Ramona
me abrió la puerta. Nos saludamos y atravesamos el pasillo sin hablar. Ya
estaban todos allí, acomodados alrededor de la mesa y en el sillón: Mariano,
Natalia, Pablo, Emanuel, Federico y Margarita.
Ella
me sonrió dulcemente.
—Te
estábamos esperando —dijo, abriendo su mochila, de la que sacó dos cámaras de
fotos—. Acá está todo lo que pudimos recopilar.
Me
senté al lado de Emanuel y prendí una de las cámaras. Mientras Federico y
Margarita contaban detalladamente lo que habían descubierto en el Congardi V,
miré una a una las fotografías. Todas mostraban hojas de carpetas y, sin
acercar la imagen, sólo alcanzaba a leer los titulares. Era muchísima información.
—Había
demasiada información —comentó Federico—. No logro entender cómo había tan poca
seguridad. Encontramos la habitación muy rápido.
—Sí,
pero porque sabían que ahí había una habitación —acotó Ramona—. Las medidas de
seguridad que toman no me parecen tan descabelladas: un cuarto completamente
oculto. No figura ni siquiera en los planos.
—Y
las escaleras bloqueadas —se sumó Emanuel—. Esa es una estrategia muy buena. En
los planos se explica el sistema de seguridad. Hay dos columnas de escaleras:
una habilitada constantemente para todo el edificio. La otra está habilitada sólo
para movilizarse entre los pisos públicos, y ante una emergencia las puertas se
desbloquean con un sistema digital.
Margarita
lo miró sin comprender.
—¿Y
por qué no nos dijiste antes? —reprochó.
—Nunca
supe que habían conseguido entrar.
Ella
suspiró, negando suavemente con la cabeza.
—¿No
había nadie en la habitación? —intervine, para calmar los ánimos.
—No…
ni cámaras, ni micrófonos… solamente una computadora con clave.
Ramona
se rió.
—Es
coherente —murmuró Mariano—. Yo no confío lo suficientemente en nadie como para
dejarle vigilar esta casa. Ustedes no tienen tiempo para eso. Así que lo hago
yo. ¿A quién más le puedo pedir? —dudó—. ¿De quién me puedo fiar?
Tenía
sentido. La información tenía que permanecer en secreto. A ese piso sólo deberían
acceder los líderes de la organización. Nadie más. Absolutamente nadie.
—Entonces
—continuó—, solamente tenemos que recopilar todos los nombres. De a poco, vamos
llenando la lista de cómplices. Todavía nos faltan los líderes…
—Hay
algo más —interrumpió Margarita. Sus ojos habían adquirido un brillo particular—.
Hay una foto que tiene información sobre Joaquín Dubois —hizo una pausa—. Joaquín
Dubois es Marco Ferrari.
Se
volvió a mí.
—Tu
hermano.
—Quiero
que quede clara una cosa —recalcó Mariano—. Nadie va a volver a ingresar al
Congardi V. Al menos, no por ahora. Toda la información que consiguieron
Margarita y Federico es más que suficiente.
Nadie
se opuso, por lo que se levantó y caminó hasta la cocina. Así finalizaban todas
nuestras reuniones: él se levantaba y caminaba hasta la cocina. Margarita se
sentó a mi lado y puso una de las cámaras de fotos sobre la mesa, mostrándome
una imagen en la pantalla.
Joaquín Dubois. 15-09-83.
Se
puso de pie y se dirigió al escritorio de la computadora. Extrajo la memoria de
la cámara y la introdujo en el gabinete. Segundos más tarde, luego de unos
cuantos clicks, la fotografía se mostró en el monitor.
Dos
detalles llamaron mi atención. El primero me enredó la garganta.
Hijo de Ana Pascual y
Guillermo Ferrari.
Y
el segundo me destrozó por dentro.
Vendido a Cristina y
Ariel Dubois. Trelew, 18-09-83.
—Al
menos no está en Europa —bromeé, desganado.
Me
miró, extrañada. Comprendí su sorpresa: la última vez que habíamos hablado
sobre Marco, hacía unos días, no hubiese sido capaz de hacer un solo chiste. No
hubiese sido capaz de sonreír, mínimamente.
Pero
desde mi conversación con Julia, algo en mi interior había cambiado. Mis
mecanismos habían comenzado a funcionar de forma distinta. Y esto, esta
fotografía, era un paso gigantesco. Un paso que me invitaba a reír, a tener
esperanzas. Era un paso que nadie había logrado dar antes.
—Por
ahora, tenemos que investigar. Primero va a ser importante descubrir quién es
Joaquín. Qué hace, dónde vive. Cómo es… —comenzó a fantasear Margarita.
La
interrumpí.
—No
creo que sea bueno pensar en cosas tan poco probables —dije—. Al menos, no por
ahora.
—¿Quién
dijo que era poco
probable? —me desafió, con una sonrisa.
Una
sonrisa demasiado sincera.
—¿Se
te ocurre alguna idea?
Soltó
una risita, cerrando la imagen. Sacó la memoria extraíble y volvió a colocarla
dentro de la cámara. Se volvió hacia mí.
—Algunas.
Mariano
no tenía internet. Lo había decidido varios años atrás, porque lo creía un
medio de comunicación demasiado peligroso. Y Margarita insistía en que internet
era la forma más sencilla de acceder a Marco.
A
Joaquín Dubois, en realidad.
Bajamos
del colectivo y caminamos tres cuadras hasta el edificio donde ella vivía.
Subimos por la escalera hasta el primer piso, avanzamos por un largo pasillo e
ingresamos a su departamento. Era un monoambiente amplio y la luz del atardecer
ingresaba cálida por una enorme ventana.
—Bienvenido
a casa —comentó Margarita—. Te haría una visita guiada, pero realmente no hay mucho
que ver —bromeó.
Prendió
la computadora y acercó una silla desde la mesa hasta el escritorio. Puso la
pava al fuego y se sentó sobre la mesada.
—¿Cómo
le dirías que es tu hermano? —preguntó.
Me
quedé en silencio: no sabía qué responder. Encontrar a Marco había sido algo
demasiado lejano hasta ese día y nunca me había detenido a pensar qué hacer, qué
decir, cómo comportarme. Pero era cierto: no podía revelarle que había sido
robado y vendido así como así.
—Supongo
que hay tiempo para pensar —murmuré, sacando mi celular del bolsillo: había
dejado un mensaje pendiente.
Ale: soy yo. Estoy en
Buenos Aires. No creo que vuelva por un tiempo. Ya te voy a contar todo. Un
abrazo, saludos. Borrá este mensaje.
Lo
envié y me volví a Margarita, sonriendo. Me gustaba mi nueva persona. Me
gustaba ser Alan y Lisandro. Ser A y ser L. Poder llevar mi nueva vida, pero sintiendo
la anterior en cada célula de mi cuerpo. Durante cada segundo.
Se
acercó con el mate y se sentó a mi lado. Abrió el buscador de internet y
escribió la dirección de facebook. Cuando se cargó, escribió el nombre
de mi hermano en el buscador.
Suspiré.
Antes
de que me diera cuenta, el monitor mostraba la página de un usuario de 26 años
de edad que ella había seleccionado. Joaquín Dubois, de Trelew.
—Es
igual a mí —susurré al ver su foto de perfil. Mis ojos se empaparon de alegría.
Una alegría que se deslizó hacia el interior de mi cuerpo, atravesando cada una
de mis células por completo. Fui alegría pura durante un momento.
Margarita
me miró, con una gigantesca sonrisa dibujada en su rostro.
—Es
tu hermano —dijo, tendiéndome su brazo.
La
abracé.
Margarita
cerró la puerta de la cocina con el rostro cargado de espanto. Helena y Cristián
se volvieron hacia ella, sin entender qué sucedía. Federico ni se inmutó, en un
forzoso intento por disimular.
—¿Pasó
algo? —preguntó la cocinera, preocupada.
—Nada
—respondió la otra instantáneamente, pero me lanzó una mirada de advertencia.
Era evidente: había pasado algo.
Dejé
cuidadosamente la bandeja sobre la mesada y me acerqué a ella. Federico
carraspeó: estábamos siendo demasiado obvios, pero ¿qué podíamos hacer?
—A
ver, chicos —se enojó Helena—. Si vienen a trabajar cada mediodía y cada noche.
Si todos los días de todas las semanas hacemos exactamente lo mismo… explíquenme,
por favor, ¿por qué están en la cocina cuando deberían estar en el comedor,
llevando las bandejas con la comida que nosotros preparamos?
—No
pasó nada —repitió Margarita, remarcando cada sílaba.
Federico
se puso de pie.
—¿Se
pueden ir a trabajar, por favor? —casi gritó, sorprendiéndonos a todos. Cristián
lo miró con un gesto de desagrado.
—Tampoco
es para tanto —murmuró, desganado.
—No,
sí —se enojó todavía más la cocinera—. Tiene razón: yo me paso el día acá atrás,
por poco sin poder ir al baño, y los señoritos pueden ir y venir por el
restaurant bailando y saltando como faunos, ¿qué…?
La
interrumpió el sonido de un portazo: Margarita había dejado la habitación.
Durante la distracción, había alcanzado a susurrarme al oído qué era eso que la
preocupaba tanto. Federico siempre tenía una salida para esas situaciones.
—Creo
que no pasaba nada —me reí, inocentemente.
Mi
amigo me miró, expectante. Le respondí asintiendo suavemente con la cabeza: era
eso que pensaba. Estaba sucediendo, otra vez. Parecía que seguían nuestros
pasos atentamente. Cada vez que avanzábamos, estaban allí, dispuestos a
mostrarnos que sabían por dónde caminábamos, a qué información accedíamos, cómo
nos comportábamos.
—¿No
vas a llevar la bandeja? —preguntó Helena, con esa sarcástica dulzura que
siempre utilizaba y que tanto odiaba.
—No
—dije, cortante—. Voy a tomar aire.
Caminé
rápidamente hacia el pequeño patio trasero, lleno de cajas, botellas y bolsas
de basura. Me apoyé contra la pared y respiré profundamente. Otra vez me
buscaba alguien. Otra vez buscaban a Alan Ferrari. La última vez no los habíamos
engañado: sólo esperaban confundirnos y descubrir nuestra mentira. Por suerte,
todo había salido bien.
Cerré
los ojos durante unos segundos, intentando relajarme.
Mi
celular sonó.
Salí
de la cocina con una sonrisa forzada y caminé directo a la mesa de aquella mujer
que, minutos antes, me había llenado de miedo al preguntarme por Alan Ferrari.
Me observó atentamente mientras me acercaba, como si analizara uno a uno mis
movimientos.
—Disculpe,
pero en la cocina nadie lo conoce —comenté—. Si quiere, puede pasar mañana,
porque hoy el encargado no va a venir.
Asintió
suavemente con la cabeza.
—No
te preocupes, ya veré qué hago —hizo una pausa—. ¿Un tostado, podría ser? Y un
jugo de naranja.
—Enseguida.
Caminé
hasta la barra y me asomé a la ventana que me separaba de la cocina.
—Un
tostado y un exprimido de naranja —dije.
Clara
se paró a mi lado.
—¿No
es raro que pregunte por Alan Ferrari con tanta seguridad? —comentó, casi al
pasar. Pero había algo en su voz que llamó mi atención.
—Es
la segunda vez que vienen —ataqué, dispuesta a enterarme qué escondía—. Pero no
sé, tal vez sea alguien que trabaja acá cerca…
—O
tal vez no —me contradijo, mirándome con cierto misterio.
Me
asusté un poco, pero enseguida me relajé. Era imposible que Clara supiese lo
que estaba sucediendo. Simplemente imposible.
—¿Por?
—pregunté, haciéndome la inocente.
—Lisandro
es nuevo… —explicó, y un escalofrío me recorrió la espalda—. Yo tengo mis dudas
de que sea un simple estudiante.
La
miré, fingiendo mi mayor cara de espanto.
—Clara,
¡por favor! ¿Vos decís que Lisandro es
ese tal Alan Ferrari?
—Exacto.
—Estás
loca.
—No,
no. Pensalo bien: tiene sentido —hizo una pausa—. Escuchá, no perdemos nada por
decirle a esa mujer que hay alguien nuevo de quien sospechamos.
—Es
que no sospechamos —la corté. Me estaba empezando a preocupar.
—Está
bien, como quieras.
Entré
a buscar el tostado y el jugo de naranja. Federico me miró, expectante. Le
respondí con una mirada de emergencia.
—Después
tenemos que hablar —murmuré con seriedad. Asintió con la cabeza. Tomé la
bandeja, ya preparada, y salí de la cocina.
Lo
que vi casi me hace tropezar: Clara, hablando con esa maldita mujer.
Suspiré.
Y caminé hacia ellas.
Observé la pantalla del teléfono durante unos segundos,
mientras seguía vibrando: Alejandro.
Respiré profundamente: atender significaba verme
obligado a dar explicaciones que no estaba dispuesto a dar. Que no podía dar.
Pero no responder sólo complicaba las cosas. Me llevé el celular a la oreja mientras
presionaba el botón.
—Ale —lo saludé.
—No puedo creerlo —dijo—. Estuve tres meses esperando
una mínima señal, Alan. ¿Estás en Buenos Aires?
Me quedé en silencio. Tenía que inventar algo rápido,
pero no era bueno para esas cuestiones. Y él me conocía hacía años: sabría que
estaba mintiendo.
—Nunca me fui a Madrid —confesé, soltando la información
como queriendo deshacerme de ella—. Las cosas se complicaron.
—¿Se complicaron? —indagó.
—No puedo contarte. Y menos por teléfono.
—Alan, estabas muerto de miedo. Ibas a irte a España —hizo
una pausa—. Ahora me decís que nunca te fuiste, ¿y pretendés no explicarme
nada?
—No puedo, Alejandro.
¿Cómo podía hacerle entender?
—Alan.
No respondí. Cuando les había contado a Margarita y a
Federico, ellos habían decidido ayudar, poniéndose en peligro. No quería eso
para mis viejos amigos. No quería que supieran, que se preocuparan, que
actuaran.
—No voy a contarte nada, Ale. No quiero, no puedo. Es
demasiado complicado. Es… complicado.
—¿Tiene que ver con tus viejos?
—Sí.
—Tené cuidado —fue todo lo que dijo.
Sonreí.
—Que nadie se entere de nada allá, Ale —le pedí.
—Están desesperados por saber algo de vos; tengo que
contarles que me comuniqué. ¿Qué les digo?
—No sé. Inventá algo…
—Está bien —dudó—. Algo se me va a ocurrir. ¿Vos estás
bien?
—Podría estar mejor —murmuré—. Pero sí, estoy bien.
Trabajando, ahora mismo.
—Te llamo más tarde, ¿te parece?
Dudé. ¿Me parecía?
—Dale —respondí.
Lo supuse al instante: algo iba a complicarse.
Me acerqué a Clara con paso rápido. Apoyé el vaso con
jugo de naranja y el tostado en la mesa y sonreí amablemente. Siempre tan
hipócrita.
—¿Pasa algo? —me hice la interesada, aunque tenía
completamente claro qué era lo que sucedía.
—Le estaba comentando que sospechamos de… —empezó Clara,
pero la interrumpí.
—No sospechamos de nadie, Clara.
—Tiene una foto —insistió.
La fulminé con la mirada. Tomé aire, cerré los ojos
durante unos segundos, resignada, e intenté darle a mi rostro la mayor seriedad
posible.
—Andá a atender tus mesas, por favor —sentencié—. Yo me
encargo.
Me dirigió un gesto de desagrado y se alejó decidida,
mostrando su malhumor en cada paso. Sonreí, disimulando mi pánico, y me volví a
esa mujer que ya estaba empezando a ponerme nerviosa.
—Disculpala… es un poco obsesiva y cree que está rodeada
de asesinos seriales y violadores compulsivos —hice una pausa—. A ver la foto.
Sacó una fotografía de su bolsillo y me la dio. Era
Lisandro. Alan, en realidad: el pelo castaño claro, los ojos oscuros. La
observé durante unos segundos, sin poder hablar. No podía creer que Clara
hubiese estado a punto de ver esa imagen. No podía creer que hubiese puesto a mi
amigo en un peligro de tal magnitud.
—No lo conozco —dije, cortante, devolviéndole la foto.
Me respondió con una sonrisa. Pude ver en sus facciones
que estaba fingiendo. Era tan obvia. Éramos tan obvias. Pero, todavía, yo
seguía un paso adelante.
—¿Te puedo pagar ahora?
—Por supuesto.
—¿Con débito?
Asentí con la cabeza. Me tendió su tarjeta y caminé
hasta la barra. Ella había ido a Juno a obtener información. Y, a cambio, era
mi turno de espiar un poco.
Silvia Méndez.
Anoté su nombre en mi libreta de pedidos, regocijándome
por dentro. Podíamos sumar un nombre a la lista de cómplices, si es que aún no
estaba en ella. Fuera o no falso, era una identificación. De algo iba a servir.
Copié también su número de documento, sólo por si acaso.
Sonreí.
Ahora estaba dos pasos adelantada.
Federico salió de la cocina y caminó directo hacia mí.
Nos quedamos detrás de la barra, observando cómo los clientes almorzaban.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Ya pagó. Se llama Silvia Méndez, o al menos eso figura
en su tarjeta de crédito —susurré—. ¿Y Lisandro?
—Adentro, haciendo tiempo; lo dejé preparando una
ensalada. Pero Helena está insoportable, vamos a tener que buscar alguna forma
de que pase más desapercibido.
—Hubo un problemita con Clara—comenté. Me miró con
preocupación, mientras seguía explicando—. Sospecha que Lisandro nos miente a
todos y es alguien peligroso… llamado Alan Ferrari. ¡Estuvo a punto de ver una
foto que esta mujer trajo! Por suerte llegué en el momento justo.
Federico se refregó los ojos y se dejó las manos sobre
el rostro, presionándose el tabique. Suspiró suavemente.
—Hay que hacer algo con ella —dijo.
—Sí, pero ¿qué?
—Preguntale a Lisandro: él va a saber. Capaz prefiere
que le contemos, aunque sería difundir demasiado todo esto…
—Clara no está preparada para enfrentarse a algo así —lo
contradije—. No sería nada bueno contarle.
Me miró, seriamente. Durante unos segundos. En silencio.
Y fue una mirada tan intensa, tan profunda… me pregunté qué estaba pasando por
su cabeza en ese momento.
—Siento que vamos a tener que hacer algo horrible —respondió,
negando suavemente con la cabeza. Me dio una palmada en el hombro y volvió a la
cocina.
Me senté en una banqueta y seguí a Clara atentamente con
la mirada. Cada tanto, echaba una ojeada a Silvia Méndez, impaciente por que
terminara de comer. Algo en mi pecho molestaba. Una presión, un pinchazo.
Yo también presentía que iba a tener que hacer algo
horrible.
Entré a la cocina y miré hacia la barra por la ventana.
Margarita me observó seriamente y supe que debía quedarme allí todavía un rato.
Carraspeé.
Helena se volvió hacia mí y resopló.
—Cuánto aire que pueden tomar los mozos —murmuró por lo
bajo.
Fruncí el entrecejo. Me había cansado de sus quejas.
—Muchísimo aire, porque los mozos entran una hora antes
que las encargadas de cocina —dije en tono sarcástico.
Me senté a su lado y me desperecé, haciéndome sonar los
huesos de la espalda, mostrándome completamente relajado.
—Y digo yo, ¿no hay mesas que tengas que atender?
—No, todos esperan la comida que no alcanzaste a
preparar —rematé.
Me fulminó con la mirada. Y estaba por responderme, pero
Federico se puso de pie repentinamente.
—Lisandro, ¿me ayudás con esto? —preguntó, señalando la
abundante ensalada que estaba preparando—. Tengo que habar con Margarita.
—Yo puedo, no te preocupes —intervino Helena.
Él la ignoró, sin siquiera mirarla.
—¿Me ayudás con esto? —insistió.
Sonreí.
Me senté en su lugar y comencé a cortar un tomate.
Federico salió de la cocina. Helena se puso de pie, indignada.
—Lisandro, dije que yo podía, no te preocupes.
No respondí.
—Soy la encargada de la cocina, ¿podrías retirarte, por
favor?
Respiré profundamente, intentando contener mis impulsos.
Y no dije nada.
—Cristián, ¿podés hacer algo, por favor?
El cocinero se encogió de hombros. Volvió su atención a
la olla que estaba lavando, haciendo caso omiso a las órdenes de Helena.
—Lisandro, es la última vez que lo repito.
—¿Tanto te molesta que esté en la cocina? —la
interrumpí, cansado de oír sus insoportables quejas.
—Sí, me molesta. Deberías estar atendiendo a los
clientes y no cortando tomate.
—Y vos deberías estar preparando esa salsa en vez de
mirarme mientras corto tomate, Helena —hice una pausa—. Pero yo no me quejo.
Su cara tomó un tono rojizo. Estaba realmente molesta.
—Pero, por lo visto, tenés una especie de afición a
quejarte de lo que hacen tus compañeros, ¿no?
No dijo nada: simplemente se sentó y continuó
preparando la salsa.
—Yo me encargo —dije con seriedad, agarrándome la
cabeza, que presionaba hacia el interior del cerebro. Dolía; dolía mucho.
Sentía cómo el aire empujaba, buscando algún poro para filtrarse y enfriarlo
todo.
Estábamos afuera de Juno. Los demás se habían ido
después de hacer una limpieza rápida, como todas las tardes. Lloviznaba, y las
oscuras nubes anunciaban una tormenta peligrosa.
—¿Vos qué pensás? —preguntó, pensativo—. ¿Podremos
contarle?
—No —sentencié rápidamente—. Siento que no está
preparada para saber. Me da la sensación de que la destrozaría por dentro… la
veo tan frágil, tan ingenua…
Suspiró.
—¿Y entonces?
—No sé —murmuré—. Sinceramente, Lisandro, no tengo idea.
Lo único que se me ocurre es pedirle que deje de trabajar con nosotros. Que se
vaya de Juno…
—¿Y si eso la hace investigar más?
Lancé una risita.
—No. Clara nunca se involucraría por su cuenta.
Frunció el ceño y se rascó la nunca. Hizo silencio
durante unos segundos, observando a los autos que avanzaban por la calle.
Respiró profundamente y se volvió hacia mí.
—¿Y cómo le pensás pedir que renuncie? —se interesó,
preocupado.
Lo miré, negando con la cabeza: no tenía la menor idea.
Sabía que no iba a servir de nada pedírselo como amiga; ni siquiera éramos
amigas. No. Tenía que ir allí con alguna razón. Y después de lo sucedido con
Silvia Méndez, era obvio que iba a necesitar un argumento contundente. Muy
contundente.
—Porque a mí se me ocurrió una cosa, pero creo que no te
va a gustar.
Me quedé callada, esperando a que me contara. Dudó, como
si tuviese miedo de continuar, como si temiera a las palabras.
—¿Mariano te dio una pistola? —preguntó.
La presión en mi cabeza se propagó por todo el cuerpo.
¿Qué estaba insinuando? No podía pedirme que disparara a Clara. No podía ser
posible.
Tardé en responder.
—Sí —susurré, finalmente.
Y, por alguna extraña razón, la sensación de asfixia
desapareció por completo.