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Abrí internet, como lo hacía todas las mañanas antes de ir a Juno. Se había vuelto una adicción echar una mirada rápida mientras desayunaba. Ingresé al sitio de facebook y dirigí el puntero del mouse directo al pequeño globo rojo que indicaba que tenía mensajes nuevos. No me lo esperaba, pero allí estaba.
La respuesta de Joaquín. De Marco.
Hola Margarita. No acepté tus peticiones de amistad porque no me gusta agregar a personas que no conozco. Pero, si querés, podemos charlar por mensajes. Eso no me molesta.
Sonreí.
Está bien, respondí, tecleando rápidamente. Lástima que vivamos tan lejos, porque si no, conocernos sería mucho más fácil.
Me preparé, abrigándome bien, porque el día amenazaba con hacerme sentir el frío invernal en cada célula. Salí del departamento, repasando mentalmente lo que debía llevar, y presioné el botón del ascensor.
Cuando estuve en la calle me ajusté la bufanda y caminé hasta la parada, agradecida al ver que el colectivo estaba llegando.
Entré a Juno y no pude evitar llenarme de tristeza al encontrarme el local completamente vacío. Federico era siempre el primero en llegar. Pero no. No iba a recibir su cordial abrazo. No iba a escuchar ninguno de sus chistes. No iba reírme de sus gestos ridículos ni iba a burlarme de Helena en secreto.
Tampoco iba a sentir la mirada penetrante de Clara clavándose en mi nuca. No iba a escuchar su suave voz mientras atendía a los clientes. No iba a vigilarla de reojo, cuidándome de que no metiese la pata. Ni iba a sonreírle al final del día, para darle un poco de ánimo por el banal problema que tuviese esa mañana.
Me quedé de pie, en silencio, simplemente observando. Ningún sonido interrumpió la tranquilidad del ambiente. Solamente escuchaba mi respiración.
Avancé hasta la barra y me senté en una de las banquetas. De pronto no tenía ánimo para trabajar. Mi humor se había derrumbado en sólo unos pocos segundos.
Suspiré.
Lisandro llegó unos minutos más tarde y pareció sorprenderse al verme sola. Pero rápidamente comprendió lo que sucedía y su rostro adquirió un gesto sombrío que no lo se le borraría en el resto del día.
—¿Cómo estás? —preguntó, sonriendo con dificultad.
Levanté las cejas.
—Podría ser mejor —murmuré—. Pero al menos tengo una buena noticia.
Me miró, sin entender.
—¿Sí?
—Sí —respondí con voz misteriosa—: tu hermano se puso en contacto.
Su rostro no se inmutó. Pero supe que su cuerpo se había llenado de alegría.








Ramona cambió de radio tras lanzar un tenso resoplido, igual a los diez de las últimas seis cuadras. Me miró, resignada a escuchar lo que fuese que sonara, y volvió su vista hacia adelante, concentrándose en la calle.
—¿Qué tal tu día? —preguntó mientras frenaba en la esquina: luz roja.
—Pésimo —murmuré—. Trabajar en Juno fue terrible. No pude dejar de pensar en Federico ni en Clara. Y Lisandro estaba igual.
Se quedó en silencio, comprensiva.
—¿Cómo está Mariano? —quise saber.
—Pésimo —remarcó—. Nunca lo había visto tan mal en mi vida. Ni siquiera cuando desaparecieron Ana y Guillermo, los padres de Lisandro. Está perturbado… muy preocupado. Y me parece que sé por qué.
Presionó el acelerador y el auto volvió a ponerse en marcha. Eran casi las tres de la tarde y Silvia Méndez nos esperaba en su casa, a pocas cuadras de donde estábamos en ese momento. La observé, esperando su explicación.
—Guillermo siempre decía que, cuanto más nos acercáramos a la justicia, peor iba a ser para todos nosotros —hizo una pausa—. Supongo que está pasando, ¿no?
Suspiré. Sí, estaba sucediendo.
Levantó las cejas y comprendí: eso era lo que temía Mariano. Que cada día fuese más peligroso. Que cada día hubiese un golpe. Una caída.
Continuamos andando sin hablar, durante unos minutos, y llegamos a la casa de la vieja compañera de Ramona. Era una construcción moderna, con ladrillo a la vista y enormes ventanales. Un jardín con plantas vistosas y cuidadas antecedía a la puerta de entrada. Parecía haber sido recortada de alguna ciudad estadounidense. Incluso me hizo recordar a los hogares que podían construirse en Los Sims.
—Pequeña casita —ironicé, bajándome del auto.
Ella se paró a mi lado, jugando con las llaves en su mano.
—¿Te das una idea de lo que ganan con cada bebé que venden?
—No, y no quiero saberlo.
—Mejor —sentenció, y comenzó a avanzar con firmeza a través del angosto camino de ladrillos que simulaba un zigzag casual entre los arbustos.
La seguí.
Tocó el timbre sin dudarlo. Un momento más tarde, la puerta se abrió.
—Irina —saludó Silvia Méndez, falsamente cordial—, ¿cómo estás?
—Imaginate —contestó la otra, con evidente asco.
La mujer se volvió hacia mí y lanzó una risita.
—Querida —sonrió—, fuiste tan obvia.
La miré, mordiéndome el labio inferior. Idiota.
—Vos también —fue todo lo que dije.
La empujé suavemente con el hombro y entré a su casa.








—Permiso —dije, avanzando lentamente por el recibidor de su casa hacia un sillón de dos cuerpos. Me senté.
Ramona me siguió, un tanto intimidada, y se acomodó a mi lado. Silvia Méndez se quedó de pie en la puerta, desconcertada por nuestra actuación, pero recobró su soberbia rápidamente y se sentó en una silla antigua que estaba estratégicamente ubicada frente a nosotras.
—Entonces —murmuré—, ¿por qué querías vernos?
—¿Perdón? —ironizó—. Irina me llamó, para hablar conmigo.
Me reí.
—Por supuesto, pero porque yo obtuve tu nombre del carnet de conducir que, casualmente, me diste tras preguntar por Alan Ferrari.
Me dirigió una mirada de asco.
—Muy inteligente —se burló—. Pero vayamos al grano, ¿les parece?
—No podrías haber tenido una mejor idea —largó Ramona, cortante.
—Simplemente debo entregarles dos mensajes para que transmitan a sus amigos —comenzó, cruzándose de piernas—. El primero es bastante sencillo: si continúan metiéndose en lo que no deben, es posible que terminen como el pobre muchacho del Congardi V, ¿lo conocen?
Esbozó una sonrisa de satisfacción mientras Ramona y yo hacíamos un terrible esfuerzo por contener nuestras lágrimas.
—El segundo —continuó, inclinándose hacia adelante—, es aún más sencillo: sabemos que esconden a Alan Ferrari. Y, como deben saber, Alan Ferrari implica demasiado peligro para nuestra organización. Por lo tanto, si en dos semanas no lo localizamos, vamos a empezar a tomar medidas… fuertes.
Hizo una pausa de varios segundos. Ramona y yo nos miramos, angustiadas. Habíamos cruzado sólo unas pocas palabras, suficientes para acorralarnos por completo. ¿Qué podíamos decir? ¿Qué podíamos hacer? Estábamos en una situación completamente desfavorable.
—Así que, voy a insistir: ¿dónde está Alan Ferrari?
Ramona lanzó una carcajada.
—Eso es como si te preguntáramos dónde vive Matías Vanzini —amenazó con un tono decidido y firme.
El rostro de Silvia Méndez comenzó a llenarse de oscuridad. Ya no era todo regocijo y satisfacción: ahora había también preocupación, miedo.
—El problema es que ustedes están a kilómetros de Alan —continuó mi amiga—. Nosotros, sólo a unos metros de Vanzini.
Se puso de pie. La imité.
—Ahora sí, nos vamos —dijo, con un aire de superioridad.
Y comenzó a caminar hacia la puerta.









Margarita y yo entramos a lo de Mariano. Llovía, así que nos sacamos las camperas y las zapatillas, empapadas. La mesa del living estaba servida y un delicioso olor a tuco abrigaba cada rincón. Saludamos a todos y nos acomodamos en el sillón, a la espera de la comida que Emanuel estaba preparando.
Era alrededor de la una de la mañana, quizá un poco tarde para cenar; pero los horarios de Juno nos exigían esas anormalidades y el grupo entero se había acostumbrado.
—Estás al tanto de lo de Méndez, ¿no? —me preguntó Ramona.
—Sí, ya le conté —intervino Margarita—. ¿Qué vamos a hacer?
Emanuel se acercó con una fuente humeante, repleta de fideos. Nos pusimos de pie y nos sentamos a la mesa, con el resto.
—Hay algo que es claro: tenemos dos semanas para actuar como lo veníamos haciendo —comenzó Mariano, pasándole su plato a Pablo—. Después vamos a tener que tomar recaudos importantes. Sobretodo con ustedes dos —se volvió hacia Margarita y Ramona—. Si no conseguimos nada en dos semanas, olvídense de salir de sus casas.
Natalia suspiró.
—¿Tenemos todo lo que necesitamos? —quiso saber.
Emanuel me echó una extraña mirada, en silencio. Había algo en sus ojos, un brillo de esperanza que me llamó la atención. Fruncí el entrecejo mientras recibía el plato lleno de fideos.
—Tenemos la información —intervino Pablo—. Tengo todos los datos de Vanzini y hace ya bastante tiempo que recopilamos los de las fotos que trajeron Marga y Fede. En ese sentido, estamos muy bien parados.
—¿Pero…?
—Pero la policía está con ellos —largó Ramona—. La policía como institución, no cada policía independientemente. Pero siguen órdenes —hizo una pausa—. Lo que necesitamos es un aliado que pueda ayudarnos desde adentro. Que pueda reunir a un grupo dispuesto a iniciar la investigación, tomar las denuncias, llevar todo esto a juicio.
—¿Y el poder judicial? —pregunté.
Silencio.
—Confiemos en que las pruebas que tenemos son suficientes —argumentó Mariano—. Yo estoy moviendo contactos para encontrar un juez que pueda ayudarnos; con abogados ya contamos, pero insisten que todo debe iniciarse desde una investigación policial.
—¿Y entonces?
—Necesitamos un policía —murmuró, casi en susurro—. Y tenemos dos semanas para conseguirlo.







—Tengo noticias —dijo Pablo con seriedad, en cuanto atravesé la puerta—. Inesperadas, pero interesantes.
Lo miré, extrañado.
Era una hermosa tarde de sol y había aprovechado el tiempo entre horas de trabajo en Juno para ir a lo de Mariano a ver a Federico. Margarita tenía cosas que hacer, por lo que no me había acompañado.
—Esta mañana se hizo público un listado electoral más, ¿y adiviná quién puede llegar a ser un futuro diputado nacional?
Estoy seguro de que mi rostro se cubrió de preocupación: la sentí ascender a través de mi estómago, atravesando cada célula. La sentí invadirme por completo.
—Exactamente —me dio la razón, intuyendo mis pensamientos—: Matías Vanzini. Sorprendente, ¿no?
Había un periódico sobre la mesa. Y Ramona estaba abalanzada sobre él, completamente concentrada en la lectura.
—Ana Clara De Sousa… —murmuró por lo bajo—. Trabaja junto a ellos… estaba en las listas que extrajimos del Congardi V.
—No sólo ella —la contradijo—. Pedretti, Gómez Ferro, Caraballo, Roca, Tuero, Leivo… y probablemente el resto también, sin que lo sepamos.
—Nefasto —susurró ella, negando con la cabeza.
Lanzó un profundo suspiro y se desplomó sobre el sillón.
—Con ese poder pueden acceder mucho más sencillamente a tantas cosas… no quiero ni siquiera imaginarlo —comenzó Pablo—. Además, es una forma de legitimar indirectamente todo su trabajo. Y de ocultarlo, por supuesto. Si acceden a esos cargos, se acabaron las posibilidades de justicia.
—No van a acceder a esos cargos —intervino Mariano, entrando en la habitación desde el pasillo—. Falta mucho para las elecciones. Podemos actuar antes —hizo una pausa—. Es más: tenemos que actuar antes.
—O morir en el intento —ironizó la otra.
—Ramona —la retó.
Me saludó con un fuerte abrazo y se sentó en una de las sillas. Estaba agotado y su cuerpo lo evidenciaba. Sus ojos, irritados y caídos. Su boca, exenta de cualquier sentimiento. Sus movimientos, lentos y torpes al mismo tiempo. Nos miró, en silencio, durante varios segundos.
—No es necesario que diga nada, ¿no? —casi suplicó.
Le respondí con una sonrisa.
No. No era necesario, porque su cuerpo lo decía todo.
Federico no había mejorado.









—Tengo noticias —dije con alegría, en cuanto atravesé la puerta—. Y buenas.
Lisandro me miró, con una sonrisa sutil.
—Tu hermano estudia Cine —comenté—. En el IUNA, Ele. ¡Vive acá, en Capital!
Su rostro se iluminó repentinamente, mientras se ponía de pie y avanzaba hacia mí. Me rodeó con sus brazos y me apretó, fuertemente, cargándome de energía. Respiró profundamente y su pecho hizo presión sobre el mío. Era una sensación hermosa, tan relajante.
—¿Está acá? —susurró, despegándose de mi cuerpo, pero sin perderme de vista—. ¿Está acá, cerca, ahora mismo?
Sonreí.
—Tranquilo, Ele. Todavía hay que explicarle quiénes somos. Pero primero tengo que, mínimamente, caerle bien —expliqué—. Recién nos estamos conociendo, pero creo que en unos días vamos a poder contarle todo.
Se mordió el labio inferior, nervioso.
—¿Y cómo vamos a contarle? ¿Cómo? Porque a mí no se me ocurre la forma.
—Tranquilo —repetí—. Ya se nos va a ocurrir algo. Lo primordial es conseguir otra forma de contacto, porque los mensajes de facebook son muy incómodos. Un mail. O un teléfono, sería ideal. Voy a ver qué puedo hacer.
Ramona me lanzó una mirada cálida. Respondí con una sutil sonrisa y me senté junto a ella en el sillón.
—¿Todo bien?
—Vanzini y sus amigos se postulan a elecciones —largó.
Me quedé muda, totalmente anonadada. Eso era una noticia. Y mala, muy mala. Era algo que había temido desde el día que me lo habían contado todo: que esa gente, ese horrible grupo de personas interesadas en robar y vender bebés, fuera gente poderosa.
—¿Y Federico? —indagué.
Volvió la mirada al suelo, evitando mis ojos. Asentí suavemente con la cabeza y dejé escapar un profundo suspiro. Me levanté.
—Lo voy a ver —dije, decidida.
—Mariano nos pidió que no —intervino Lisandro, rápidamente—. Prefiere ser él solo el que lo vea así.
Presioné la mandíbula, impaciente. Necesitaba ver a mi amigo; necesitaba ver su rostro, por mal que estuviera. ¿Cómo podían impedírmelo?
—No lo soporto —dije, caminando hacia la puerta de salida—. Nos vemos en Juno —me despedí.
—No voy; ceno con Julia.
—Cierto —asentí, cortante—. Feliz mes.
Salí a la calle y di un portazo.




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El agua caliente caía sobre mi cabeza y espalda, masajeándome suavemente. Ducharse en invierno era algo tan hermoso y placentero, que por mí hubiera pasado horas bajo el agua. Pero cerré la canilla rápidamente: por un lado, porque mi consciencia me impedía desperdiciar agua; por otro, porque Julia me estaba esperando en el living.
Era jueves. Y cumplíamos un mes.
Me sequé rápidamente, no sin temblar por el frío repentino, y me vestí. Me miré al espejo: ahí estaba Lisandro. Pelo oscuro, ojos verdes. Y ahí estaba Alan, también con pelo oscuro y ojos verdes. Eran lo mismo. Ya eran lo mismo.
Y sin embargo, había una carga emocional tan grande sobre mi espalda, tras los disparos a Federico, que me costaba reconocerlo. Lo único que me ayudaba era pensar en Marco: en Joaquín. Estaba tan cerca, faltaba tan poco…
Tenía la barba un poco crecida, pero decidí no afeitarme. Salí del baño con un bostezo, secándome el pelo con la toalla de manos. Atravesé el pasillo, hasta el living, y le dirigí una sonrisa a Julia.
Me observó con seriedad. Tenía los ojos hinchados y rojos. Me asusté.
—¿Qué pasa? —pregunté, acercándome lentamente.
—¿Me podés explicar —dijo, con la voz entrecortada—, qué hace esto en tu cajón? —levantó su mano derecha.
Ahí, entre sus dedos, había una pistola. La pistola que me había dado Mariano.
—¿Me revistaste el cajón? —casi grité, irritado.
—¡Te lo revisé, sí! ¡Te lo revisé porque sabía que me escondías algo! ¡Lo supe desde la primera vez que cenamos juntos! —se puso de pie, levantando la voz—. En tus ojos, Lisandro, se ve la mentira. Se ve el miedo. Se ve todo. Y después de lo que pasó el lunes; después de lo de Federico, me di cuenta de que eso que ocultás te está carcomiendo por dentro —me miró con dulzura, frunciendo el entrecejo—. Por eso te revisé los cajones. Porque quiero saber qué te pasa, Lisandro. Y una pistola me asusta demasiado.
Me quedé en silencio, sin poder soltar una palabra. ¿Qué decir? ¿Qué mentira inventar? No podía decirle la verdad. Mariano nos lo había pedido: no más peligro. Y no. No quería ponerla en riesgo. No quería que supiera. Saber era, por horrible que sonara, mortal. No deseaba eso para Julia.
Los ojos se me inundaron de miedo.
—¿Qué te pasa, Ele? —la preocupación se notaba en su voz.
Dio un paso hacia mí.
—No puedo, Julia —susurré—. No quiero ponerte en peligro.
Me observó en silencio durante unos segundos. Una mirada cargada de amor.
—No me importa el peligro —dijo—. Me importa saber cómo estás —esbozó una sonrisa—. Saber cómo estás de verdad.









Abrí los ojos, sobresaltado. Mi celular sonaba sobre la mesa de luz.
Julia lanzó un débil gemido. Atendí.
—Lisandro —dijo Mariano—. Vení, por favor.
Dudé, confundido. ¿Había entendido bien?
—Mariano, son las cuatro de la mañana —me quejé.
—Por favor —repitió. Y entonces me di cuenta. Había algo extraño en su voz. Sonaba completamente perdida, vacía. Dolorida, angustiada, pero a la vez llena de fuerza, armonía y felicidad. Hueca.
Lo supe al instante.
Y entonces, todo lo que había dentro de mi cuerpo: la sinceridad de la noche anterior, la alegría, el miedo, el amor, la tristeza, el enojo; absolutamente todo, se esfumó. Se escapó por cada poro.
Corté.
Julia se sentó en la cama, asustada.
—¿Qué pasó, Ele?
—Mariano quiere que vaya a su casa —dije, y me levanté.
Mi cuerpo y mi mente se habían desconectado. Caminé, me vestí, caminé, fui al baño, caminé. Pero no fui consciente. No podía ser consciente. En toda mi cabeza había lugar para una sola cosa.
Federico.
—Esperame —dijo Julia—. Voy con vos.
—No —respondí—. No te muevas de acá.
Me puse la campera y salí al pasillo. Caminé, esperé el ascensor, descendí hasta la planta baja, caminé y salí a la calle. El silencio era aterrador.
La ciudad entera cayó sobre mi cabeza. Me aplastaba, presionaba mi cuerpo lentamente con una fuerza descomunal. La presión no me permitía retener el aire. No me permitía respirar.
Me concentré en inflar los pulmones, pero las costillas dolían. Los músculos dolían. Las venas dolían. Lo que fuese que hubiera en mi cuerpo dolía. Era un dolor insoportable, profundo, agobiante. Pero a la vez, completamente insignificante. Un dolor que no me hacía daño, ni un poco. Estaba allí y molestaba, pero no me hacía daño. Porque no me pertenecía. No podía pertenecerme: no había nada dentro mío.
Hueco.
Estaba hueco.




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Ramona se estaba desgarrando por dentro. Abría la boca y todo lo que salía era un débil gemido, casi imperceptible. Tenía el rostro empapado, cubierto de lágrimas y de dolor. Estaba arrodillada al borde de la cama.
Mariano, de pie a mi lado, la observaba en silencio, tapándose la boca con una mano. Respiraba haciendo mucho ruido. Y temblaba.
Pablo se había acuclillado junto a Ramona y le masajeaba la espalda con ternura. No me había mirado desde que había llegado.
Yo estaba completamente agitada. No podía respirar, algo obstruía el paso del aire. Mi cuerpo daba grandes sacudidas repentinamente, como si intentara hacerme reaccionar de lo que sucedía. Y mis dientes parecían a punto de romperse por la presión de mi mandíbula. Pero ni una lágrima se había asomado.
Ya no me quedaban.
Lisandro entró a la habitación junto a Emanuel. Tenía la mirada perdida y el rostro pálido. Su postura, sus ojos, sus gestos, no expresaban nada. Se quedó a mi lado sin decir una palabra. Simplemente observando.
Ramona se puso de pie y salió de la habitación en silencio, con la cabeza gacha. Pablo no se inmutó. Sus brazos quedaron colgando en el aire, apoyados en una inexistente espalda.
Mariano rodeó la mía con un cálido abrazo que no hizo más que contener mis sacudidas. Fue un abrazo vacío, porque ya no había energía que transmitir. No había nada en esa habitación más que seis personas.
Se escuchó un portazo. Pablo se puso de pie y salió de la habitación.
—¡Ramona! —escuché.
El rostro de Lisandro se llenó de preocupación. Me miró durante unos segundos y corrió hacia el living. Emanuel lo siguió.
Otro portazo.
Mariano y yo nos quedamos allí, abrazados, sin pronunciar palabra. Sentí cómo mis lágrimas ascendían nuevamente a través de mis mejillas y se dejaban escapar hacia el mundo real, fuera de mi cuerpo. Sentí cómo se deslizaban hacia abajo. Sentí cómo colgaban de mi mentón durante un momento. Y sentí cómo se desprendían de mí, para siempre.
Emanuel se asomó por el pasillo.
—Ramona buscó la dirección de Vanzini en la computadora —dijo, lleno de desesperación—. Se llevó una pistola.
Mariano me soltó, volviéndose hacia él.
—Pablo y Lisandro la fueron a buscar —continuó—. Van los tres en auto.
Nos quedamos en la habitación, en silencio. Observando a Federico, que seguía recostado en la cama, tapado hasta los hombros, con una débil sonrisa en su rostro.
Sin respirar.




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Bocinazo.
Pablo giró el volante rápidamente hacia la derecha y el auto dio una vuelta brusca, haciéndome perder el control sobre mi cuerpo, incluso sentado, y obligándome a apoyarme en la baulera.
Un coche frenó repentinamente detrás nuestro y volvió a tocar bocina.
—La puta madre —murmuró Pablo, sin perder de vista al Peugeot rojo que avanzaba delante, a toda velocidad.
—¡Acelerá! —me desesperé.
—No puedo, Lisandro, estamos en el medio de la ciudad, ¿qué querés que haga? —respondió, enfurecido, hablando a una velocidad casi ininteligible.
—¡No sé, algo! —grité, enfatizando la última palabra—. ¡Pero tenemos que pararla! ¡Como sea!
—¡Ya sé, Lisandro! —estalló.
Sus manos presionaron con fuerza. Dio otro volantazo, que provocó más bocinas. El auto de Ramona avanzaba rápidamente; zigzagueando, doblando. Estaba haciendo lo posible para perdernos.
—¿Dónde mierda vive este tipo?
—A cinco cuadras —contestó cortante, pero con calma. No despegaba los ojos del Peugeot.
Enderecé la espalda, nervioso, y me incliné hacia adelante, en un esfuerzo vano por ayudar a las ruedas; en lograr que giraran con más velocidad.
—En una casa enorme, que parece de mentira, con un jardín gigantesco y lleno de plantas —continuó Pablo—. Custodiada por dos hombres que rotan al mediodía y a la medianoche —hizo una pausa—. Aquella de allá.
Fijé mi vista en una casa que se correspondía perfectamente con la descripción. Noté cómo nos acercábamos. Vi los ladrillos. Vi las rejas. Vi los detalles barrocos grabados sobre las rejas. Vi las plantas, secas por el frío invernal. Vi los árboles, vacíos de hojas. Vi a los guardias.
Avanzábamos rápidamente. Estábamos en la esquina. Cerca. Muy cerca.
El Peugeot se detuvo y Ramona bajó con un movimiento sutil.
Pablo suspiró. Presionó el acelerador levemente: semáforo rojo.
Ella cruzó la calle. Gritó algo que no alcancé a escuchar.
Verde. Las ruedas chirriaron y el auto aceleró de golpe, empujándome hacia atrás. Media cuadra. Apreté los dientes, conteniendo los nervios.
Atravesó las rejas. Los guardias la observaron, alertas.
Otro chirrido de llantas en cuanto Pablo frenó. Abrí la puerta y me bajé.
Ella sonrió, alzando su brazo hacia delante. Tenía la pistola.
—¡Ramona! —grité, corriendo.
Disparo.