—¿Cómo estás? —saludé a Ramona—. Tuvimos un día agitado,
pero tengo buenas noticias —informé, mientas entraba a la cocina y me servía un
vaso con agua—. Y malas noticias.
Se sentó sobre la mesada con un bufido.
—Siempre lo mismo —murmuró por lo bajo.
Su humor había mejorado considerablemente desde que Margarita
y Federico habían vuelto del Congardi V. Parecía que su duelo había finalizado
con el nacimiento de una nueva etapa de investigación.
—Clara, la chica que trabaja con nosotros en Juno,
sospecha de mí —comencé a explicar—. Hoy Margarita va a ir a su casa… le dije
que llevara la pistola, por las dudas. No pongas esa cara —me quejé, al ver su
gesto de pánico.
—¿Cómo vas a pedirle que la mate…?
Lancé una carcajada.
—Para asustarla, Ramona, no para matarla.
—Lisandro, eso es horrible. Es horrible levantar un arma
—cerró los ojos, intentando calmarse—. Después hablo con ella. Está bien, si es
la única opción.
—Perdón, no se nos ocurrió nada más.
—Está bien —me tranquilizó—. No te preocupes. Contame la
buena noticia.
—No, hay otra mala.
Suspiró, poniéndose de pie. Me miró, expectante,
mordiéndose el labio inferior.
—Hoy volvieron a preguntar por mí. Por Alan, quiero
decir. Otra vez zafé por casualidad… Margarita mintió, pero está segura de que
la mujer no le creyó.
Ramona susurró algo que no comprendí, llenó la pava de
agua y la puso al fuego. Se sentó en una silla y se dejó caer sobre el
respaldo, relajándose.
—Y la buena noticia es que tenemos datos sobre esa
mujer… los sacamos de su carnet de conducir; pagó con débito. Se llama Silvia
Méndez.
—¿Silvia Méndez? —se sorprendió, incorporándose—. Había
una Silvia Méndez en el hospital —se puso de pie y fue hacia la computadora, en
el living. La seguí.
Abrió un archivo con la información que había recopilado
en sus años de trabajo como Irina, y buscó la ficha de una mujer rubia, con el
pelo lacio y ojos castaños. Su número de documento coincidía con el de aquella
que había ido a Juno hacía sólo unas horas.
—No puedo creerlo —murmuró—. Nos llevábamos bastante
bien… tiene dos hijos, son tan… —se detuvo de golpe, llevándose una mano a la
boca. Sus ojos se habían oscurecido.
—Ramona —me asusté—, ¿qué pasa?
Una lágrima se desprendió de su ojo, pero no habló
durante unos segundos.
—No puedo creerlo… —repitió—. Me dijo que eran
adoptados.
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