Me acerqué a Clara con paso rápido. Apoyé el vaso con
jugo de naranja y el tostado en la mesa y sonreí amablemente. Siempre tan
hipócrita.
—¿Pasa algo? —me hice la interesada, aunque tenía
completamente claro qué era lo que sucedía.
—Le estaba comentando que sospechamos de… —empezó Clara,
pero la interrumpí.
—No sospechamos de nadie, Clara.
—Tiene una foto —insistió.
La fulminé con la mirada. Tomé aire, cerré los ojos
durante unos segundos, resignada, e intenté darle a mi rostro la mayor seriedad
posible.
—Andá a atender tus mesas, por favor —sentencié—. Yo me
encargo.
Me dirigió un gesto de desagrado y se alejó decidida,
mostrando su malhumor en cada paso. Sonreí, disimulando mi pánico, y me volví a
esa mujer que ya estaba empezando a ponerme nerviosa.
—Disculpala… es un poco obsesiva y cree que está rodeada
de asesinos seriales y violadores compulsivos —hice una pausa—. A ver la foto.
Sacó una fotografía de su bolsillo y me la dio. Era
Lisandro. Alan, en realidad: el pelo castaño claro, los ojos oscuros. La
observé durante unos segundos, sin poder hablar. No podía creer que Clara
hubiese estado a punto de ver esa imagen. No podía creer que hubiese puesto a mi
amigo en un peligro de tal magnitud.
—No lo conozco —dije, cortante, devolviéndole la foto.
Me respondió con una sonrisa. Pude ver en sus facciones
que estaba fingiendo. Era tan obvia. Éramos tan obvias. Pero, todavía, yo
seguía un paso adelante.
—¿Te puedo pagar ahora?
—Por supuesto.
—¿Con débito?
Asentí con la cabeza. Me tendió su tarjeta y caminé
hasta la barra. Ella había ido a Juno a obtener información. Y, a cambio, era
mi turno de espiar un poco.
Silvia Méndez.
Anoté su nombre en mi libreta de pedidos, regocijándome
por dentro. Podíamos sumar un nombre a la lista de cómplices, si es que aún no
estaba en ella. Fuera o no falso, era una identificación. De algo iba a servir.
Copié también su número de documento, sólo por si acaso.
Sonreí.
Ahora estaba dos pasos adelantada.
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