos. Luego se levantó a pedir una pizza. Era tarde, casi las dos de la mañana, pero había un delivery que funcionaba toda la noche.
—¿Qué vas a hacer este fin de semana? —quiso saber.
La miré, sin entender.
—Es fin de semana largo —explicó—. El lunes es feriado y Juno no abre. ¿No te vas a Roca?
Dudé. Casi me había olvidado por completo que Roca era mi ciudad natal. Me había olvidado por completo que Lisandro tenía toda una vida en otro lugar. Una vida que se fusionaba poco a poco con la de Alan. Porque en Roca nadie conocía a Lisandro. En Roca, no existía Mariano. No existía Margarita. Ni Federico, Ramona, Pablo, Emanuel, Natalia. Allí había otra gente. Alejandro, Verónica, Fabricio, Lara. ¿Cómo había logrado casi olvidarme de ellos? ¿Qué había hecho mi cerebro?
—No, no creo que vaya —murmuré—. Tengo muchísimas cosas que hacer. Y por ahí aprovecho para averiguar sobre el curso de fotografía. Tendría que empezar cuanto antes.
Era cierto, quería empezar. Pero no era más que una excusa. Volver a Roca no sólo era peligroso, sino que (lo sabía) me destrozaría por dentro. Mi casa, mis amigos, mi vida como Alan. Una vida que prácticamente se había derrumbado. Ahora que había conocido a Lisandro, no sabía si quería volver a sentirme Alan.
—¿Y tus viejos? —soltó Julia, como una bala directa a mi cabeza—. ¿No vienen ellos? No sé, yo tengo muchas ganas de ir a Azul y verlos…
Dudé. ¿Qué podía responder?
Cerré los ojos, intentando contener la tristeza.
—Yo también los extraño —susurré—. Pero no puedo hacer nada.
Una lágrima se desprendió de mi ojo.







Caminábamos por calle La Paz, siguiendo el ritmo de los golpes. Tac, tac. Tac, tac. Tac, tac. Tac, tac. Tac, tac. Tac, tac. Tac, tac. Me había puesto un vestido floreado que hacía años no usaba, unas zapatillas negras y, por supuesto, lentes de sol. Él tenía una camisa blanca, un pantalón de vestir y zapatos. Me llevaba agarrada del brazo y avanzábamos lentamente, siguiendo el ritmo de los golpes.
Tac, tac. Tac, tac.
—¿Vos estás segura? —preguntó, evidentemente nervioso.
—Sí, Federico —reproché—. Estuve una semana mirando. Estoy segura.
Dudó.
—No, pero digo. ¿Estás segura de esto? No sé, me parece que nos estamos aprovechando un poco…
Sí, era un pensamiento acertado. Pero no tenía de dónde sostenerse.
—Si vamos a hablar de ética, mejor pensemos en lo que está pasando adentro del edificio Congardi V.
—El fin no justifica los medios.
Dudé.
—Estamos actuando, Fede. No contratamos a una ciega para que haga el trabajo por nosotros. No sé si hay un daño moral. No nos estamos aprovechando de su situación: nos aprovechamos del sistema de nuestro enemigo.
Se rió, y eso me relajó un poco.
—Qué exagerada.
Cuando llegamos a la entrada del Congardi V se me retorció el estómago. Estábamos a un paso de nuestro objetivo. Solamente un paso.
Comenzamos a caminar hacia adentro. Fijé la vista en la pared que tenía en frente, para simular mejor mi ceguera. Quería evitar llamar la atención.
El hombre en el mostrador de registro nos miró, pero no dijo nada. Nos dirigimos directamente hacia el ascensor. Había un hombre dentro, encargado de custodiar y de controlar a qué piso se dirigía cada persona.
—13, ¿correcto? —dijo. Ni hola.
Federico lo miró sin entender. Mi cabeza funcionó velozmente y deduje a lo que se refería. Sonreí, evitando girarme hacia él.
—Sí, 13 —hice una pausa y posé una mano en el hombro de mi amigo con torpeza —. Perdonalo, es nuevo.
Presionó el botón y las puertas se cerraron lentamente.
El ascensor vibró y comenzó a subir con suavidad.
Ya habíamos dado el paso.








Ting.
La puerta del ascensor se abrió. El guardia dirigió una fugaz sonrisa a Federico y estiró el brazo, invitándonos a salir. Avanzamos con cuidado: no sabíamos qué podía haber en el pasillo. Más guardias, cámaras, lo que fuera. Con la seguridad que tenía ese edificio, cualquier cosa era posible.
El pasillo al que ingresamos era igual de lujoso que el hall principal. Hacia la izquierda había varias puertas y salas de espera. Hacia la derecha, una gran puerta blanca con un letrero: Salida de Emergencia.
—¿Y ahora? —preguntó Federico.
Suspiré, echando una ojeada rápida hacia ambos lados.
—No hay cámaras, ¿no?
Observó a su alrededor.
—Por lo visto, no.
Me saqué los lentes, sonriendo. Jamás hubiese creído que iba a ser tan sencillo. Jamás me hubiese imaginado dentro del Congardi V. Pero ahí estaba.
Y no había cámaras.
—Estamos en el piso trece —dije—. Así que nos queda un camino bastante largo —hice una pausa—. Y cansador.
Me miró, casi como quien no comprende. Pero lo había comprendido muy bien, y ahí estaba el punto. No podía creer que estuviese a punto de hacer lo que haríamos.
—¿Vos pensás bajar por las escaleras?
Sonreí, satisfecha.
—Debe ser el único lugar del edificio que no tiene seguridad.
La expresión de su rostro se transformó nuevamente: de desconcierto a resignación. Inhaló profundamente y contuvo el aire.
—No puedo creerlo —soltó, mientras exhalaba.
Caminamos hasta la puerta, que abrí de un tirón. Estaba oscuro, pero un débil brillo en la pared indicaba la ubicación exacta del interruptor. Encendí la luz y los primeros escalones se hicieron ver.
—¿Vamos? —dije, poniéndome en marcha.
Uno, dos, tres, cuatro.
Me miró, todavía sin poder entenderme. Y entonces él también comenzó a bajar.
Cinco, seis, siete, ocho.








Me tiré en la cama boca arriba. Los rayos del sol otoñal, que daban de lleno en mi rostro, ya no calentaban tanto, pero de todas formas la sensación era igual de placentera. No dejaba espacio a otras emociones. Era completamente relajante, incluso en la situación que estaba viviendo.
Hacía más de dos meses que no hablaba sobre mis padres. Que no recordaba tan profundamente a mis padres. Les había contado a Margarita y a Federico, sí, pero había sido una narración superficial. Una simple mención.
Con Julia, sin embargo, no lo había logrado. Me sostuve en mi mentira, un accidente de tránsito, y dejé salir a toda mi tristeza. Dejé salir a Alan por completo hacia el exterior. Un Alan que extrañaba, que sufría, que cargaba con todo lo que Lisandro se había desprendido. Un Alan que sabía la verdad y no parecía capaz de enfrentarla. ¿Cómo enfrentar la desaparición de dos padres que buscaban un hijo robado? ¿Cómo enfrentar el peligro constante? ¿Cómo enfrentar la existencia de un hermano del que no había pistas?
Había una forma de lograrlo: Lisandro. Lisandro era la fortaleza de Alan. Mi fortaleza. Pero ya no quería ser solamente Lisandro. Necesitaba unirlos, fusionarlos, vincularlos de alguna manera. Ni A, ni L. Ambas a la vez.
Cerré los ojos e invoqué a mis recuerdos. Las calles de General Roca, la fachada de mi casa, justo en frente de la plaza. El olor a jazmín del comedor, los ventanales de la cocina. El suave canto de mamá, tarareando músicas inventadas. La voz grave de papá, hablando por teléfono en su oficina, quizá con Mariano, en alguna de sus largas conversaciones de las que nunca había sabido hasta hacía tan poco tiempo.
Me voy a Madrid.
El llanto de Lara. El abrazo de Verónica. El de Fabricio. La mirada triste de Alejandro mientras asentía suavemente con la cabeza.
Llamame.
Sonreí, dejando escapar una lágrima. Había evitado a Alan durante más de dos meses. Era consciente de él, pero no lo sentía. No formaba parte de mí. Sin embargo, sabía que estaba ahí. Sabía que, después de todo, Lisandro era un simple invento. Sabía que yo era Alan. Siempre sería Alan.
Ya no era suficiente. No me consolaba. Necesitaba identificarme, dejar de sentirme uno dividido en dos. Necesitaba unirlos.
Entonces comprendí a Ramona. Comprendí su duelo. Y mis recuerdos fueron como una avalancha que avanzaba desde mi cabeza hacia mi garganta. Y los ojos me ardieron. Y las manos se tensaron. Y lloré. Lloré por todo lo que había perdido. Por todo lo que había ganado. Lloré por todo lo que era y había sido.
Lloré por Alan. Y lloré por Lisandro.
Era mi duelo.








Mi celular sonó.
Abrí los ojos y lo busqué con el brazo, desganado, sin levantarme. Era Julia.
—Hola —atendí, disimulando mi voz dormida.
—Hola, Li —dijo—. ¿Cómo estás?
—Bien.
—Disculpame por lo de ayer. No sabía nada del accidente… si me hubieses dicho algo… no sé.
—Está bien —murmuré—. No es nada. Me hizo bien hablar con vos. Me hizo darme cuenta de algunas cosas —dudé—. Estoy bien, en serio.
—A la noche voy, ¿querés?
—Dale —asentí.
—Nos vemos después. Un beso —finalizó.
Dejé el teléfono sobre la cama, a mi lado, y me quedé acostado. Quería descansar: me ardían los ojos y me dolía la cabeza. Todavía faltaban unas horas para volver a Juno, así que tenía tiempo.
Llamame.
Hacía casi tres meses que debería haber llegado a España. Hacía casi tres meses que tendría que haber llamado a Alejandro. Pero no lo había hecho. No había podido hacerlo, porque Alan se había ocultado. Había dejado de existir completamente.
Ahora, sin embargo, las cosas habían cambiado. Yo había cambiado. ¿Cómo podía definirme? ¿Quién era?
¿Quién era ese nuevo yo?
Me incorporé y busqué en el cajón de la mesa de luz mi viejo celular. No podía utilizarlo. Era muy probable que pudiesen descubrir mi ubicación si lo hacía. Era demasiado peligroso. Lo encendí.
Copié los números de mis viejos amigos al nuevo teléfono, el que Mariano me había dado: estaba protegido, no podía ser espiado.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando comencé a escribir el mensaje de texto. Un escalofrío cargado de energía positiva. Sonreí. No llegué a enviarlo; recibí una llamada antes de poder hacerlo. Era de Margarita.
—Ele —dijo, sin saludar—. Andá a lo de Mariano. Hay noticias.
—¿Noticias? —me sorprendí.
—Sí —respondió, cortante—. Muchas.








Ocho, siete, seis, cinco.
Estábamos por llegar al primer piso. A sólo unos cuantos escalones de la planta baja. Y, si nuestros cálculos habían sido correctos, muy cerca del entrepiso oculto.
Cuatro, tres, dos, uno.
Las escaleras funcionaban como una habitación aislada del resto del edificio. Cada piso tenía una enorme puerta que se mantenía cerrada, por lo que no había visibilidad directa. Es decir, nadie podía vernos desde los pasillos.
—Este es el primer piso, por lo que la próxima puerta tendría que llevarnos al entrepiso —murmuré, agitada.
Estaba realmente cansada, y parecía que Federico también. Habíamos bajado muchos escalones. Demasiados. Y sólo nos habíamos tomado un respiro, a mitad de camino.
—O a la planta baja —objetó—. No creo que el acceso sea tan sencillo.
Suspiré.
—Ya sé.
Bajé rápidamente la escalera que me separaba de la sala principal del Congardi V. Llegué hasta el final y los ruidos provenientes del otro lado de la puerta me revelaron que estaba en el piso más bajo.
El acceso no iba a ser tan sencillo.
Volví a subir, pero esta vez no se me pasó un detalle importante: había un armario en la columna central de esas escaleras. Un armario que habíamos visto ya más de diez veces, entre cada piso. Pero que habíamos abierto sólo en una ocasión.
—Fede —dije, con voz esperanzada. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Abrí la puerta de madera con cuidado. Y no me encontré con una pequeña cámara llena de ficheros y papeles desordenados, como me había pasado decenas de escalones arriba. En su lugar había un largo y oscuro pasillo. Y, como siempre, el brillante interruptor.
Lo presioné.
—No hay nadie —se sorprendió mi amigo cuando me alcanzó—. ¿Cómo puede ser que no haya nadie cuidando este lugar? ¿Y cómo puede ser que el armario no esté cerrado con llave?
No le contesté: no tenía respuestas. No había respuestas posibles.
Atravesé el pasillo a paso rápido. Y cuando llegué al final y miré a mi izquierda, mis ojos no pudieron entender lo que estaban percibiendo.
Una gran habitación. Una mesa de vidrio, con cuatro sillas. Un suelo brillante. Luces blancas, intensas. Un gran sillón azul. Una computadora. Y las paredes, repletas de estantes. Estantes llenos de ficheros. Llenos de papeles. Llenos de información.
Sonreí.









—No puedo creerlo —repitió Federico por enésima vez, mientras revisaba una de las tantas carpetas, sacándole fotos a todas las páginas—. No puedo creerlo.
Allí estaba todo. Todo lo que hubiésemos podido imaginar. Y todo lo que jamás hubiésemos imaginado. Nombres, direcciones, fotografías, teléfonos, identificaciones. De médicos, de psicólogos, de abogados, de ginecólogos, de enfermeros, de diputados, de ministros. De padres engañados. De bebés robados.
Era demasiada información. No podía recopilarse en unas horas de trabajo. Se necesitaban días enteros. Allí estaba todo. Todos los días, todos los meses, todos los años. Absolutamente toda la información.
La computadora tenía una clave y, a pesar de que lo habíamos intentado durante varios minutos, no habíamos dado con la correcta.
—Es trabajo para Natalia —había dicho mi amigo. Y desde entonces nos habíamos dedicado a revisar distintos ficheros, distintas carpetas.
—No puedo creerlo —volvió a decir—. No puedo creer que todo esto esté acá, sin ningún tipo de custodia. ¡Con la puerta abierta! ¡Sin cámaras! —hizo una pausa—. ¿Te das cuenta, Marga?
Me daba cuenta, sí. Y tampoco lograba encajar en mi cabeza. Solamente había una razón por la que todo aquello podía estar tan descuidado: que nadie tuviera en cuenta la posibilidad de que un extraño descubriera esa habitación.
Sin embargo, con puertas abiertas y pasillos mal escondidos, me resultaba completamente ilógico que allí descansara la información más importante. La información clave.
Seguí pasando las páginas en silencio, fotografiándolas una por una. El tiempo pasó rápido: cuando miré la hora, había pasado más de media hora. Guardé la cámara y me volví hacia Federico.
—¿Vamos? —pregunté—. Estoy segura de que va a venir alguien.
—Esperá —dijo él, concentrado en una carpeta—. No vas a poder creer lo que acabo de encontrar —murmuró por lo bajo.
Me acerqué, curiosa, y leí el título de la página:
Joaquín Dubois. 15-09-83.
—¿Qué tiene?
Federico me miró atónito. Sentí que sus ojos me acusaban por no entender.
—Leé bien.
Lo miré, extrañada, y comencé a leer. Y entonces supe a qué se refería. Y mi garganta se estrujó, se enroscó y los ojos se me empaparon de alegría. Y de odio, y de impotencia, y de una increíble energía.
Hijo de Ana Pascual y Guillermo Ferrari.
Marco.









Por un momento creí que mi vida se había transformado en una serie de televisión. Por un momento creí lo peor: que Joaquín Dubois era uno de ellos. Que Marco Ferrari participaba en la compraventa de bebés.
Pero no.
La carpeta que tenía Federico era, tal vez, una de las más valiosas: recopilaba información sobre los bebés vendidos entre los años 80 y 85. Fotografió una a una todas sus páginas mientras yo guardaba las cosas en su lugar, preocupada porque nos descubrieran.
Salimos de aquella habitación rápidamente, asegurándonos de que no había nadie en la escalera, y descendimos hasta la planta baja. Pero no pudimos abrir la puerta. Estaba bloqueada.
Nos miramos, sin comprender.
—Es una salida de emergencia, ¿cómo puede estar bloqueada? —se quejó él, casi en broma, y comenzó a subir.
Lo seguí, asustada. Había comenzado a pensar que toda esa inseguridad, toda la falta de protección, era completamente intencional. Que nos habían invitado a espiarlos, a conocerlos un poco más, a cambio de encerrarnos allí. Ese era su sistema de seguridad: bloquear nuestras salidas. Ver nuestras caras. Reírse de nuestra confianza. Y luego…
No quería pensarlo.
—Está cerrada —gritó Federico desde el primer piso. Escuché sus pasos apurados alejarse: seguía subiendo.
Probamos una a una todas las puertas. Piso dos. Piso tres. Piso cuatro.
Nada. Ninguna de ellas estaba abierta. Ninguna de ellas nos permitía escabullirnos.
Y yo estaba completamente desesperada. No podía pensar, no podía razonar. No podía darme cuenta de la lógica de la situación, como siempre solía hacer.
Piso cinco. Piso seis. Piso siete.
Nada.
—Nos atraparon —solté, al borde del llanto.
Federico hizo caso omiso. Siguió subiendo, sin responderme.
Piso ocho. Piso nueve. Piso diez.
La puerta hacia el pasillo se abrió en cuanto la empujamos. Y cuando el aire fresco y la excesiva luz me rodearon, la sensación de alivio que recorrió mi cuerpo fue increíblemente abrasadora.
—No entiendo —murmuró Federico—. No entiendo absolutamente nada.
—Yo tampoco —respondí—. Pero no me importa.
Sonreí.