—¿Seguro que estás bien? —insistió—. Porque te veo
preocupado.
Estaba preocupado, sí. Estaba preocupado porque en
cuestión de horas, e incluso minutos, tendría que explicarle absolutamente
todo. Y no sabía cómo iba a reaccionar. Con miedo, con pena, con enojo. Podía
esperar cualquier cosa ante una noticia tan imprevista como la que le iba a
dar.
—Estoy bien, Julia —repetí.
Me dio un beso tímido y apoyó su cabeza en mi hombro. Nos
encontrábamos sentados en el sillón, esperando a que la comida estuviera lista.
En mi cabeza no dejaba de girar toda la información que iba a tener que
transmitir. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué palabras usar? ¿Con qué gestualidad acompañar?
—¿Cómo te fue en Azul? —quise saber, intentando
despejarme un poco.
—Bien —fue todo lo que dijo, y lanzó una risita.
—Pero contame algo —arremetí: necesitaba una
conversación.
—No sé, me junté con los chicos, comí un montón… no
sabés lo que pasó.
Sonreí: eso era exactamente lo que quería escuchar.
Mi celular sonó.
Lo atendí, desganado: era Mariano.
—¿Cómo andás? —lo saludé alegremente.
—¿Podés venir? —preguntó. Había algo en su voz que no me
gustaba nada. Un dejo de tristeza, de oscuridad. Algo completamente fuera de lo
normal.
—Ey —me preocupé—, ¿qué pasó?
—Federico —fue todo lo que dijo—. Está grave.
Mi cuerpo se paralizó. Por un momento sentí que el mundo
se había detenido. Me sentí completamente vacío. Un vacío que crecía desde los
pies e iba arrasando con las piernas, la panza, la espalda, los brazos, la
garganta. El aire entraba y se desvanecía al instante. Y los ojos eran lo único
que se hacían notar. Presionaban, ardían, molestaban. Transpiraban.
—Vení cuanto antes —finalizó. Y cortó.
Me quedé en silencio, con la mirada perdida. Julia se enderezó
y me observó durante unos segundos, con el ceño fruncido.
—¿Qué pasó?
—Federico tuvo un accidente —murmuré, casi sin abrir la
boca.
—¿Cómo? ¿Dónde está? ¡Vamos a verlo!
—No está en capital —mentí—. Tengo que ir a lo de
Margarita. Comemos rápido y me voy, ¿te parece? —la miré con dulzura.
—Sí, más bien, Ele.
Me puse de pie y caminé hasta la cocina. Del horno salía
un riquísimo olor a carne y papas. Una de mis comidas preferidas.
Pero Federico estaba grave.
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