.treintaYuno a .cuarenta







Federico estacionó el auto justo frente a la puerta de la casa de Mariano. Eran pasadas las doce de la noche. Nos habíamos ido temprano de Juno, aprovechando que no había sido una noche con mucho movimiento.
Bajamos y avanzamos con paso decidido. Pero nos detuvimos justo antes de tocar el timbre. Habíamos ido allí sólo para eso, y sin embargo era algo tan difícil de decidir. Una simple acción que podía cambiar absolutamente nuestra forma de pensar, de vivir, de entender la realidad.
—No puedo —murmuré.
Él me dirigió una sonrisa y apretó el timbre.
—Espero que no esté durmiendo —bromeó.
Alguien abrió la puerta unos segundos más tarde. Era un hombre alto, de pelo corto y ondulado. Tenía una leve rasgadura en sus ojos almendra brillantes. Tendría unos cincuenta años.
—¿Sí?
—¿Mariano? —preguntó Federico.
—Soy Margarita Garelli. Él es Federico Álvarez —hice una pausa—. Somos amigos de Lisandro. De Alan.
Nos miró con desconfianza. Alguien se acercó a él, una mujer de pelo corto, castaño oscuro. Había algo en su rostro que llamó mi atención: reflejaba frescura, alegría. Parecía nunca poder deprimirse.
Nos sonrió.
—Lisandro nos contó todo… esto —explicó Federico, nervioso—. Vinimos a esta hora porque sabemos que él no está. No queremos que sepa…
—¿Y por qué les contaría un secreto como este? —quiso saber Mariano.
—Un auto nos persiguió cuando lo llevaba a su casa —siguió mi amigo—. Y al día siguiente un hombre fue a comer al bar y preguntó por Alan Ferrari.
—Yo lo atendí —me sumé.
La mujer respiró profundamente y puso su mano sobre el hombro del otro.
—Creo que vamos a tener que explicarte varias cosas —le dijo, resignada—. Creímos que era mejor ocultártelo por unos días, pero parece que no salió como esperábamos —hizo un ademán con la cabeza—. Vamos, entren.
Caminamos por un pasillo hasta llegar a la sala principal. Era una habitación grande, con dos sillones, una mesa pequeña con cuatro sillas y varios escritorios con computadoras. Había un hombre sentado en uno de los sillones, tomando café.
—Siéntense —sonrió la mujer—. Por cierto, soy Ramona.
Asentí con la cabeza.
—Mucho gusto —respondí.









—¿Estas mejor? —preguntó Julia, mirándome con dulzura.
Le sonreí mientras negaba con la cabeza.
—Todavía tengo una sensación de quemazón en la panza —murmuré, haciendo el mayor esfuerzo posible para que no sonara como un reproche.
Ella lanzó una carcajada. Su mano jugaba entre su pelo, enredándolo, moviéndolo, haciéndolo bailar. Estábamos en la parada de colectivo, esperando. El cielo estaba despejado de nubes, pero las estrellas apenas podían verse, encandiladas por la luz de la ciudad. Era una noche fría, cargada de neblina.
—Te dije que era picante.
—No supuse que la comida china podía llegar a ser tan picante como la mexicana —me burlé.
Había pedido un plato delicioso, pero con demasiado ají. Julia me lo había advertido, conocedora del rubro, pero yo había decidido probarlo de todas formas.
Completamente caprichoso.
Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Acerqué mi mano a su cara y comencé a jugar yo también con su pelo. Ella me observaba atentamente, sin dejar de sonreír.
Y de pronto, de alguna manera que jamás podré explicar, porque jamás entendí cómo sucedió, estábamos besándonos. Fue como si algunos segundos de mi vida hubiesen desaparecido para siempre. No sé qué hice. No sé qué hizo. Desearía recordarlo, realmente me gustaría.
Y cuando nuestros labios se separaron, cuando abrí los ojos para mirar a mi alrededor, vi un colectivo pasándonos, alejándose.
—Lo perdiste —dije, conteniendo la risa.
—No importa —susurró —. Espero el próximo, ¿te quedás?
No respondí. Simplemente volví a besarla.










Mariano estaba hablando por teléfono hacía varios minutos. Ramona parecía impaciente por conocer esa conversación, pero Federico y yo estábamos completamente desconcertados. No tanto por la charla telefónica, más bien porque nuestros nuevos compañeros no habían tenido ningún inconveniente en que comenzáramos a trabajar junto a ellos.
—Lo que más nos hace falta es gente predispuesta —había dicho Mariano, con una enorme sonrisa—. Pero le vamos a tener que explicar a Lisandro.
Habían resultado ser dos personas increíbles. Mis nervios se habían desvanecido en cuanto nos habíamos sentado a conversar. Y Emanuel, que también estaba allí, se había sumado a nuestra charla introductora.
—Hace años que estamos investigando —explicó Ramona, resignada a que la conversación de su amigo no terminara aún—. Pero hace unos días, como saben, logramos grabar la conversación de Espinoza.
Asentí con la cabeza.
—Bueno —prosiguió—. Es muy probable que de esa grabación podamos extraer la dirección exacta del lugar desde donde llamaron —dudó—. Sería un paso gigantesco.
Mariano se acercó, pero no parecía conforme.
—El contacto de Natalia está dispuesto a ayudarnos. Pero nos cobra mucho. Muchísimo —dijo con seriedad—. Tenemos que tomar una decisión.
Se sentó al lado de Emanuel y se cebó un mate, con un gesto de desagrado: lavado y frío.
—¿Tenemos la plata? —preguntó Ramona.
—Sí, nos alcanza y nos sobra un poco. Pero si llega a haber cualquier contratiempo, sería complicado.
—No pensemos que va a haber contratiempo —intervino Emanuel—. Me parece que esta dirección, este detalle, es lo único que necesitamos por ahora.
El otro negó con la cabeza.
—Tengo miedo. Tengo miedo de descubrir que llamaron de un teléfono público. O de un restaurante. O desde la calle. ¿Cómo podemos asegurarnos de que el origen de esa llamada va a servirnos?
Nadie respondió. Parecía haber dado en el punto exacto.
—No podemos —murmuré, luego de unos segundos—. Pero tal vez sea el riesgo que tenemos que asumir. Si esa dirección es la que necesitamos, podemos obtenerla. Si no lo es, será plata y tiempo perdidos. Pero creo que es preferible tener una certeza a continuar teniendo una duda.
Ramona me miró con atención.
Sonrió.










El sonido repentino del celular me despertó. Abrí los ojos con reproche y estiré el brazo hacia la mesa de luz. Tomé el teléfono y me lo acerqué a la oreja.
—Hola —dije, malhumorado.
—Buen día —respondió Mariano con tono burlón—. ¿Cómo estás?
—Estaba bien, durmiendo cómodamente, hasta que me llamaste —le contesté, siguiendo su broma. Bostecé.
—Bueno, levantate. Va a interesarte estar acá antes de las once.
—¿Por?
—Porque a las once llega el contacto de Natalia. Vamos a rastrear el lugar de la llamada a Espinoza.
—Voy para allá —finalicé, y corté.
Me quedé en la cama cinco minutos y me levanté. Tenía tiempo más que suficiente, así que me bañé y luego desayuné. Todavía me sentía un poco descompuesto por la cena de la noche anterior, por lo que simplemente tomé un café con leche. Me vestí, me puse los lentes de contacto y salí.
Llegué a la casa de Mariano a las once menos diez. Toqué el timbre y Emanuel me abrió la puerta. Entré y la cerré tras de mí.
—¿Cómo estás? —preguntó—. Llegaste justito.
En el living estaban Ramona, Mariano, Pablo, Natalia y un hombre trabajando en una de las computadoras. Los saludé y nos pusimos al día sobre las últimas novedades: Espinoza había recibido a una paciente cuyo novio la había abandonado, por lo que Ramona tenía todas sus energías puestas en la investigación. Por otro lado, Pablo y Emanuel continuaban recopilando la mayor cantidad de datos que pudiesen obtener, y en unos días intentarían revisar su casa.
—Bueno, ya está toda la información que podía captarse —nos dijo el amigo de Natalia, alrededor de veinte minutos después de que yo llegara—. Es un teléfono fijo, pero no figura en el sistema de la línea telefónica. Por lo visto no hay registro preciso de que existe. Eso significa que no pagan, además de que les brinda una privacidad extrema. No puedo extraer el número de teléfono, pero sí pude captar la ubicación exacta de la llamada —abrió una ventana en la computadora: era un mapa de Capital Federal con un punto rojo—. Es ahí. Exactamente en esa dirección.
El rostro de Mariano se iluminó de golpe. El timbre sonó y Pablo fue a atender.
Había un silencio increíblemente extraño: era un silencio alegre. Un silencio que contagiaba una sensación placentera. Hacía años que buscaban esa dirección, y por fin la tenían en sus manos.
—Así que hay buenas noticias —dijo una voz familiar, desde el pasillo. Me volví para ver quién me estaba hablando. Y al principio no le creí a mis ojos.
Margarita. Y a su lado, Federico.










—Así que hay buenas noticias —dije, sonriendo.
Lisandro se volvió hacia nosotros con un gesto de incertidumbre.       Su mirada adquirió un brillo extraño; inusual. Era una cruza entre perplejidad y desilusión. Entre esperanza y resignación. Entre confianza e indignación. No podría definirlo.
—¿Cómo están? —saludó Ramona, rompiendo la gruesa capa de hielo que se había generado—. Hay bizcochitos.
Observaba a Lisandro con atención, como intentando descifrar lo que escondía su rostro. Federico caminó hasta el sillón y se sentó. Yo avancé detrás de él, pero me uní a la mesa, entre Emanuel y Pablo. Justo en frente de mi amigo.
—Tengo que irme —murmuró el hombre que estaba junto a la computadora—. Si necesitan cualquier cosa, llámenme —comenzó a caminar hacia la salida, acompañado por Natalia.
Cuando atravesó la puerta, Mariano dio una palmada suave, dispuesto a hablar.
—Bueno, ahora sí que tenemos mucho trabajo que hacer —dijo alegremente—. Emanuel, encargate de los planos. Hablá con Valentín, supongo que él podrá conseguirlos. Margarita, Lisandro: investiguen esa dirección. Vayan allá, vean lo que hay, intenten entrar. Necesitamos la mayor información posible. Ramona, por el momento seguí atenta en el hospital. Y Federico, quiero que acompañes a Pablo a la casa de Espinoza. Lo antes posible: si hay alguna referencia que pueda ayudarnos, la necesitamos urgente.
—Calle La Paz —señaló Natalia, que se había acercado a la pantalla—. Entre Echeverría y Sucre. ¡Qué zona!
—Y sí, es un buen negocio —comentó Ramona, poniéndose de pie y agarrando la pava y el mate—. Yo digo, podríamos dedicarnos a eso y dejar de perder tiempo en gastos, gastos y más gastos.
Lisandro y yo largamos una carcajada. Me miró con ojos serios durante unos segundos. Luego agachó la cabeza.
—¿Cómo llegaron acá? —preguntó.
Mariano también se levantó y se dirigió a la cocina.
—Te seguimos, el otro día —expliqué, hablando rápidamente. Federico, en el sillón, escuchaba expectante—. No podíamos saber todo lo que está pasando y no hacer nada al respecto. Y anoche volvimos y nos presentamos.
Volvió a reír. Y fue algo realmente sorpresivo.
—¿Vinieron a escondidas porque les dije que hicieran como si nada?
Asentí con la cabeza. No podía creer lo que estaba escuchando.
—No sabía que querían… —empezó, pero no terminó la frase—. Si hubiese sabido… —largó una carcajada, tapándose la boca con una mano.
Esperó a calmarse y luego hizo silencio durante unos segundos.
—Gracias —murmuró.









Saludé a Margarita y a Federico en la puerta de Juno, y desde el interior Patricio me dedicó una sonrisa. Eran las dos y diez y, a pesar de que el sol nos daba de lleno, hacía un frío entumecedor.
—Les contamos que ayer anduviste de parranda —rió Federico—. Y también les comentamos que venís a la noche, no te preocupes.
—¿No les dijeron nada a ustedes? —quise saber: se habían ausentado casi una hora para ir a lo de Mariano esa mañana.
—No, avisamos cuando llegamos que íbamos a irnos y adelantemos un poco del trabajo —explicó Margarita, ajustándose la bufanda violeta— ¿Vamos?
Nos despedimos de Federico, que se subió a su auto, y caminamos hasta la parada de colectivo. Iríamos al barrio Belgrano, calle La Paz, entre Echeverría y Sucre. Sin saber con qué nos íbamos a encontrar.
—Julia preguntó por vos —me dijo, mientras esperábamos—. Le dije que tenías que hacer trámites, así que no metas la pata. ¿Son algo?
Dudé. ¿Éramos algo?
—Creo que no —reí—. O al menos no oficialmente.
Puso los ojos en blanco, resignada, y hurgó en su billetera buscando monedas. El colectivo estaba llegando, así que nos pusimos de pie.
—Mejor le pregunto a ella —murmuró, desafiante.
Le di un golpe suave en el hombro y subimos al colectivo. Estaba lleno de gente, pero ya me había acostumbrado al apretujamiento, así que me deslicé entre los cuerpos hasta llegar al fondo.
—Se dieron unos besos, ¿y nada más? —siguió profundizado Margarita.
—Nada más. Hoy voy a la librería antes de entrar a Juno.
—Algo más —me contradijo—, perfecto.
—Creí que te referías a otra cosa.
Me miró con un gesto soberbio.
—Siempre tan mal pensado.
Llegamos luego de unos quince minutos. Bajamos, caminamos dos cuadras y nos detuvimos frente a la dirección que habíamos memorizado: La Paz 1951. Un edificio de unos 20 pisos, completamente vidriado. El hall central, que podía verse desde el exterior, era muy lujoso: una habitación grande, con paredes y piso blancos, amoblado con sillones, mesas y sillas de diseños simples y modernos. Grandes espejos, luces en techo y suelo, y paredes delgadas decoradas con bellísimos cuadros originales.
Margarita carraspeó y me señaló un mostrador de la sala con un movimiento de su cabeza. Había dos hombres de seguridad: todo aquel que entrara debía registrarse y al salir, parecía que debía firmar algo.
—Va a ser bastante difícil —murmuró, aflojándose la bufanda.









Por el hall de entrada del edificio iban y venían hombres con traje y mujeres elegantes. Las puertas de los ascensores se abrían y cerraban constantemente, dejando a la vista una cabina espejada y luminosa, custodiada por un guardia. Era imposible que toda esa gente se dedicara al tráfico de bebés. Era imposible que en todo aquel edificio funcionara, a escondidas, un negocio tan macabro.
—Vamos, ya pensaremos algo —dijo Lisandro.
Lo agarré del brazo, deteniéndolo.
—Esperá. Tiene que haber una forma de entrar y averiguar algo más. No sabemos nada, absolutamente nada.
—Sabemos que es grande, lujoso y extremadamente seguro —continuó—. Pero lamentablemente no creo que podamos… —se detuvo, fijando su mirada en el edificio contiguo.
—¿Qué pasa? —quise saber.
Sonrió.
—Vení conmigo.
Entramos rápidamente y nos dirigimos al mostrador en donde los guardias registraban a los ingresantes. Nos miraron, en silencio, con dos caras completamente inexpresivas. Contuve una sonrisa socarrona.
—¿Qué tal? —saludó Lisandro—. Venimos a ver al señor Ángel Demichel.
—¿Piso? —preguntó uno de ellos.
—No sé, es la primera vez que vengo.
El hombre suspiró profundamente, negando suavemente con la cabeza. Sacó una carpeta, que contenía cientos y cientos de nombres ordenados alfabéticamente. Buscó la letra “D”.
Derregueira, Liliana. De Giusto, Carlos. Del Compare, Guillermo.
Grabé esos nombres en mi mente. Sería suficiente.
—No encuentro ningún Demichel, señor.
Lisandro golpeó el mostrador suavemente. Hasta yo me lo creí.
—¿Cómo que no? —preguntó con indignación—. Me dijo que trabaja en el Ciudad de la Paz Office Center.
Sonreí por dentro, haciendo un increíble esfuerzo por mantenerme seria. Era, sencillamente, un genio. Jamás se me hubiese ocurrido algo así.
—Este es el Congardi V, señor. El Office Center es el de al lado —explicó el guardia, cordialmente.
—Disculpe —se lamentó Lisandro—. Es que tanto edificio me marea. Muchas gracias —se despidió y comenzó a caminar hacia la salida.
Lo seguí.









Julia sonrió alegremente mientras ordenaba una pila de libros. Le di un segundo beso de despedida, abrazándola suavemente.
—¿Nos vemos mañana? —pregunté.
—Sí —respondió suavemente—. Saludos a los chicos.
Salí de la librería y caminé hasta Juno. Ya había oscurecido y los faroles iluminaban la calle. Margarita y Federico esperaban afuera, porque todavía era temprano: Cristián, Clara, Helena y Patricio no llegarían hasta dentro de media hora.
—¿Noticias? —pregunté, luego de saludarlos.
—En la casa de Espinoza no encontramos nada —se quejó Federico—. Ni un teléfono, ni una dirección, ni un papel que delatara algo de información. Parece que mantienen la seguridad al máximo.
—Nosotros fuimos al edifico —apunté—. Extremadamente protegido.
Margarita hurgó en su bolso y sacó una pila de hojas impresas. Tenían información y varias fotos del Congardi V. Nos dio algunas, para que las miráramos.
—Es un edificio de oficinas, de todo tipo —comenzó a explicar—. Hay abogados, contadores, psicólogos, diseñadores… todo tipo de profesionales. Y muy caretas. Los primeros nueve pisos son administrativos. A partir del décimo comienzas a funcionar oficinas que reciben visitas. También hay pequeñas oficinas de grandes empresas internacionales —hizo una pausa—. Básicamente, reúne a la mayoría de los grupos con alto poder adquisitivo que surgieron en los últimos años. Estuve buscando muchísimo, pero no hay una página web del edificio en sí. Y apenas lo nombran algunas inmobiliarias. Por lo visto las oficinas se vendieron y no se alquilan.
—Es un avance importante —murmuré después de unos segundos—. Suficiente por ahora. Espero que para esta noche Emanuel haya podido hablar con Valentín.
—¿Quién es Valentín? —preguntó ella.
Era difícil de explicar. Ni siquiera yo lo sabía bien.
—Trabaja con Mariano. Está infiltrado en algún organismo del Estado, no sé cuál, pero parece que tiene acceso a los planos y titularidades de las construcciones. Rentas, o algo por el estilo. No sé.
Los ojos de Margarita se iluminaron.
—¿Podríamos tener el plano de ese edificio?
Asentí con la cabeza.
—Eso facilitaría mucho, muchísimo las cosas —murmuró, casi sin abrir la boca.
Y se rió.










—¿Salen? —quiso saber Clara. Eran las doce y diez; Juno acababa de cerrar y estábamos en la vereda. Lisandro y Federico debían limpiar, por lo que había decidido quedarme a esperarlos.
—No —respondí, después de unos segundos. Y me arrepentí al instante.
—Ah, como te quedaste a esperar a los chicos… —murmuró ella, al mismo tiempo que mi cabeza buscaba una mentira apropiada.
—No… —comencé, haciéndome la canchera, pero sin tener la menor idea de lo que diría a continuación—. Pasa que Fede me pidió que lo ayude con unas cosas en su casa, así que me quedo esperándolo.
Suspiré por dentro, aliviada. Clara era inteligente, pero tampoco para tanto. ¿Cómo iba a imaginar que los tres iríamos a debatir sobre un edificio en Belgrano, junto a un grupo de personas que hacía años buscaban el rastro de una banda de traficantes de bebés?
—Me imagino —murmuró, indignada—. Está bien si no quieren salir conmigo, pero tampoco soy tan idiota como para creer que Federico necesita ayuda a las dos de la mañana —hizo una pausa—. Al menos, no del tipo de ayuda que pasa por mi cabeza en este momento.
Le lancé una mirada de desagrado. ¿Con Federico?
—Sí, ya sé. Yo tampoco —dijo, cortante—. En fin, me voy. Disfruten de su salida —dio por terminada la conversación con un gesto soberbio y se alejó caminando.
Entré a Juno en cuanto dobló, en la esquina siguiente. Federico y Lisandro limpiaban a toda velocidad. Me sumé a ellos; la idea era llegar a lo de Mariano cuanto antes.
—Les cuento las últimas: Clara piensa que vamos a salir sin ella —apunté mientras remojaba el trapo de piso en un balde—. Y se enojó.
—¿No se te ocurrió una mejor excusa? —resopló Lisandro.
Me reí por lo bajo.
—Se me ocurrió otra excusa, pero por lo visto no era mejor.
Terminamos de limpiar casi una hora más tarde. Éramos tres, trabajando a la mayor velocidad posible, y habíamos demorado casi una hora. Nos subimos al auto de Federico y veinte minutos más tarde entramos a la casa de Mariano.
Nos recibieron con caras serias y preocupantes. Supimos al instante que algo andaba mal. No tuvimos que preguntar absolutamente nada.
—Tenemos una noticia buena y una mala —murmuró Ramona desde el sillón.
—¿La buena? —se metió Federico.
—Valentín consiguió los planos.
—¿Y la mala? —intervine.
Mariano lanzó un profundo suspiro. Y Ramona levantó la mano.








No era tan mala como yo esperaba. Al principio creí que había pasado algo con Emanuel, que no estaba en la casa. Pero en cuanto Pablo comenzó a explicar, mi cuerpo tenso se relajó un poco.
Habían echado a Ramona del hospital. Lo más probable era que hubiese sido descubierta por Espinoza, por lo que tendría que andarse con cuidado. Mariano no parecía demasiado preocupado y repitió constantemente que ya conseguirían alguien más, a algún nuevo infiltrado.
Ramona, sin embargo, estaba destruida: desplomada en el sillón, al borde del llanto y con el rostro bañado de tristeza. Caminé hasta ella y me senté a su lado.
—¿Qué pasa? —pregunté con ternura—. Ya vamos a encontrar una forma de seguir espiando el hospital…
—E            se trabajo era lo único que me quedaba de Irina —murmuró, casi en un susurro—. Y ahora, nada. Nada que me haga sentir un poco yo.
Levanté la vista: los demás estaban yendo a la cocina. Margarita me dirigió una mirada triste antes de dejar la habitación.
—Empecé a trabajar en el hospital hace casi tres años. Mi mamá se había muerto unos meses antes y necesitaba un trabajo para poder mantenerme. En ese momento todavía me llamaba Irina García. Diez meses después de que ingresara, se robaron un bebé. Fui la encargada del parto y supe enseguida que no se había muerto. Lo intuía por dentro; lo sentía. Así que empecé a indagar en los archivos.
Se quedó en silencio durante unos segundos, con la mirada perdida, como si estuviese viviendo sus recuerdos. Yo no quería hablar. No sabía qué decir.
—Así conocí a Pablo —continuó—, que me trajo hasta Mariano. Y entonces empecé a ser Ramona Valente. Pero en el hospital nunca dejé de ser Irina. Irina García, hija de Juana García. Era lo único… lo único que me acercaba a mi vida anterior. Y se fue.
—A todos se nos fue algo, Ramona —comencé; no quería que sonara como una repartija de desventajas—. Pero todos ganamos, y ganamos muchísimo. Ramona tiene mucho, muchísimo.
—No es lo mismo. Trabajar con Mariano te hace sentirte Alan constantemente. Por más que te llamemos Lisandro, nunca vas a dejar de sentirte Alan. Pero estar acá no me brinda nada de Irina. Ella era la del hospital. No quiero olvidarme de ella, porque temo que así podría olvidarme de mi mamá.
—¿Y tu papá? —quise saber.
Me miró con angustia.
—Ni siquiera sé su nombre.