La abracé fuertemente y la
besé, aferrándome a su cuerpo, a su calor, a su energía. Me empujó desde la
espalda, hacia ella. Nos quedamos así, en silencio, durante varios segundos. Y
cuando nos separamos, me miró a los ojos con esa dulzura, esa sinceridad que la
caracterizaba. Sonrió.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Respiré profundamente,
presionando los labios. La respuesta era obvia.
—¿Cómo estuvo anoche? —reformuló.
Caminó hasta el sillón y se sentó.
Dudé.
—Terrible —murmuré—. No creo
que vuelva a lo de Mariano en meses. Fue terrible. Había una tristeza en el
ambiente… un silencio…
Dejé escapar las lágrimas que,
una vez más, se habían acumulado en mis ojos.
—Y cada vez que lo pienso… —no
continué. Respiré profundamente y me senté junto a ella, apoyando mi cabeza en
su hombro.
—No lo pienses —me susurró al
oído—. Sé que es difícil, pero va a ser lo mejor por ahora. Pasaste por algo
horrible, Ele.
Dudó.
—O, ¿sabés qué? Quizá sea
mejor que lo pienses —se corrigió, acariciándome la mejilla—. Que lo hables,
que lo compartas. Que lo digieras.
Sonreí. Estar junto a Julia me
ayudaba a sentirme mejor. De alguna manera, sentía que compartía el dolor. Y
podía hacerlo porque dentro de ella había espacio. No era lo mismo con
Margarita. Ni con Mariano.
Mi celular sonó. Lo saqué del bolsillo
y miré la pantalla: Alejandro.
—Ale —atendí—. ¿Cómo estás?
—Llegando a Buenos Aires —escuché
por el auricular, y mi cerebro se detuvo por una milésima de segundo.
Me incorporé, apoyando la
espalda en el respaldo del sillón. Julia me observaba con el rostro cargado de
preocupación.
—¿Cuál es tu dirección? —preguntó
mi amigo.
—Ale, no es una buena idea —dije—.
Ni tampoco el mejor momento.
—Estoy llegando, Alan —reprochó—.
Ya está.
Me volví hacia Julia, que me
dirigió una sonrisa mientras asentía suavemente con la cabeza. Fruncí el
entrecejo, sin entender por qué las cosas se complicaban en ese preciso
momento.
Ella seguía asintiendo.
Puse los ojos en blanco,
resignado.
—¿Tenés para anotar? —pregunté.
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