Mariano
no tenía internet. Lo había decidido varios años atrás, porque lo creía un
medio de comunicación demasiado peligroso. Y Margarita insistía en que internet
era la forma más sencilla de acceder a Marco.
A
Joaquín Dubois, en realidad.
Bajamos
del colectivo y caminamos tres cuadras hasta el edificio donde ella vivía.
Subimos por la escalera hasta el primer piso, avanzamos por un largo pasillo e
ingresamos a su departamento. Era un monoambiente amplio y la luz del atardecer
ingresaba cálida por una enorme ventana.
—Bienvenido
a casa —comentó Margarita—. Te haría una visita guiada, pero realmente no hay mucho
que ver —bromeó.
Prendió
la computadora y acercó una silla desde la mesa hasta el escritorio. Puso la
pava al fuego y se sentó sobre la mesada.
—¿Cómo
le dirías que es tu hermano? —preguntó.
Me
quedé en silencio: no sabía qué responder. Encontrar a Marco había sido algo
demasiado lejano hasta ese día y nunca me había detenido a pensar qué hacer, qué
decir, cómo comportarme. Pero era cierto: no podía revelarle que había sido
robado y vendido así como así.
—Supongo
que hay tiempo para pensar —murmuré, sacando mi celular del bolsillo: había
dejado un mensaje pendiente.
Ale: soy yo. Estoy en
Buenos Aires. No creo que vuelva por un tiempo. Ya te voy a contar todo. Un
abrazo, saludos. Borrá este mensaje.
Lo
envié y me volví a Margarita, sonriendo. Me gustaba mi nueva persona. Me
gustaba ser Alan y Lisandro. Ser A y ser L. Poder llevar mi nueva vida, pero sintiendo
la anterior en cada célula de mi cuerpo. Durante cada segundo.
Se
acercó con el mate y se sentó a mi lado. Abrió el buscador de internet y
escribió la dirección de facebook. Cuando se cargó, escribió el nombre
de mi hermano en el buscador.
Suspiré.
Antes
de que me diera cuenta, el monitor mostraba la página de un usuario de 26 años
de edad que ella había seleccionado. Joaquín Dubois, de Trelew.
—Es
igual a mí —susurré al ver su foto de perfil. Mis ojos se empaparon de alegría.
Una alegría que se deslizó hacia el interior de mi cuerpo, atravesando cada una
de mis células por completo. Fui alegría pura durante un momento.
Margarita
me miró, con una gigantesca sonrisa dibujada en su rostro.
—Es
tu hermano —dijo, tendiéndome su brazo.
La
abracé.
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