Salí
de la cocina con una sonrisa forzada y caminé directo a la mesa de aquella mujer
que, minutos antes, me había llenado de miedo al preguntarme por Alan Ferrari.
Me observó atentamente mientras me acercaba, como si analizara uno a uno mis
movimientos.
—Disculpe,
pero en la cocina nadie lo conoce —comenté—. Si quiere, puede pasar mañana,
porque hoy el encargado no va a venir.
Asintió
suavemente con la cabeza.
—No
te preocupes, ya veré qué hago —hizo una pausa—. ¿Un tostado, podría ser? Y un
jugo de naranja.
—Enseguida.
Caminé
hasta la barra y me asomé a la ventana que me separaba de la cocina.
—Un
tostado y un exprimido de naranja —dije.
Clara
se paró a mi lado.
—¿No
es raro que pregunte por Alan Ferrari con tanta seguridad? —comentó, casi al
pasar. Pero había algo en su voz que llamó mi atención.
—Es
la segunda vez que vienen —ataqué, dispuesta a enterarme qué escondía—. Pero no
sé, tal vez sea alguien que trabaja acá cerca…
—O
tal vez no —me contradijo, mirándome con cierto misterio.
Me
asusté un poco, pero enseguida me relajé. Era imposible que Clara supiese lo
que estaba sucediendo. Simplemente imposible.
—¿Por?
—pregunté, haciéndome la inocente.
—Lisandro
es nuevo… —explicó, y un escalofrío me recorrió la espalda—. Yo tengo mis dudas
de que sea un simple estudiante.
La
miré, fingiendo mi mayor cara de espanto.
—Clara,
¡por favor! ¿Vos decís que Lisandro es
ese tal Alan Ferrari?
—Exacto.
—Estás
loca.
—No,
no. Pensalo bien: tiene sentido —hizo una pausa—. Escuchá, no perdemos nada por
decirle a esa mujer que hay alguien nuevo de quien sospechamos.
—Es
que no sospechamos —la corté. Me estaba empezando a preocupar.
—Está
bien, como quieras.
Entré
a buscar el tostado y el jugo de naranja. Federico me miró, expectante. Le
respondí con una mirada de emergencia.
—Después
tenemos que hablar —murmuré con seriedad. Asintió con la cabeza. Tomé la
bandeja, ya preparada, y salí de la cocina.
Lo
que vi casi me hace tropezar: Clara, hablando con esa maldita mujer.
Suspiré.
Y caminé hacia ellas.
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