—¡Lisandro! —escuché.
Abrí los ojos. A mi alrededor,
el mundo comenzó a tomar forma nuevamente. El pasto, humedecido por el rocío de
madrugada. El cielo, aclarando. La casa de Vanzini, los árboles. Los
cuidadores, con las armas preparadas.
El cuerpo de Ramona.
Pablo sostenía su pistola
firmemente con la mano derecha. Tenía la izquierda levantada, dando a entender
que no pretendía disparar. Se acercaba caminando lentamente, sin bajar la
mirada.
—Lisandro, llevala al auto,
por favor.
Las lágrimas no dejaban de
deslizarse a través de mis mejillas. Mi cabeza parecía punto de estallar: dolía
de una forma indescriptible. Desde el centro del cerebro. Desde allí se expandía
el dolor. Punzante. Constante. Desgarrador.
Me incorporé, con la intención
de ponerme de pie. Y en cuanto lo hice, el click del seguro de dos pistolas me detuvo.
Contuve la respiración, mirando a Pablo con ojos desesperados. Asintió con la
cabeza.
—Solamente queremos llevárnosla
antes de que llegue la policía —explicó—. Es lo mejor. Para ustedes y para
nosotros.
Los dos hombres dudaron. Uno
de ellos se acercó un handie a la boca y murmuró algo que no alcancé
a escuchar, pero supuse que estaba intentando contactarse con Vanzini.
—Tengo que hablar con el dueño
de la casa —dijo, tras unos segundos, dando un paso hacia delante—. Van a tener
que esperar unos minutos.
Pablo me observó
detenidamente. Percibí algo extraño en su mirada: intentaba comunicarme algo
que no lograba descifrar. No podía pensar en nada. En mi mente sólo había lugar
para Ramona.
Bajé la vista. Allí estaba su
rostro, todavía lleno de furia. Sus ojos, vacíos de sentimientos. Su ropa
enchastrada en sangre. Su cuerpo inerte.
Pablo avanzaba lentamente, sin
dejar de apuntar.
Las sirenas de un patrullero
sonaron cerca. Se acercaba.
Alcé a mi amiga con firmeza.
Era liviana y su cuerpo cedía suavemente a mis movimientos. Me puse de pie.
—Rápido —sentenció uno de los
hombres.
Di un paso hacia atrás, desconfiado,
pero nadie disparó. Mi corazón aceleraba cada segundo. Dudé un momento, pero no
había tiempo.
Corrí. Corrí como lo había
hecho unos minutos antes. Pero esta vez nadie me detuvo. Ni los disparos, ni
los brazos de Pablo. Corrí. Corrí hasta el auto, abrí la puerta trasera y me
subí, llevando a Ramona conmigo.
Pablo me siguió, sin bajar el
arma, y se sentó en el asiento del conductor.
Aceleró.
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