10.8.10





—¿Seguro que estás bien? —insistió—. Porque te veo preocupado.
Estaba preocupado, sí. Estaba preocupado porque en cuestión de horas, e incluso minutos, tendría que explicarle absolutamente todo. Y no sabía cómo iba a reaccionar. Con miedo, con pena, con enojo. Podía esperar cualquier cosa ante una noticia tan imprevista como la que le iba a dar.
—Estoy bien, Julia —repetí.
Me dio un beso tímido y apoyó su cabeza en mi hombro. Nos encontrábamos sentados en el sillón, esperando a que la comida estuviera lista. En mi cabeza no dejaba de girar toda la información que iba a tener que transmitir. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué palabras usar? ¿Con qué gestualidad acompañar?
—¿Cómo te fue en Azul? —quise saber, intentando despejarme un poco.
—Bien —fue todo lo que dijo, y lanzó una risita.
—Pero contame algo —arremetí: necesitaba una conversación.
—No sé, me junté con los chicos, comí un montón… no sabés lo que pasó.
Sonreí: eso era exactamente lo que quería escuchar.
Mi celular sonó.
Lo atendí, desganado: era Mariano.
—¿Cómo andás? —lo saludé alegremente.
—¿Podés venir? —preguntó. Había algo en su voz que no me gustaba nada. Un dejo de tristeza, de oscuridad. Algo completamente fuera de lo normal.
—Ey —me preocupé—, ¿qué pasó?
—Federico —fue todo lo que dijo—. Está grave.
Mi cuerpo se paralizó. Por un momento sentí que el mundo se había detenido. Me sentí completamente vacío. Un vacío que crecía desde los pies e iba arrasando con las piernas, la panza, la espalda, los brazos, la garganta. El aire entraba y se desvanecía al instante. Y los ojos eran lo único que se hacían notar. Presionaban, ardían, molestaban. Transpiraban.
—Vení cuanto antes —finalizó. Y cortó.
Me quedé en silencio, con la mirada perdida. Julia se enderezó y me observó durante unos segundos, con el ceño fruncido.
—¿Qué pasó?
—Federico tuvo un accidente —murmuré, casi sin abrir la boca.
—¿Cómo? ¿Dónde está? ¡Vamos a verlo!
—No está en capital —mentí—. Tengo que ir a lo de Margarita. Comemos rápido y me voy, ¿te parece? —la miré con dulzura.
—Sí, más bien, Ele.
Me puse de pie y caminé hasta la cocina. Del horno salía un riquísimo olor a carne y papas. Una de mis comidas preferidas.
Pero Federico estaba grave.

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