Observé la pantalla del teléfono durante unos segundos,
mientras seguía vibrando: Alejandro.
Respiré profundamente: atender significaba verme
obligado a dar explicaciones que no estaba dispuesto a dar. Que no podía dar.
Pero no responder sólo complicaba las cosas. Me llevé el celular a la oreja mientras
presionaba el botón.
—Ale —lo saludé.
—No puedo creerlo —dijo—. Estuve tres meses esperando
una mínima señal, Alan. ¿Estás en Buenos Aires?
Me quedé en silencio. Tenía que inventar algo rápido,
pero no era bueno para esas cuestiones. Y él me conocía hacía años: sabría que
estaba mintiendo.
—Nunca me fui a Madrid —confesé, soltando la información
como queriendo deshacerme de ella—. Las cosas se complicaron.
—¿Se complicaron? —indagó.
—No puedo contarte. Y menos por teléfono.
—Alan, estabas muerto de miedo. Ibas a irte a España —hizo
una pausa—. Ahora me decís que nunca te fuiste, ¿y pretendés no explicarme
nada?
—No puedo, Alejandro.
¿Cómo podía hacerle entender?
—Alan.
No respondí. Cuando les había contado a Margarita y a
Federico, ellos habían decidido ayudar, poniéndose en peligro. No quería eso
para mis viejos amigos. No quería que supieran, que se preocuparan, que
actuaran.
—No voy a contarte nada, Ale. No quiero, no puedo. Es
demasiado complicado. Es… complicado.
—¿Tiene que ver con tus viejos?
—Sí.
—Tené cuidado —fue todo lo que dijo.
Sonreí.
—Que nadie se entere de nada allá, Ale —le pedí.
—Están desesperados por saber algo de vos; tengo que
contarles que me comuniqué. ¿Qué les digo?
—No sé. Inventá algo…
—Está bien —dudó—. Algo se me va a ocurrir. ¿Vos estás
bien?
—Podría estar mejor —murmuré—. Pero sí, estoy bien.
Trabajando, ahora mismo.
—Te llamo más tarde, ¿te parece?
Dudé. ¿Me parecía?
—Dale —respondí.
Lo supuse al instante: algo iba a complicarse.
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