Mariano caminaba de un lado a
otro con nerviosismo, suspirando una y otra vez, con el rostro cargado de
preocupación; se notaba en cada una de sus arrugas. Tenía una bombilla de mate
en la mano y no dejaba de percutir sobre su brazo, tan rápido que los golpes
parecían superponerse.
Emanuel seguía en la
habitación, junto a Federico. Se había sentado a los pies de la cama y no se
había movido de allí. Yo había preferido marcharme, pero no dejaba de llorar.
Estaba recostada en el sillón, boca arriba, con la vista fija en alguna zona
del cielorraso. De reojo, percibía la desesperada caminata de Mariano.
Sentía cómo las lágrimas se
deslizaban lentamente a través de mis mejillas. Sentía la humedad constante. Me
ardía la garganta y la nariz, y los ojos presionaban hacia dentro, intentando
hundirse en mi cerebro.
—¿Cómo se lo digo a sus
padres? —largó Mariano, casi en susurro, utilizando un excesivo aire para
hablar.
Me volví hacia él, en
silencio. No había pronunciado palabra desde que me había despertado, con la
llamada de Ramona. Y no me creía capaz de hacerlo. No me creía capaz de hablar.
Temía que mi voz fuese demasiado alta, o baja, o aguda o grave. Demasiado fuerte.
Demasiado débil. Tenía miedo de mi propia voz. Miedo de escucharme y no
reconocerme. De escucharme quebrada, hundida, completamente vacía. O peor:
fortalecida, alegre, llena de energía.
Asintió con la cabeza, mordiéndose
el labio inferior. Suspiró y siguió caminando, en línea recta, de un lado a otro.
Pasaron varios minutos. O tal
vez no; tal vez pasaron sólo segundos. Y sonó el celular de Mariano.
Atendió, rápidamente.
—Pablo —dijo.
Silencio.
Observé cómo su expresión
cambiaba. Observé cómo en su rostro se borraban los pequeños destellos que
quedaban. Observé cómo sus ojos, sus arrugas, sus cejas, su boca, se volvían
oscuridad. Oscuridad pura.
Me puse de pie, adivinando lo
que había sucedido. Ramona. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que todo llegara
en un mismo día? ¿Cómo?
¿Y cómo iban a hacer nuestros
cuerpos para soportar tanto dolor? ¿Cómo iban a superar esa presión, a
cicatrizar esa gigantesca herida que ardía, ardía dentro de cada célula? ¿Cómo
iban a volver a cargarse de luz? ¿Cómo iban a recuperar los movimientos, las
fuerzas?
Lo miré, casi sin poder fijar
la vista. Lo miré durante varios segundos. Quieta, muda, completamente vacía,
hueca.
Y lo abracé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario