.sesentaYuno a .setenta






Toqué el timbre y esperé a que viniera a abrirme, refugiándome de la lluvia bajo el paraguas. Los nervios se deslizaban por todo mi cuerpo, volviendo inestable a cada uno de mis músculos.
Clara abrió la puerta.
—Marga —dijo, extrañada—. Qué sorpresa…
—Quiero hablar con vos —murmuré, cortante.
Avanzamos por el largo pasillo y entramos en la tercera puerta. El departamento era pequeño, pero muy lindo. Ingresamos a una sala que tenía una mesa con cuatro sillas y un sillón. La cocina estaba separada por una barra desayunadora, rodeada de banquetas. Y una puerta abierta dejaba ver un pasillo que, supuse, conducía a la habitación y el baño.
—Tenemos que hablar de lo que pasó hoy en Juno —comencé, mientras me acomodaba en el sillón—. Tengo que pedirte algo.
Me miró con un gesto de desconfianza. Se sentó en una silla y se cebó un mate. Estábamos a unos metros, pero estaba segura de que podía sentir mis nervios. Se deslizaban por toda la habitación.
—¿Y no me vas a explicar lo que pasó? —atacó—. No soy tonta, estoy segura de que en esa foto estaba Lisandro.
—En esa foto estaba Alan Ferrari.
—¿Y quién es Alan Ferrari?
Me reí.
—Si pudiese decírtelo, no estaría haciendo esto —me quedé en silencio durante unos segundos—. Clara, no vuelvas a Juno. Llamá a Marcelo y decile que renunciás. Seguir trabajando sería muy peligroso. Para vos y para mí.
Se rió.
—¿Me estás tomando el pelo? Marga, te estoy pidiendo una explicación, ¿y vos me pedís que renuncie a mi trabajo? —dio una suave palmada—. No entiendo.
—Te lo pido porque es necesario. Para el bien de todos: el mío, el tuyo. El de Alan —expliqué, con voz suave. No quería enojarme—. Es más complicado de lo que pensás, Clara.
—¿Y si te digo que no? —me desafió.
La odié por dentro. La odié por sospechar, por intervenir, por descubrir. La odié por no dejarme otra opción, por obligarme a hacer lo que no quería. Lo que nunca en mi vida hubiese hecho.
—Eso es a lo que no quería llegar —me lamenté. Saqué la pistola de mi bolso y le apunté—. Si decís que no, pasa esto.
Sus ojos se oscurecieron. Pude ver cómo todo su cuerpo se llenaba poco a poco de miedo. Se inundaba de miedo. Abrió la boca, pero no emitió sonido.
—Perdón —susurré. Y me fui.









—¿Cómo estás? —saludé a Ramona—. Tuvimos un día agitado, pero tengo buenas noticias —informé, mientas entraba a la cocina y me servía un vaso con agua—. Y malas noticias.
Se sentó sobre la mesada con un bufido.
—Siempre lo mismo —murmuró por lo bajo.
Su humor había mejorado considerablemente desde que Margarita y Federico habían vuelto del Congardi V. Parecía que su duelo había finalizado con el nacimiento de una nueva etapa de investigación.
—Clara, la chica que trabaja con nosotros en Juno, sospecha de mí —comencé a explicar—. Hoy Margarita va a ir a su casa… le dije que llevara la pistola, por las dudas. No pongas esa cara —me quejé, al ver su gesto de pánico.
—¿Cómo vas a pedirle que la mate…?
Lancé una carcajada.
—Para asustarla, Ramona, no para matarla.
—Lisandro, eso es horrible. Es horrible levantar un arma —cerró los ojos, intentando calmarse—. Después hablo con ella. Está bien, si es la única opción.
—Perdón, no se nos ocurrió nada más.
—Está bien —me tranquilizó—. No te preocupes. Contame la buena noticia.
—No, hay otra mala.
Suspiró, poniéndose de pie. Me miró, expectante, mordiéndose el labio inferior.
—Hoy volvieron a preguntar por mí. Por Alan, quiero decir. Otra vez zafé por casualidad… Margarita mintió, pero está segura de que la mujer no le creyó.
Ramona susurró algo que no comprendí, llenó la pava de agua y la puso al fuego. Se sentó en una silla y se dejó caer sobre el respaldo, relajándose.
—Y la buena noticia es que tenemos datos sobre esa mujer… los sacamos de su carnet de conducir; pagó con débito. Se llama Silvia Méndez.
—¿Silvia Méndez? —se sorprendió, incorporándose—. Había una Silvia Méndez en el hospital —se puso de pie y fue hacia la computadora, en el living. La seguí.
Abrió un archivo con la información que había recopilado en sus años de trabajo como Irina, y buscó la ficha de una mujer rubia, con el pelo lacio y ojos castaños. Su número de documento coincidía con el de aquella que había ido a Juno hacía sólo unas horas.
—No puedo creerlo —murmuró—. Nos llevábamos bastante bien… tiene dos hijos, son tan… —se detuvo de golpe, llevándose una mano a la boca. Sus ojos se habían oscurecido.
—Ramona —me asusté—, ¿qué pasa?
Una lágrima se desprendió de su ojo, pero no habló durante unos segundos.
—No puedo creerlo… —repitió—. Me dijo que eran adoptados.









Los ojos me pesaban como si fuesen dos pelotas de pool. Dos pelotas de pool gigantescas. Nunca antes había llorando tanto. Nunca. Pero tenía esa necesidad, esa maraña de sufrimiento en el pecho que necesitaba escaparse de mi cuerpo. Nunca me había sentido peor. Nunca, jamás, se me había hecho tan imposible respirar.
Golpeé la puerta. Unos segundos más tarde, Ramona me recibió con una sonrisa tímida, comprensiva: ya lo sabía.
Caminamos en silencio hasta el sillón del living y nos sentamos. Lisandro se asomó por la puerta de la cocina. Se quedó observándonos un momento, agachó la cabeza y volvió a lo suyo.
Cerré los ojos, intentando relajarme. La bola de dolor se deslizó hasta la garganta, pero era demasiado grande como para escaparse por la boca. Estaba allí, estancada en mi cuerpo. No había forma de deshacerse de ella.
Las lágrimas no dejaban de caer. Una tras otra, poco a poco, iban deshidratándome. Pero el gigantesco nudo no aflojaba. Estaba contenido, apresado, completamente adherido a mis tejidos.
Apreté los dientes, desesperada. Quería sacarlo. Quería alejarlo para siempre.
—Marga —dijo Ramona—. Va a estar todo bien. Se va a pasar, no te preocupes —hablaba dulcemente, como una madre a su bebé.
—Vi cómo el miedo —comencé, con la voz entrecortada por mis temblores—, la llenaba por completo. Se volvió miedo…
Tosí.
Me acarició el pelo suavemente. Fue una caricia hermosa, cálida, llena de energía. Pero no sirvió de nada.
—La primera vez que le apunté a una persona me sentí tan mal que tuve que pegarle a Mariano —comentó—. Fue la mejor trompada que di en mi vida —se rió.
La miré, esbozando una sonrisa completamente débil.
Acercó su boca a mi oreja.
—Descargate —susurró.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Ascendió rápidamente desde los pies hasta la garganta, y se dejó escapar.
Grité. Grité fuerte. Grité agudo. Fue un grito largo, profundo, desgarrador.
Lisandro corrió hacia donde estábamos y se puso de cuclillas frente a mí.
Ramona me abrazó, presionándome a su cuerpo.
Yo seguí gritando.








—Volvió a rechazarme —se quejó Margarita. La observé sin comprender, mientras con su mirada parecía analizar el funcionamiento del monitor—. Tu hermano —aclaró—, no me acepta como amiga.
Di el último sorbo al mate y suspiré. ¿Qué más podía hacer? Hacía meses que no usaba una computadora por más de media hora. Parecía estar fuera del tiempo, tecnológicamente hablando.
—¿No hay otra forma de comunicarse? —pregunté, esperanzado.
—Sí, le puedo mandar un mensaje. Pero tengo que tener algo para decir —hizo una pausa—. Hola Joaquín, soy Margarita. Te cuento que en realidad te llamás Marco y que tenés un hermano. ¿Querés saber más? Aceptame —bromeó, haciéndose la que tecleaba.
Largué una risita, negando suavemente con la cabeza. No nos habíamos visto durante el fin de semana y, afortunadamente, había recuperado su buen humor. Supongo que sus charlas con Ramona la habrían hecho sentir mejor. Sin embargo, no dejaba de sentirme culpable. Había tenido que hacer algo horrible.
Y había sido mi idea.
Se volvió hacia mí y comprendió mis pensamientos con una simple ojeada.
—Lisandro, basta —dijo, con un exceso de aire. Se paró, caminó hasta la mesa y se sentó a mi lado—. Fue tu idea, pero yo la acepté y la llevé a cabo. Podría haberte dicho que no. Era necesario…
—No era necesario, Margarita —me enojé—. Podríamos haberle contado.
—Clara no está preparada para saber.
—¿Y si mañana vuelve?
No respondió. Simplemente me miró, se puso de pie y caminó hasta a la computadora. Era una posibilidad. Desde el viernes aún no habíamos vuelto a Juno por el fin de semana largo. Todavía podíamos llevarnos una sorpresa.
—Algo se me va a ocurrir para mandarle a tu hermano —cambió de tema, con voz cortante—. Vos pensá, también, por favor.
Asentí con un mumullo.
—Me voy a ir, en un rato llega Julia de Azul y va a ir a cenar a casa.
—¿Hace cuánto que salen? —preguntó.
—Este jueves cumplimos un mes —comenté, poniendo los ojos en blanco. Ya sabía qué venía a continuación.
—Hace un mes que sale con una persona irreal.
Respiré profundamente: habíamos tenido esta conversación antes. Y cada día que pasaba sentía que era peor seguir mintiéndole, pero no quería ponerla en peligro. No estaba seguro de que la verdad fuese la mejor opción.
—Pensalo, Ele —sentenció, con una sonrisa triste.
Abrió la puerta de salida.








—¿Seguro que estás bien? —insistió—. Porque te veo preocupado.
Estaba preocupado, sí. Estaba preocupado porque en cuestión de horas, e incluso minutos, tendría que explicarle absolutamente todo. Y no sabía cómo iba a reaccionar. Con miedo, con pena, con enojo. Podía esperar cualquier cosa ante una noticia tan imprevista como la que le iba a dar.
—Estoy bien, Julia —repetí.
Me dio un beso tímido y apoyó su cabeza en mi hombro. Nos encontrábamos sentados en el sillón, esperando a que la comida estuviera lista. En mi cabeza no dejaba de girar toda la información que iba a tener que transmitir. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué palabras usar? ¿Con qué gestualidad acompañar?
—¿Cómo te fue en Azul? —quise saber, intentando despejarme un poco.
—Bien —fue todo lo que dijo, y lanzó una risita.
—Pero contame algo —arremetí: necesitaba una conversación.
—No sé, me junté con los chicos, comí un montón… no sabés lo que pasó.
Sonreí: eso era exactamente lo que quería escuchar.
Mi celular sonó.
Lo atendí, desganado: era Mariano.
—¿Cómo andás? —lo saludé alegremente.
—¿Podés venir? —preguntó. Había algo en su voz que no me gustaba nada. Un dejo de tristeza, de oscuridad. Algo completamente fuera de lo normal.
—Ey —me preocupé—, ¿qué pasó?
—Federico —fue todo lo que dijo—. Está grave.
Mi cuerpo se paralizó. Por un momento sentí que el mundo se había detenido. Me sentí completamente vacío. Un vacío que crecía desde los pies e iba arrasando con las piernas, la panza, la espalda, los brazos, la garganta. El aire entraba y se desvanecía al instante. Y los ojos eran lo único que se hacían notar. Presionaban, ardían, molestaban. Transpiraban.
—Vení cuanto antes —finalizó. Y cortó.
Me quedé en silencio, con la mirada perdida. Julia se enderezó y me observó durante unos segundos, con el ceño fruncido.
—¿Qué pasó?
—Federico tuvo un accidente —murmuré, casi sin abrir la boca.
—¿Cómo? ¿Dónde está? ¡Vamos a verlo!
—No está en capital —mentí—. Tengo que ir a lo de Margarita. Comemos rápido y me voy, ¿te parece? —la miré con dulzura.
—Sí, más bien, Ele.
Me puse de pie y caminé hasta la cocina. Del horno salía un riquísimo olor a carne y papas. Una de mis comidas preferidas.
Pero Federico estaba grave.








—¿Qué pasó? —pregunté con desesperación, tras saludar a Pablo, avanzando rápidamente por el pasillo que conducía al living.
Emanuel estaba sentado en una silla, con los codos sobre la mesa y la frente apoyada sobre sus brazos. Mariano, parado del otro lado del cuarto, dándome la espalda, mirando por la ventana. Sobre el sillón, acostado y tapado con una manta, Federico parecía completamente inconsciente. Estaba completamente inconsciente.
Los tres se quedaron en silencio.
—Pablo —insistí, elevando el tono: mi paciencia se había ausentado esa noche, dando lugar a sentimientos desconocidos. Sentía un terrible ardor en cada músculo, como si el cuerpo quisiera hacerme notar que había llegado a su límite. Habían sucedido demasiadas cosas. Y no había habido tiempo para superarlas.
—Lo descubrieron y lo siguieron… nos llamó hace un rato, muy asustado. Nos dijo que fuéramos a su casa. Pero cuando llegamos…
—Tiene dos disparos —intervino Emanuel.
La habitación dio una vuelta a mi alrededor.
Me aferré al respaldo de una silla y me senté, lentamente, mientras cada objeto iba volviendo a su lugar. Cerré los ojos, intentando relajarme.
—¿Lo descubrieron? —indagué, sin entender.
Se miraron, dudosos. Pablo suspiró.
—Nunca dejó de ir al Congardi V —explicó, mientras el ardor iba cobrando más y más intensidad—. Se hacía pasar por ciego, entraba e investigaba. Quería descubrir un nombre importante… —hablaba con voz triste, cargada de culpa.
—No iba todos los días, pero cada tanto —agregó Emanuel—. Nos avisaba, para que estuviésemos preparados por si pasaba algo.
Un escalofrío me atravesó el cuello.
—¿Siempre supieron que estaba yendo al Congardi V? —pregunté, temerosa de haber entendido bien. No podía creerlo—. ¿Me están tomando el pelo?
No respondieron.
—Mariano, ¿te das cuenta…? —casi grité, enloquecida.
—Me doy cuenta, Margarita —me interrumpió, lleno de calma.
Su tono suave y despreocupado triplicó mi desesperación.
—¿Y no vamos a hacer nada? ¡Hay que un llevarlo a un hospital!
—No podemos llevarlo a un hospital, Margarita —sentenció, enfadado, mirándome a los ojos por primera vez esa noche—. No podemos. Pero si es necesario, voy a traer un hospital a mi casa —finalizó, y volvió a darme la espalda.
—¿Es todo lo que vas a decir? —lo desafié.
—Voy a esperar a que lleguen todos —murmuró—. Tengo tanto para decir que preferiría no repetirlo.








—¿Ustedes se dan cuenta de lo que está pasando? —gritó Mariano, completamente enojado—. A ver, ¿qué parte no entienden de las cosas que les pido? Les juro que no comprendo qué mierda pasó por sus cabezas. No encuentro una razón, una mínima razón, para que las cosas me cierren.
Dio una fuerte palmada.
—Cuando les pido algo no es porque se me ocurre en un sueño. No es que se me antoje. Se los pido porque considero que es la mejor forma de ayudarnos los unos a los otros. De entendernos. De protegernos —hizo una pausa—. Entonces, si Federico quería seguir investigando, ¿cómo pueden haberlo dejado, sabiendo que corría muchísimo peligro, chicos?
Emanuel y Pablo agacharon la cabeza, pero no dijeron nada. Ramona lloraba y no dejaba de temblar, angustiada. Margarita estaba a su lado, conteniéndola. Natalia, apoyada contra la pared, miraba fijamente al cuerpo inconsciente de Federico, recostado sobre el sillón. Mariano caminaba de un lado a otro de la habitación, completamente nervioso. Yo me sentía totalmente ausente, pero ahí estaba: escuchando, viendo, sintiendo. Y sin embargo, nada.
—Quiero dejar una sola cosa clara. Olvídense de las investigaciones secretas. Olvídense de las fantasías de detectives. Se terminó esta forma de actuar. Esta forma de investigar. Descubrieron a Federico y están a un paso de descubrirnos a todos. Esto se acabó. Solamente nos queda esperar, otra vez, el momento oportuno para actuar, para hablar. Se acabó la investigación.
—Mariano, estamos a un paso de encontrar al líder de ese grupo, no podemos abandonar ahora —intervino Ramona, entre sollozos.
—Estamos a metros de ese líder —se opuso él—. Podemos abandonar. Y es lo que vamos a hacer, porque no quiero que ninguno de nosotros termine como él.
No tuvo que señalar de ninguna forma. Todos sabíamos a quién se refería.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Margarita.
—Por el momento, cuidar a Federico —respiró profundamente y se sentó. Parecía más relajado, como cuando me había llamado esa noche—. Ya hablé con mis contactos en el hospital, van a traer todo el equipo necesario. Mañana voy a ponerme en contacto con su familia y ponerlos al tanto de lo que pasa. ¿Podés hacerte cargo de inventar algo en el restaurant?
—Sí, no te preocupes —murmuró ella, y se quedó en silencio unos segundos, observando a Federico—. ¿Cómo está?
—Mal —susurró Mariano, casi sin utilizar aire. Comenzó a negar con la cabeza, suavemente. Pero no se detuvo. No se detuvo por varios minutos. Se mordió el labio inferior y cerró los ojos, dejando escapar una lágrima.
Fue la primera vez que lo vi llorar.









Mariano y Lisandro levantaron a Federico del sillón cuidadosamente y lo acostaron sobre una camilla. Lo observaron en silencio durante un momento, con el rostro enchastrado de preocupación, y cruzaron el living, llevándolo a una de las habitaciones de la casa.
Un viejo compañero de trabajo de Mariano se había encargado de conseguir el equipamiento necesario para mantener a Federico internado hasta que se recuperara sin tener que acudir a un hospital. Ya estaba al tanto de todo lo que investigábamos, por lo que había accedido rápidamente a ayudarnos.
Me acerqué a Ramona, que se había sentado en el suelo apoyándose en la pared. Tenía los ojos hinchados, rojos, y el rostro completamente inexpresivo. Me acomodé a su lado.
—Estamos saliendo, ¿sabías? —murmuró, sin mirarme.
Un escalofrío ascendió por mi nariz.
—Nunca hablamos de esos temas —respondí, negando con la cabeza.
Suspiró, volviéndose hacia mí. Me observó con ternura durante unos segundos. Con esos ojos brillantes, esa mirada penetrante. Esa mirada llena de calidez que la caracterizaba. Esa mirada de tía, de madrina. Una mirada plenamente acogedora.
—Mañana voy a ir a la casa de Silvia Méndez —soltó, como si sus palabras fuesen aire, y carraspeó.
—¿Qué? Silvia Méndez está buscando a Alan, no podés aparecer en su casa como si fuese tu mejor amiga. Es peligroso, Ramona.
—No voy a aparecer en su casa como si fuese la mejor amiga —se quejó—. Lo que quiero es hablar de un tema que nos acomete a ambas —hizo una pausa, levantando una mano para señalarme que no la interrumpiera—. Además, Silvia trabaja en el hospital: sabe quién soy. Sabe exactamente qué busco. Sabe que fui yo la que arruinó el robo del hijo de Verónica. Ya corrí todo el peligro que podía correr.
—No sé…
—No tengo nada que perder —insistió.
Respiré profundamente, apoyando la nuca en la pared. Entendía. Entendía perfectamente. Pero, ¿por qué? ¿Por qué había necesidad de hacerlo?
—¿Mariano sabe?
—Por supuesto —murmuró, con la voz entrecortada—. Yo sí lo tengo al tanto de este tipo de cosas.
Una lágrima se desprendió de su ojo izquierdo y descendió lentamente por su mejilla, dejando un fino rastro de humedad.
Otro escalofrío nasal.
—Voy con vos —sentencié—. Y no podés oponerte.
Me dirigió una mirada repleta de dulzura.
—No iba a hacerlo —dijo, sonriendo.








La habitación se había convertido en una pequeña sala de hospital. La cómoda, antes llena de libros y archivos, exponía una serie de productos y utensillos médicos de los cuales no tenía idea. Una enredadera de cables ascendía por la mesa de luz y se conectaban a diferentes máquinas que rodeaban la cama de dos plazas, y un pequeño monitor colgaba donde antes había habido un cuadro de Miró.
Eché una mirada rápida a Mariano mientras acostábamos a Federico sobre el colchón, suavemente. Su rostro parecía haber envejecido años en sólo unas horas. Había algo en su expresión que era realmente perturbador. Sus labios no denotaban sentimiento alguno. Sus ojos habían perdido cualquier presencia de brillo. Era un rostro completamente inerte.
Suspiré mientras le quitaba la remera a mi amigo. Observé la venda en su pecho, bañada en rojo, bañada en dolor. Mis ojos se inundaron de angustia y mi garganta se enredó. Me volví rápidamente, dispuesto a sacarle las zapatillas.
—¿En serio vamos a dejar la investigación? —pregunté, sólo para ocupar mi mente en cualquier otra cosa que me hiciera olvidar la sangre.
—Sí, al menos por el momento —murmuró mientras abría la venda—. No quiero que corramos peligro: ni nosotros, ni nadie.
Me quedé en silencio, pensativo. ¿Qué pasaría con Marco? ¿Terminar con la investigación implicaba olvidarme de él? ¿Y Julia? No podía contarle nada. No después de lo que había sucedido.
—¿Qué pasa? —quiso saber, intuyendo mi preocupación.
—Estoy tan cerca de llegar a Marco… probablemente responda a las peticiones de Margarita, o le conteste el mensaje que le envió.
Esbozó una sonrisa casi imperceptible, pero fue evidente en su rostro estático.
—Ramona tiene mi permiso para resolver un asunto pendiente —dijo, revisando la herida,  negando con la cabeza—. Supongo que no resulta peligroso que sigas buscando a tu hermano.
Sonreí, y el nudo en la garganta aflojó un poco. Comencé a sacarle la media izquierda a Federico y mis dedos palparon una superficie distinta a la tela.
Papel.
Fruncí el entrecejo mientras sacaba el pequeño trozo de hoja doblado a la mitad. Lo desplegué. Algo en mi pecho empujó para salir, para escaparse.
Dos palabras escritas con letra desprolija atravesaron mis pupilas y se grabaron en mi cabeza: Matías Vananzi.
—¿Qué es eso? —preguntó Mariano, acercándose a mí.
Me volví hacia él, sin saber qué responder. Nuestras miradas se cruzaron, e instantáneamente supe que ese nombre, ese hombre, era el paso final.









—¡Ese es el nombre que nos faltaba! —se entusiasmó Ramona.
Estábamos, una vez más, sentados alrededor de la mesa del living. Todos menos Federico. Mariano parecía perturbado, a pesar de que nosotros creyéramos que ese papel ponía fin a todo nuestro trabajo.
—Puede ser el nombre de cualquier persona —se opuso, seriamente.
—Sí, por supuesto —ironizó Margarita—. Yo también me ando escondiendo nombres de amigos de trabajo en las medias. En el pie derecho tengo el de Helena, la cocinera. Y en el izquierdo tengo dos: Alan Ferrari y Lisandro Borromeo. ¡Por favor, Mariano! Es evidente que este Vanzini es alguien importante.
—Al fin y al cabo, es lo que Fede estaba buscando —intervino Emanuel, casi en susurro. Su rostro se quebró al terminar de hablar.
Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Era cierto, teníamos un nombre y podía ser uno importante. Pero, al mismo tiempo, Federico estaba inconsciente, del otro lado de la pared.
—Está bien —accedió Mariano—. Vamos a hacer lo siguiente: Pablo, averiguá quién es Matías Vanzini. Solamente Pablo —aclaró, mirando a Emanuel—. No quiero que los dos corran peligro. Después veremos cómo seguimos. Lisandro, seguí intentando contactarte con tu hermano. Y Ramona, mañana andá a lo de Silvia Méndez. Pero, por favor, tené cuidado.
—Yo voy, también —se sumó Margarita.
Todos nos volvimos hacia ella, sorprendidos.
—Margarita —se quejó el otro—, estoy pidiendo que no corramos peligro.
—Méndez sabe quién soy. Fue completamente evidente que estaba mintiendo sobre Alan. Si realmente quisiera, podría encontrarme cualquier día.
Mariano cerró los ojos, inhaló profundamente y lanzó un fuerte suspiro.
—Está bien, vayan. Pero tengan cuidado.
—Por supuesto.
Carraspeé. Algo me tenía preocupado. Éstas eran, supuestamente, nuestras últimas acciones antes de tomarnos un descanso. Pero sentía que no había tiempo. Federico había sido descubierto. Ramona y Margarita estaban a punto de delatarse por decisión propia. Al mismo tiempo, la información que teníamos era más que suficiente. Y si ese nombre era el que necesitábamos, habríamos llegado a nuestra meta y sólo quedaría buscar justicia.
—¿Y si Matías Vanzini —pregunté—, es el líder de ese grupo?
—Ya veremos —dijo Mariano—. Por ahora creo que lo mejor va a ser que de todas maneras nos tomemos un tiempo. Que esperemos al momento adecuado para sacar a la luz todo lo que sabemos.
No sabíamos, por supuesto, que no podríamos esperar.
Teníamos menos tiempo del que creíamos.