Federico salió de la cocina y caminó directo hacia mí.
Nos quedamos detrás de la barra, observando cómo los clientes almorzaban.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Ya pagó. Se llama Silvia Méndez, o al menos eso figura
en su tarjeta de crédito —susurré—. ¿Y Lisandro?
—Adentro, haciendo tiempo; lo dejé preparando una
ensalada. Pero Helena está insoportable, vamos a tener que buscar alguna forma
de que pase más desapercibido.
—Hubo un problemita con Clara—comenté. Me miró con
preocupación, mientras seguía explicando—. Sospecha que Lisandro nos miente a
todos y es alguien peligroso… llamado Alan Ferrari. ¡Estuvo a punto de ver una
foto que esta mujer trajo! Por suerte llegué en el momento justo.
Federico se refregó los ojos y se dejó las manos sobre
el rostro, presionándose el tabique. Suspiró suavemente.
—Hay que hacer algo con ella —dijo.
—Sí, pero ¿qué?
—Preguntale a Lisandro: él va a saber. Capaz prefiere
que le contemos, aunque sería difundir demasiado todo esto…
—Clara no está preparada para enfrentarse a algo así —lo
contradije—. No sería nada bueno contarle.
Me miró, seriamente. Durante unos segundos. En silencio.
Y fue una mirada tan intensa, tan profunda… me pregunté qué estaba pasando por
su cabeza en ese momento.
—Siento que vamos a tener que hacer algo horrible —respondió,
negando suavemente con la cabeza. Me dio una palmada en el hombro y volvió a la
cocina.
Me senté en una banqueta y seguí a Clara atentamente con
la mirada. Cada tanto, echaba una ojeada a Silvia Méndez, impaciente por que
terminara de comer. Algo en mi pecho molestaba. Una presión, un pinchazo.
Yo también presentía que iba a tener que hacer algo
horrible.
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